Con la invasión del francés dos bandos enfrentados
dirimieron en Cádiz la primera Constitución Española. Pocos años después
tuvo sus primeros desgarros, dando ocasión a un siglo convulso que no vería sus
mejores logros hasta la llegada de la Restauración, con Cánovas y Sagasta como primeras espadas. Los espadones quedaban atrás. Por el momento.
Y así lo era. Desde principios del siglo quienes escenificaban la vida
política española eran "los absolutistas y los liberales". Tras la Constitución, los últimos pasaron a
ser conocidos como los "exaltados", cuando el Trienio Liberal, cuyo nombre mantuvieron
hasta la muerte de Fernando VII. Fue ésta la
hora en la que tal nombre dejó de ser del agrado de sus dueños, que optaron motu
proprio por el de "Progresistas", que lo era de nuevo cuño en la vida política.
Quedaba bonito.
El siglo XX, pese haber logrado cierta estabilidad, amaneció amenazado con la
aparición de formaciones de corte anarquista, socialista y republicano, que, más
que colaborar, animaron el "cotarro" rumbo a la nada, ante una sociedad tan
analfabeta como ajena a la Ilustración. El terreno estaba abonado para una
cosecha que daría a Europa regímenes totalitarios, de cuya teta brotarían tan
sólo penurias y esclavitud. En una palabra, un oasis que sólo veían quienes se
proclamaban así mismos socios de número del Intelectual Club Sectario, sitos en la ínsula de "Progrelandia", al que a la sazón llamaban "El Paraiso".
Ya en la segunda década del siglo XXI, a las horas visto, no deja de ser un remedo de su
anterior. Entre el "populismo y sus confluencias", sus páginas vienen calcadas.
Tan solo cambia la presencia de la "manipulación mediática" sin cuya aportación sus líderes no serían nada.
La Ilustración queda aún más lejos y la falta de "papel higiénico" cada vez más cerca.
Y lo que es peor, nunca tuvimos petróleo. Ni en Valdeajos.
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