Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, por decisión libre y de acuerdo mutuo, decidieron unir sus Reinos. La primera tenia problemas con “la Beltraneja” en su aspiración a heredar la corona castellana, mientras que el segundo se decidía por imponer su real criterio a los condes catalanes, señores feudales ellos, dispuestos a tener bajo su dominio a sus súbditos sin otras aspiraciones territoriales.
Carlos I Rey de Castilla, de Aragón, de Valencia, de Mallorca, de Murcia, Conde de Barcelona… etc, faenó decidido como Rey de España y con el único obstáculo en su feudo peninsular, de unas revueltas que en ningún momento exigían su desmembración. Iban por otros derroteros.
Felipe II amplió sus dominios y en España no se ponía el sol: Portugal, Filipinas y otras tierras anexas lo atestiguaban.
A Felipe III le gustaban los saraos y el valido duque de Lerma fue el primer corrupto español de la Edad Moderna.
Con Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares, pese a sus buenas intenciones, tuvo la rémora de su torpeza y la insolidaridad de quienes deseaban conservar sus privilegios, pero en la mesa de los naipes nadie puso en juego la integridad nacional, aunque eso sí, por razones históricas los de Portugal tomaron las de Villadiego.
Carlos II, débil y enfermizo, fue muy querido por los catalanes y considerado por estos como un gran Rey.
Sin hijos, dejó la corona a Felipe V quien tan pronto llegó a España juro fidelidad a la Generalitat Catalana siendo correspondido en la misma manera. La Gran Alianza europea invadió España, que a la sazón tenia simpatizantes en Madrid, Barcelona y Valencia, regiones donde también Felipe V tuvo sus leales, enfrentados a quienes proclamaron como Rey de España al archiduque Carlos con tres palotes, quien tuvo su mayor número de partidarios en Cataluña, quienes a la sazón defendían su españolidad sin reivindicar cualquier otra alternativa. Como era lo natural.
Con Fernando VI España tuvo unos años de paz y sosiego, que por cierto los necesitaba.
Carlos III, borbón él, firmó el Tratado de Libre Comercio que catapultó a Barcelona hacia la prosperidad con gran satisfacción para la nueva burguesía catalana. Que por lo visto no se lo agradecen en la actualidad.
Carlos IV y Fernando VII significaron un desastre para la nación española, nación que por cierto, como en Fuenteovejuna, respondió bizarramente para expulsar de España al francés, con los heroicos puestos de Zaragoza, Gerona, Madrid, Valencia (donde un heroico “palleter” declaró la guerra a Napoleón).
A la muerte de Fernando VII, reinó en España Isabel II e isabelinos y carlistas se enfrentaron por la corona, pues la afición ya venia de antiguo.
Obligada la reina al exilio pero deseosos de mantener la corona, las Cortes proclamaron Rey a Amadeo de Saboya, pero asesinado Juan Prim en el momento de su llegada, político catalán de gran prestigio y su principal valedor, el monarca supo de la España cainita, abandonando la corona en emotivo e intelecto discurso de despedida.
España entró en guerras cantonales y otras quimeras, desembocando en una República camino a la penuria, afortunadamente salvada por una Restauración que hizo bueno aquello, del mal, el menos.
Alfonso XII dejó el asunto en las manos de Cánovas y Sagasta, y durante unos años el remedio funcionó razonablemente bien, pese a los caciques.
Sin embargo, a Alfonso XIII la Corona la vino ancha y pese a su noble empeño, le crecieron los enanos.
Primo de Rivera terminó con el paro, y las madres españolas le agradecieron que pusiera punto y final la guerra africana. Dejó fuera de juego a los políticos españoles, y estos, dedicados a lo suyo, optaron por recuperar el sueldo.
La II República llegó por derecho propio y con gran alborozo nacional, pero apenas duró 30 días. “El dedo de un soldado español vale más que todos los curas de España”, dijo Azaña quien se dedicó a mirar hacia otra parte desde aquel 11 de mayo de 1931. Hasta que fijó su atención en Casas Viejas. Contra el "seisdedos".
Perdió su prestigio por ello, y las mujeres españolas pusieron a la derecha al frente del Gobierno. No gustó demasiado la coalición de la CEDA y en 1934 tocaron bastos en España, especialmente en Asturias, con un “golpe de Estado” contra el Gobierno democrático, y la proclamación del Estat Catalá -por primera vez en su historia- por parte de Luis Company, que fue flor de un día.
El Frente Popular se presentó a las elecciones en febrero de 1936 y al menos lo tenia claro: “Si no ganamos en las urnas lo conseguiremos en la calle”, dijo Largo Caballero.
Meses después y con el asesinato del Jefe de la Oposición por las fuerzas del Estado, estalló la guerra civil, que no fue una, sino cinco: cuatro dentro de una que facilitaron el triunfo del bando nacional, unido en su victoria.
Llego el franquismo, la postguerra de inmediato, los referéndum con una adhesión del 95% al Caudillo, en similar porcentaje al del rechazo actual, el Plan de Desarrollo de López Rodó, y los grises en la Universidad.
España demandaba libertad y “Estatut de autonomía”. La Transición ejemplar tuvo su golpe de tos con Tejero, pero los campos de la piel de toro se llenaron de museos etnológicos, de frontones y de piscinas cubiertas.
Por las transferencias en Educación, Cataluña cambió de inmediato a 25.000 profesores de Historia en las aulas catalanas: el adoctrinamiento estaba servido y una nueva historiografía iba a embardunar las negras pizarras del mundo escolar.
En las Vascongadas ETA ha marcado los tiempos desde el principio y los “cuarenta de Ayete” abandonaron las playas donostiarras, palacio residencia del Generalísimo, por las tranquilas aguas del Mediterráneo.
El café para todos se ha convertido en la actualidad en un vomitivo nacional en cuyo remedio los españoles buscan su mejor receta.
Gestión o demagogia: he ahí la cuestión. La hora de la incertidumbre no sabe de Leyes de Tráfico.
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