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27 septiembre 2007

LAS PELOTAS DE GOMA SÓLO SABEN ESCAPARSE

Soy una admirada pelota, de esas con tripa de goma y centro de atención de todas las miradas, aquellas cuyos ojos me persiguen allá por donde me mueva, mientras quede en mí algo de aliento. Mientras tanto, sus dueños enloquecidos igual alcanzan el clímax, que caen en la más honda depresión, amotinados sobre las gradas, enfrentándose entre sí, próximos a la locura colectiva, siempre a la espera de la genial pirueta hecha con la agilidad de mi cuerpo que les haga elevar aún más la voz hasta alcanzar la gloria que buscan, esa que pronto se diluye.

Pero un día me planté, dije: ¡basta ya!, y quise ser una vulgar pelotita de trapo. Quizá, porque todo en esta vida tiende a su fin, a sabiendas también, de que jamás podría saltar -salvo a un palmo del suelo- como tampoco escaparme, cosa que sólo las pelotas de goma sabemos hacer, pues para tal suerte fuimos creadas.

Y allí, por culpa de mi voluntario hechizo, me quedé quieta en un rincón hasta ese momento ignorado por mí, sola y abandonada. Hasta que sentí en mis carnes la presa que no me soltaba, corriendo sin cesar, en dirección hacia lo que después supe que era un parque. Aquel perro me dejó sobre el césped sin saber si es que estaba agotado dado su jadeo, o que ya nada quería saber de mí, por lo poco de mi valía, según debía de pensar él. Otros perrillos vinieron a mi encuentro, y empezaron a descuartizarme, tirando de mis carnes, hasta quedar despanzurrada a lo largo de todo aquel -para mí- vergel.

Poco después, unos pajarillos picotearon mis restos y entre ellos emprendí un vuelo, sin saber qué querían, ni hacia dónde me llevaban.

Algunos me soltaron enseguida, y caí en las aguas de un estanque sobre la alfombra de un nenúfar habitado por una mariposa que, al alzar su vuelo, dibujó estelas por los rayos refractados de un sauce, a cuyo través, vi alejarse a quienes no pude dar las gracias por dejarme en un lugar tan bello. Escuché un tímido croar, pero no me alarmé, acostumbrada como estaba al vocerío más animal. Pero fui útil a unos pececillos que se adueñaron de mí, convirtiéndome en una parte más de sus juegos, esparcida por sus aguas.

Otros, más aventureros, me llevaron a una montaña algo alejada, donde había una gruta, y allí dejaron mis trocitos, junto al calor de unos rescoldos perfumados de brea, de los que emergían lenguas, como alfombritas humeantes que remontaban su vuelo. Sobre ellas me invitaron por los interiores de la cueva, hasta quedar fijada en sus paredes como duende de su oscuridad, diseñando rupestres tapices.

Un pajarillo llevó otras partes de mí a la copa de un árbol, donde di forma a un lecho naciente. En él, al poco tiempo, sentí el calor de un blanco huevo postrado sobre mi débil pero ya firme armazón. A los días, escuché sus crujidos, abriéndose como una granada, de la que emergió un nuevo ser. Enseñando su pico por encima del nido, cotilleó aturdido y pió débilmente sus primeros trinos.

Nunca llegué a creer, como vulgar pelota que soy, de goma o de trapo, saltarina o no, que pudiera despertar tantas pasiones, o bien ser tan útil. Ora como pelota de goma, dueña de mi libertad que sirve para escaparme, ora como pelota de trapo que, como tal, sólo fui pasto de quienes nada quisieron saber de mí, ignorando quién era o para qué podía ser útil.

(“Las pelotas de goma sólo saben escaparse” es un relato que ha participado en el 22º Proyecto Anthology. Tema: Fantasía)


18 septiembre 2007

LA ISLA DE LANZAROTE


El avión empezó a moverse a la hora fijada, avanzando lentamente con la velocidad de una tortuga bajo cuyo caparazón sólo se escuchaba el clic de los cinturones, como también algún que otro hormigueo solo sentido por quien en su interior se cobijaba. El piloto, que había puesto rumbo a Lanzarote nos deseo un buen viaje, y todos dijimos o pensamos: así sea.

Al poco tiempo, identifiqué la central nuclear de Cofrentes cuyos cilindros eran como dos ojos en los que imaginé un leve guiño de despedida deseándome un feliz viaje, correspondido con una leve sonrisa y mi afecto personal. El que se merecía una zona visitada con frecuencia durante mi etapa profesional, ya dejada atrás en el tiempo pero no en el olvido.

Los borreguitos de lana marcaban el camino y viendo sus blancos lomos más parecía que estábamos quietos flotando sobre un rebaño interminable, a cuyo través, íbamos dejando atrás pueblos y montañas, unas tras otras, y cuyo trenzado nos transmitía una necesitada sensación de paz. La relajación fue en aumento cuando un infinito lecho de algodón, cual alfombra plomiza, nos envolvió, entrando por aquella madeja de la que al poco salimos, al azul de un día límpido y esplendoroso. La ciudad de Cádiz, inconfundible tacita de plata, era como el badajo que nos franqueaba la entrada al océano abierto, rumbo al archipiélago canario, que cuando apareció ante nuestros ojos, una hora más tarde, tenía el aspecto de una piel curtida tapizando la mar.

El hotel elegido para nuestro descanso es un remanso de paz sobre el mar, en una costa sin playa, de brisa suave y constante, próxima a un puerto náutico que se ha puesto de moda, en una isla creada por una erupción volcánica – como todas las canarias- hace millones de años. En sus magnificas instalaciones pasamos los dos primeros días de nuestra estancia gozando de sus piscinas y de sus zonas de relajación, allí donde las prisas tienen prohibido aparcar.

Nuestra primera excursión fue hacía el archipiélago Chinijo, al norte de Lanzarote. Está formado por cinco pequeñas islas, reserva marina, declaradas parque natural. La principal es la Graciosa, con su pintoresco poblado de La Caleta de Sebo de callejuelas tranquilas habitadas por muy pocas familias y de un gran atractivo turístico en los meses del verano. Habíamos embarcado en el puerto pesquero de Órzola, a los pies del volcán de la Corona, el más importante de Lanzarote, originario de unas cuevas volcánicas que se pierden en la profundidad del mar y que días más tarde visitaríamos. Abandonamos La Caleta de Sebo rumbo a la pequeña “playa de los franceses”, donde fondeó el barco y con una pequeña barquita nos fueron dejando sobre la blanca arena para disfrutar de una hora de baño. La playita está a pie de otro volcán, cuyas laderas muestran una gama de colores rojizos amarillentos, que en contraste con el azul intenso de la aguas, dan al pequeño paraje el encanto y brillo de las gemas preciosas recogidas en los cuencos de las manos.

Tras bañarnos en la playa de fina arena incrustada de piedras negras, lagrimas nacidas del cercano cráter, nos recogieron hacía el barco donde nos habían preparado una comida para reponer las fuerzas. El estrecho que separa Lanzarote de La Graciosa se llama Río y por sus aguas volvimos al embarcadero, ya de regreso al hotel. Este trayecto tiene como principal atractivo el alto acantilado de la costa lanzaroteña, donde se ubica en lo alto, el Mirador del Río una de las tantas huellas artísticas esparcidas por toda la isla gracias a la obra de Cesar Manrique, el genial arquitecto, pintor, ecologista, escultor y creador del paisaje de Lanzarote, al que sus paisanos le consideran como un Dios, sin cuya impronta sería impensable la peculiar belleza de su hábitat, único en el mundo. Manrique demostró que naturaleza y mano de hombre pueden ir unidas, siendo necesario tan solo la pasión por la tierra donde se nace. Él vino al mundo en Arrecife, amor que alimentó su talento. Murió cerca de su Fundación, en un accidente de automóvil, vehículos cuya proliferación él tanto detestaba, en una jugada ingrata a merced del destino que no pudo evitar. Quizá la única vez en su vida que no pudo cambiar a su gusto los caprichos de la naturaleza.

Al día siguiente visitamos el Parque Nacional del Timanfaya de características únicas en el mundo, además de ser un importante centro de estudios volcánicos y lugar permanente de toma de datos para un mejor conocimiento de los caprichos que se producen en los sótanos de la tierra. Al visitarlo, nos asombró su belleza diferente a todo lo visto, su exquisito cuidado, su limpieza y el genial paseo a lo largo de un paraje que más parecía la superficie lunar sin necesidad de ningún traje espacial. Dentro del parque está el Islote de Hilario, un lugar donde nos ofrecieron diversas pruebas del calor existente bajo la tierra, a través de sus hervideros con diferentes manifestaciones que nos produjeron exclamaciones inesperadas. Se llama de Hilario porque en ese lugar vivió un ermitaño durante más de cincuenta años, en los que plantó una higuera que jamás dio fruto. Su tronco ha quedado como testimonio decorativo en el interior del único restaurante dentro del Parque Nacional.

La Isla de Lanzarote fue conquistada por el normado Juan de Bhthencourt para la Corona de Castilla en 1402, y a lo largo de los siglos XVIII y XIX se produjeron las últimas erupciones en sus más de trescientos volcanes. Algunas de ellas son conocidas con detalle, y en especial, las iniciadas en 1730 durante seis largos años, gracias a los manuscritos del cura de Yaiza, pueblo galardonado como el más limpio de España, quien narró con todo detalle la magnitud de aquel desastre, informando de lo sucedido al Cabildo de la Isla. Ya en 1824, se produjo la última erupción en el Islote de Hilario estando callado desde entonces.

Visitamos un túnel volcánico, el de la Atlántida, el mayor tubo volcánico del planeta nacido en el Volcán de la Corona. Llega hasta la costa en un recorrido de ocho kilómetros adentrándose hacia el fondo del mar otros dos kilómetros más. De su conocimiento fue posible gracias a la Cueva de los Verdes y los Jameos del Agua –lugar al que volvimos en visita nocturna- oquedades abiertas de forma natural y que abrieron al mundo su existencia. En esta última, la genial imaginación de Cesar Manrique ha dejado su mejor testimonio, dándole una gran espectacularidad a lo que fue un río interno de lava. Estas cuevas fueron el lugar donde se escondían los aborígenes de la isla en los tiempos que los corsarios los buscaban para venderlos como esclavos.

Una rápida visita a parajes de gran belleza, como El Golfo, tan peculiar y único, donde desde el mismo borde de un semicráter que da forma a la cala nos deleitamos viendo al fondo el Largo Verde, junto al mar y en torno a un paisaje multicolor; la ascensión al Mirador de Haría, con su impresionante vista; al placer de un arriesgado paseo a dromedario pese a la docilidad del animal pero cuya sujeción no dependía de él; y visitar la zona vitivinícola de La Geria, degustación incluida, nos ocupo el resto del día. Su recolección se produce gracias al agricultor lanzaroteño, conocido como mago, por su imaginación para vencer las dificultades de la ausencia de agua y la presencia de los vientos alisios, condiciones adversas que superan y aprovechan con su ingenio. Para ello, utilizan la tierra y piedras volcánicas, tanto para almacenar bajo tierra la humedad nocturna, como para protegerse de los vientos en unas construcciones de piedras negras en forma de arco que llaman taro, nominadas así, gracias a otra de las muchas genialidades de Cesar Manrique. En la tierra cavan una especie de cráter para cada cepa, lo cubren con una capa de tierra negra que evita la evaporación allí almacenada y el taro en forma de arco y situado en contra del viento, la protegerá y hará posible la recolección de una uva malvasía fruto de un vino blanco que nos encantó.

Quisimos conocer de Fuerteventura su famosa y extensa playa de Corralejo, donde pasamos un día estupendo gozando de su agua limpia, más cristalina que nunca, que nos permitía contar los granos de arena del fondo en los momentos del baño, así como caminar descalzos sin abrasarnos por sus extensas dunas a lo largo de tan blanca playa. Fondeamos junto a la Isla de los Lobos, Parque Natural, donde disfrutamos de los juegos náuticos gracias a los más osados compañeros de viaje.

Durante ochos días hemos disfrutado de la Isla de Lanzarote, teniendo tiempo más que suficiente para descansar en el hotel, con su esplendido buffet cada noche de cocina diferente; dar unos ligeros paseos por Puerto Calero y realizar algunas compras en Puerto del Carmen, las obligadas siempre en cualquier viaje.

Lanzarote es una Isla carente de agua dulce, por lo que potabilizan la del mar. Los días de lluvia son muy pocos al año y los vientos alisios posibilitan una temperatura agradable. Cada una de las Islas Canarias es diferente al resto y sus variadas peculiaridades invitan a un nuevo viaje, esperemos que no sea muy tarde.