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18 diciembre 2007

CUENTO DE NAVIDAD


Cuando los tres Reyes Magos de Oriente vieron pasar ante sus ojos tres cometas, no lo pensaron más, abandonaron su estrella, su residencia de verano y se auparon a las grupas astrales enfilando rumbo a Occidente, en uno más de sus acostumbrados viajes cargados de felicidad con la misión de repartirla por todos los rincones del mundo. Pronto cruzaron la frontera que nos separa, y muy celosos de cumplir las normas allá por donde pasan, se abrocharon el cinturón de seguridad, a pesar de que no lo necesitaban. Tal privilegio, lo heredaban de hacía más de dos mil años, cuando se ganaron la inmortalidad hasta el fin de los siglos, que coincidirá con la llegada de Quien un día vendrá a juzgarnos. Incluso a ellos mismos, quienes también tendrán que rendir cuenta de sus regalos, los entregados a quienes no se hubiesen hecho merecedores de ellos.

Había sido un bueno año para los tres Magos de Oriente que, producto de su trabajo, preñaron de juguetes el interior de sus nubes blancas recauchutadas de algodón, los vagones donde los transportaban. A gran velocidad, surcaron los cielos y la inmensa caravana volaba por la autopista celeste, celosos de su horario, para llegar a su destino cuando empezara la noche y repartir sus regalos, una vez recogidas las cartas depositadas en los buzones esparcidos por todos los rincones de la ciudad, incluso en las grandes plazas del neón navideño que tanto alimentan los sueños infantiles.

Pero aquel año, como podía ser el actual en que estamos, sus emisarios, adelantados para hacer un cálculo de las peticiones, algo habían hecho mal, pues no informaron a los Reyes Magos de que si había sido un buen año para ellos, no lo había sido para las familias que iban a visitar, y no advirtieron de la inflación galopante que sufrían, a cuyo trote, había arrasado sus recursos, débiles y extenuados, lo que les había obligado a ciertas privaciones en muchas de las casas de aquella ciudad, incluso en las de mediana economía.

Y para más inri, alguien les había ganado la mano, llegando con la antelación de todos los años. Papá Noel, porque no podía ser otro, ya había dejado sus regalos, y cuando los pajes reales abrieron los buzones, los vieron casi vacíos, huérfanos de sobres. Sólo unos cuantos telegramas con muy pocas palabras hallaron en sus fondos, lo que hacía suponer una noche de poco trabajo, al menos en aquel lugar. Pintaron pues bastos para los Monarcas, y Papá Noel ya había llenado las casas de juguetes, sin más mérito que haber llegado primero, vaciando no solo los bolsillos, sino también dejando sin límite las tarjetas de crédito de todos los papás.

Pero los Reyes Magos no habían llegado hasta allí para volver cargados a su estrella celeste sin cumplir su misión encomendada, motivo fundamental de su larga existencia. Y calle por calle, y casa por casa, vaciaron sus nubes que tenían ancladas atiborradas de juguetes. Un año más alegraron a los niños de aquella ciudad, como tantas otras veces, ilusionados como siempre.

Como días antes lo había hecho Papa Noel, que si republicano él, ellos eran los Reyes Magos de Oriente, y con su magia e ilusión, como fértiles simientes que son, el próximo año sería mejor para todos, con cartas de niños en los buzones saliéndose por las orejas y telegramas urgentes de última hora, llenos de ensueños, llenos de esperanza.

12 diciembre 2007

LÍNEA 8 - PERIFÉRICO


Había llegado a formar parte de mi vida y mi dependencia hacía él era total. Todos los días cogía el mismo autobús y en las mismas horas coincidía con ellos, en cada uno de los trayectos, ya desde hacía algunos años. De casa al trabajo, y vuelta a comer; y por la tarde lo mismo, pero el regreso a mi hogar, ya en la hora cercana a la cena. Y al día siguiente, vuelta a empezar, como todos los días del año, así uno tras otro.

Los buenos días con Juan eran muy cordiales, y sentados juntos en el autobús nos contábamos nuestras cosas, casi todos los días parecidas, pero tendentes en el tiempo a incidir en cuestiones de salud, por desgracia cada vez con mayor frecuencia, pero que por fortuna hacían crecer en nosotros un afecto entrañable. A Juan sólo lo veía por las mañanas, pues en el resto de la jornada nuestras rutinas tenían muescas diferentes.

Al mediodía, de regreso a mi casa, subía al bus junto a un joven oficinista (su aspecto le delataba) siempre callado, con el que el único cruce de palabras eran los habituales hola y adiós, absorto en sus auriculares que le salían de sus oídos protegidos por unos pabellones más bien pequeños, que en su conjunto, le daban un aspecto taciturno. Me enteré de su nombre por casualidad, porque un día, una rubia también joven y guapa le dijo: ¡hola Álvaro! y él, adivinando el saludo, le contestó algo sonrojado con aspecto serio, un escueto hola; abundado aún más en su aire huraño, cuando agachando la cabeza llevó sus manos a las orejas ajustando aquellos dichosos cables que se le caían, debido quizá al pequeño hueco allí donde se sostenían.

Ya en el bus de la tarde, mi única preocupación residía en no encontrarme con Blas, debido a su descaro verbal con aromas de halitosis. Sin embargo, siempre tenía algo que decirme, por lo que me buscaba con sumo interés, incapaz como era yo de negarle mi compañía, aunque no me resultara muy grata la suya. Sustraerme a él era un imposible, pues se pegaba a mí como una lapa, y si me refugiaba solo en un asiento, él se ponía de pie a mi lado de inmediato sin darse cuenta que prefería ignorarlo.

En mi último trayecto del día la presencia de Társilo, de cara blanca, asustadiza y una persistente tos, era una constante, y siempre terminaba por contarme lo mal que le salían las cosas, hablarme de su poca fortuna, y de sus miedos al salir a la calle, pues todo lo que le ocurría representaban desgracias inevitables. Era un tostón, pero muy buena gente y me daba cierta pena, por lo que trataba de animarle sin apenas conseguirlo.

El autobús, ese pequeño mundo que no gira alrededor del Sol pero sí de la ciudad y nos transporta traqueteante acompañados de seres multiformes, algunos en busca de un foco de calor donde cobijarse, completaba parte de mis horas, a veces fascinantes, en un trayecto que si siempre era el mismo, su gente tenían vidas diferentes, ora seductoras, ora vulgares.

Pero un buen día todo se fue al traste y ni Juan, ni Álvaro, ni Blas, ni Társilo subieron al autobús, lo que me causó una inesperada sorpresa, echándoles de menos, incluso a Blas. Y más si cabe, por la ausencia de los cuatro en el mismo día, como si el destino se hubiese puesto de acuerdo pasando a un segundo acto de un guión desconocido. Y así, transcurrieron dos días más, dejándome muy preocupado y despertando en mí un gran interés por saber algo de ellos. Y también apenado, sobre todo, por no saber a quien dirigirme preguntando por ellos, ni por si volvería a verlos.

Ya en mi último trayecto me acerqué al conductor del autobús, no como remedio seguro, sino porque no había otra forma de averiguar algo; tenía al menos que intentarlo.

-Buenas noches, amigo –le saludé cordialmente- llevo tres días sin saber nada de Juan, ni de Álvaro, ni de Blas, ni de Társilo, todos habituales usuarios de esta línea que seguro que los conoce. Por casualidad, ¿sabe Vd. algo de ellos?

-Oiga Vd.- me contestó serio, con cara de pocos amigos y algo cabreado- ¿No sabe Vd. leer? ¿No ve que está prohibido hablar con el conductor?

Enojado, me bajé del bus unas cuantas paradas antes de llegar a mi destino, añorando la cordialidad, la discreción, la osadía y hasta el miedo, envueltos todos en el celofán humano de la espontaneidad como el mejor de los regalos, lejano al obligado de un santo comercial, truncados todos por un cartel prohibitivo cada vez más de actualidad que ya desgraciadamente nada tiene que decir.

(“Línea 8–Periférico” es un relato que ha participado en el 25º Proyecto Anthology. Tema: El autobús)

06 diciembre 2007

EL SIGLO DE ORO ESPAÑOL


Lo tenía decidido. Pocholo, mochila al hombro, paso firme y con sus melenas ondulantes, bajó de su autobús aparcado en una gran superficie y se fue directo a la sección de libros de ocasión buscando el estante de los clásicos. Su interés estaba en comprar algo de Garcilaso, de Santa Teresa de Jesús y de Boscán. No por su afición a los clásicos, que ya había abandonado, sino porque le vinieron al recuerdo como los más adecuados para lo que por su mente rondaba. De su cara enfurecida, perfumada con un Jean Patou, surgió un brutal ceño cuando lo único que encontró fueron libros de autoayuda, de cómo hablar inglés en quince días para volar a Londres aprovechando un vuelo barato encontrado en Internet o de cómo ligar pronto y bien. Al ver este último, cambio el semblante y sonrió levemente.

Tozudo como nadie y aprovechando la parada del metro, se fue al centro histórico de la ciudad con la esperanza de encontrar lo que buscaba. Si algo no falla junto a una vieja catedral es una librería de lance, se dijo, y él lo sabía. Encontró lo que deseaba, y terminó de llenar su mochila aprovechándose de un Quijote a muy buen precio que le llamó la atención porque con los rasgos de Quijano en la portada raída y amarillenta se encontró un cierto parecido.

-¡Toma y lee, a ver si subes tu nivel!- le dijo Pocholo a Arancha algo prepotente, ignorante de su talla intelectual, despertándola del camastro mientras ella estiraba sus brazos de porcelana ladeando su cuerpo desnudo sobre una sabana roja de seda que hacía resaltar aún más sus lascivas curvas sin que a Pocholo le importaran cuando estaban ya en el parque.

Arancha, circunspecta y con la moral tan alta como enciclopédica, apretándose los labios le hizo caso; y de la mochila a sus pies, sacó a Santa Teresa, a Garcilaso y a Boscán. En cambio, cuando vio al de la triste figura, al que también encontró su parecido, se lo lanzó a la cabeza sin conseguir atinarle. Pocholo se tiró al suelo evitando la andanada, y el libro voló por la ventana saliendo al exterior estrellándose contra un lector tumbado en la hierba del parque, dándole en la cabeza.

-¡Quién es el ignaro que osa desprenderse de este libro tan preciado y se atreve a lanzarlo a los cuatro vientos!- Dijo enojado el lector con el Quijote en sus manos y el suyo bajo la axila, ya dentro del autobús, al que había entrado, mientras despectivo veía a la de la blanca figura, desnuda ante él y a su lado sentado en el suelo quien le pareció un patán.

Arancha, asombrada ante la presencia del intruso tapó sus turgentes senos, uno con Garcilaso y el otro con Boscán, y aún tuvo tiempo para Santa Teresa acogiéndola en su regazo.

-¡Pocholo!- Exclamó la bella.

-¡Oye tú! ¿No molestes? ¿No ves que estamos en horas de leer? ¡Fuera!- le gritó Pocholo, indicándole con su cara enfurecida la puerta por donde había entrado, amenazándole con una pica en su mano diestra, como aquellas las de Flandes.

El erudito misterioso no lo pensó dos veces, arrambló con Garcilaso y con Boscán, y sin llegar a darse cuenta de la presencia de Santa Teresa sobre la sabana roja de seda, huyó por donde había entrado cargado del Siglo de Oro Español encontrado como un tesoro en el más mullido de los estantes.