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01 agosto 2006

CASA DE LOS PAYES

Había transcurrido ya el primer lustro de mi vida y me encontraba muy avanzado en el segundo. Disfrutaba del verano con mis abuelos en un pequeño corral, mi recuerdo más entrañable, situado a la trasera de una casa de planta baja en cuyo comedor existía un lar de cerámica roja. A sus lados, dos armarios con puertas de cristal que encerraban vajillas, vasos y demás enseres. En el centro, una mesa y unas cuantas sillas conformaban aquel templo en el que mi abuela escuchaba de mis infantiles labios, la Biblia. Aquella Biblia protestante de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, toda vez que en los tiempos pasados no le habían enseñado a leer, pero no por ello la ignoraba. La conocía a la perfección y la practicaba, quizá, con mayor dedicación y más entusiasmo que nadie.

Un viejo reloj con adornos amarillentos decoraba la pared central que separaba la cocina de la gran puerta de salida al corral. Reloj de cuco, péndulo dorado con piñas de hierro, que en su momento contaban las horas y las medias.

A la derecha del lar había una despensa en cuya parte superior existía una puerta que conducía a una “cambra”, donde yo sólo, y por razón de peso, podía visitar. A través de sus paredes de cañas y barro se podían escuchar extraños ruidos que venían de los recovecos de aquella entrañable casa.

El acceso desde la carretera era amplio y quizá preparado para la entrada de un carro que nunca existió. Tras la puerta, cortina de respeto y un amplio pasillo que, con percheros en su pared izquierda, moría en el mencionado comedor. Una puerta grande y de dos hojas daba paso al corral.

En él había una higuera, un pozo y un refugio. También una parra que cubría la entrada a un cobertizo, en cuyo interior y en ambos lados, tras unas paredes de alambre de trenzado hexagonal y puertas con sencillas bisagras, las gallináceas a la derecha, orgullosas y altivas, esperaban la lluvia de la comida que desde el hondo de su delantal, mi abuela les lanzaba. A la izquierda, unos impacientes conejillos de ojos abiertos esperaban las hojas de la herbácea lechuga. Entre aquel revoltijo de animalillos domésticos y dentro de unas rústicas jaulas creadas por las manos de mi abuelo, jilgueros, tordos, tórtolas y alguna que otra perdiz, alegraban con sus gorjeos el corral.

En la parte superior de aquellos espaciosos habitáculos de animalillos y subiendo por una escalera central de maderas encastadas, tan seguras como vaivenosas, se llegaba a la “cambra”. Siempre llena de bártulos, pieles secas de conejos, trastos y para mí, tesoros, que me resultaban un nido de sorpresas.

En la trasera derecha del corral, antes de la entrada al cobertizo, una barandilla circular anunciaba el pozo de agua. Adosados a la pared, unos botijos y cántaros resultaban decorativos; además de útiles para posteriores usanzas. De la polea bajaba un pozal de hierro galvanizado repleto de uvas, zarza y “llimoná”. En sus aguas profundas buscaban su refresco quitándonos a todos el calor del verano. De aquella profundidad, el eco respondía fielmente a los inocentes mensajes que salían de mi garganta.

Y junto al pozo, una puerta en el suelo. Ella me conducía a un refugio de paredes de ladrillo, estribos laterales para descender y suelo de tierra prensada. Limpio, húmedo, seguro. Decía mi abuelo que lo construyeron en tiempos de guerra, pero que también servía para guardar bien conservados los frutos del campo. Era aquel un lugar de juegos, un sitio de sorpresas.

En el corral de paredes encaladas, en uno de sus rincones, entrando y a la izquierda, sobre un pozo ciego, un pequeño habitáculo al que acudíamos cuando era necesario y que durante el día daba refugio a las bacinillas que se usaban para los alivios nocturnos. Una caseta para un perro cazador y un pequeño paellero completaban la vida de aquel corral.

La casa tenia tres espaciosas habitaciones que nacían en el amplio pasillo de entrada. Y una cocina a la que se accedía desde el comedor con un lavadero alimentado por el pozo. Disponía de un ventanal abierto al corral del que recibía la luz del Sol. Allí estaban, siempre dispuestos, el hornillo de petróleo y un fogón de leña. Una de las habitaciones era la de mis abuelos: con alta camas provista de mosquitera. Otra habitación con una cama también defendida de los mosquitos, procuraba mis sueños infantiles llenos de emociones callejeras. Las cajas de tebeos allí guardadas me trasladaban a mundos de piratas y de bélicas hazañas. En otra habitación, con ventana a la calle de la que luego hablaré, mi abuelo tenía su escopeta y su máquina de hacer cartuchos. Recuerdo sus medidores de pólvora y perdigones. Sus juntas de cartón. Primero la pólvora, forzada al fondo del cartucho junto al pistón detonante; taco de negro corcho; ración de perdigones; cartoncillo redondo, y la maquina embutidora actuando sobre todo el conjunto. Entonces prensaba y cantoneando su boca, la cerraba, completando así el proceso. De todas aquellas medidas, mi abuelo, requiriendo solo la mitad de todos sus componentes, elaboraba para mi, pequeños cartuchos que me hacían un pequeño hombrecillo.

Decía que desde la ventana veía la calle. Pero cuando salía a ella, para mí y todos los amiguillos, se convertía en algo diferente. Se transformaba en “la calle”. Los actuales de mi generación saben muy bien a que me refiero. La “calle” era entonces cosa distinta a lo que representa en la actualidad. Los amigos, los juegos, la huerta, los maizales, las tomateras, acequias, árboles, pajarillos, sirenas, patinetes, cachirulos, los bautizos domingueros, los sacos, partidos de fútbol, harcas, caicos, monas y meriendas, sandias robadas, escondites, ranas, lagartijas, chapas, trompas, cuevas, alquerías. Incontables cosas representaban “la calle”.

Carretera Paterna, 24. Puerta de doble hoja, de color gris verdoso con llorones rezumantes de resina. Escalón de piedra, decían de granito. Día de caluroso verano.

Mi abuela sale al portal, secándose las manos con el delantal y un hombre mayor descansa sentado. Mi abuela le saluda y como lo ve agotado se muestra dispuesta a ayudarle.

- ¿Qué necesita?

- Un vaso de agua y qué me permita descansar y gozar un rato de este agradable sol- le contesta el visitante.

Mi abuela, solícita, atiende su ruego y le dice ofreciéndole:

- Para que se entretenga un rato, ahí le dejo mi Biblia y léala.

- ¡La Biblia ¡ ¡Que cosa mas vieja me saca Vd¡

Mi abuela, que como ya dije antes no sabia leer, le contesta:

- ¿Acaso no es más viejo el sol y sin embargo lo está tomando.

Los tiempos ya no vuelven pero los recuerdos permanecen. Tanto es lo que queda de aquello, que existir, existe.

Diciembre 2004




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