Mis compañeros de clase me llaman Demóstenes porque soy de los pocos que superan el aprobado. Sin embargo, ante mis padres lo hacen por mi apellido Galipienzo. Ellos, mis padres, siempre me riñen por mi nombre de pila, Ángel, en cuya elección creo que se equivocaron.
Confieso que donde mejor me lo he pasado es en las clases de Don Remigio, el afable profesor de Ciencias Naturales quien era un auténtico inocentón. ¡En el punto medio reside la virtud!: así repetía su frase favorita para toda clase de circunstancias; incluso en la hora de sus preceptos. Él era barbilampiño, oblongo y tenía próxima su jubilación. Su presencia en la tarima siempre estaba recibida con risas y bromas entre los alumnos que asistíamos a su clase, la prolongación del recreo. Era bastante cegato, por no decir del todo y las lentes de su gafa eran cómo el culo de una botella por lo que era impensable la afición desmedida que aún tenía por la botánica. Sin embargo, siempre presumía de ello y de su afán por encontrar un trébol de cuatro hojas o un ciempiés. Eran estos sus objetivos inmediatos a los que dedicaba gran parte de las horas libres siempre con la ayuda de su cazamariposas y de una lupa muy potente también utilizada para observar su colección de sellos africanos repletos de flora y fauna. Lo de la caza del insecto podía ser verdad, pero si nos hubiese contado su interés por uno de sólo cuatro patas nadie le hubiese creído, pues debido a su casi ceguera no podía tratarse de otra cosa más que de un farol.
Don Remigio era todo un dechado de bondad y nosotros unos auténticos gamberros. ¡En el punto medio reside la virtud!, nos decía cada vez que nos pasábamos en algunas de nuestras bromas. Como aquella vez que le dejamos en el bolsillo de su chaqueta una docena de escarabajos vivos. Cuando terminó la clase fue al armario, se quitó su guardapolvo y lo reemplazó con su chaqueta. Al meter la mano derecha en el bolsillo y notar un cosquilleo inesperado apretó de inmediato los dedos. Sacó la mano mugrienta acompañada de algunas vidas que se le introducían por la bocamanga quizá buscando el calor de su axila. Todo aquello, además del asco que debió sentir por los crujidos de aquellos bichos estrujados entre sus dedos, sólo hizo que se escondiera en su despacho.
Al día siguiente, arriba de la tarima y sentado en su mesa se dispuso a comenzar la clase. Abrió el cajón central pegado a su cuerpo y salió de él, como un resorte, un gato negro con más barbas y bigotes que las que él añoraba. Su costillar, el de Don Remigio, se fue contra la pizarra de piedra natural; su silla saltó por los aires hacia el lateral de la clase; y sus gafas no se rompieron porque los culos de las botellas son muy duros. Tras recomponer su figura y no sabiendo a donde mirar nos dijo lo de siempre: ¡En el punto medio reside la virtud!
Y es que la habíamos tomado sin compasión con el bueno de Don Remigio convertido para nosotros en el blanco de toda clase de gamberradas, alimentado en nosotros porque al final terminaba diciendo que aquellas bromas tenían algo de gracia. Aunque eso sí, siempre nos salía con su eterno consejo del punto medio que si de algo servía era para no hacerle caso.
Don Remigio se jubiló un veinte de Marzo, el del inicio de la primavera. Ese mismo día teníamos en la tarima, sustituyéndole, a Don Bendito, hombre cincuentón, alto, grueso, barrigudo en el que vimos todo un indicio de bondad.
Aquella mañana, tras su propia presentación como hombre de Ciencias, quiso hacer un canto a las excelencias de la asignatura:
- De todas las Ciencias existentes, las Naturales son las más bellas y hermosas, porque están hechas con las manos directas de Dios. De Él, surgió la perfección presente en toda su Creación. Y de su mejor hacer, vosotros, mis queridos niños, sois su obra maestra.
Juanito, mi compañero de pupitre sacudió mi codo con el suyo. Ladeé mi rostro y vi en sus ojos abiertos bajo las cejas arqueadas y con la sonrisa en sus labios, el esbozo de la más siniestra de las intenciones. Mi mirada cómplice se cruzó con la suya y en su punto medio no había un ápice de virtud.
(“En el punto medio reside la virtud” es un relato que ha participado en el 14º Proyecto Anthology. Tema: El abuso)
Confieso que donde mejor me lo he pasado es en las clases de Don Remigio, el afable profesor de Ciencias Naturales quien era un auténtico inocentón. ¡En el punto medio reside la virtud!: así repetía su frase favorita para toda clase de circunstancias; incluso en la hora de sus preceptos. Él era barbilampiño, oblongo y tenía próxima su jubilación. Su presencia en la tarima siempre estaba recibida con risas y bromas entre los alumnos que asistíamos a su clase, la prolongación del recreo. Era bastante cegato, por no decir del todo y las lentes de su gafa eran cómo el culo de una botella por lo que era impensable la afición desmedida que aún tenía por la botánica. Sin embargo, siempre presumía de ello y de su afán por encontrar un trébol de cuatro hojas o un ciempiés. Eran estos sus objetivos inmediatos a los que dedicaba gran parte de las horas libres siempre con la ayuda de su cazamariposas y de una lupa muy potente también utilizada para observar su colección de sellos africanos repletos de flora y fauna. Lo de la caza del insecto podía ser verdad, pero si nos hubiese contado su interés por uno de sólo cuatro patas nadie le hubiese creído, pues debido a su casi ceguera no podía tratarse de otra cosa más que de un farol.
Don Remigio era todo un dechado de bondad y nosotros unos auténticos gamberros. ¡En el punto medio reside la virtud!, nos decía cada vez que nos pasábamos en algunas de nuestras bromas. Como aquella vez que le dejamos en el bolsillo de su chaqueta una docena de escarabajos vivos. Cuando terminó la clase fue al armario, se quitó su guardapolvo y lo reemplazó con su chaqueta. Al meter la mano derecha en el bolsillo y notar un cosquilleo inesperado apretó de inmediato los dedos. Sacó la mano mugrienta acompañada de algunas vidas que se le introducían por la bocamanga quizá buscando el calor de su axila. Todo aquello, además del asco que debió sentir por los crujidos de aquellos bichos estrujados entre sus dedos, sólo hizo que se escondiera en su despacho.
Al día siguiente, arriba de la tarima y sentado en su mesa se dispuso a comenzar la clase. Abrió el cajón central pegado a su cuerpo y salió de él, como un resorte, un gato negro con más barbas y bigotes que las que él añoraba. Su costillar, el de Don Remigio, se fue contra la pizarra de piedra natural; su silla saltó por los aires hacia el lateral de la clase; y sus gafas no se rompieron porque los culos de las botellas son muy duros. Tras recomponer su figura y no sabiendo a donde mirar nos dijo lo de siempre: ¡En el punto medio reside la virtud!
Y es que la habíamos tomado sin compasión con el bueno de Don Remigio convertido para nosotros en el blanco de toda clase de gamberradas, alimentado en nosotros porque al final terminaba diciendo que aquellas bromas tenían algo de gracia. Aunque eso sí, siempre nos salía con su eterno consejo del punto medio que si de algo servía era para no hacerle caso.
Don Remigio se jubiló un veinte de Marzo, el del inicio de la primavera. Ese mismo día teníamos en la tarima, sustituyéndole, a Don Bendito, hombre cincuentón, alto, grueso, barrigudo en el que vimos todo un indicio de bondad.
Aquella mañana, tras su propia presentación como hombre de Ciencias, quiso hacer un canto a las excelencias de la asignatura:
- De todas las Ciencias existentes, las Naturales son las más bellas y hermosas, porque están hechas con las manos directas de Dios. De Él, surgió la perfección presente en toda su Creación. Y de su mejor hacer, vosotros, mis queridos niños, sois su obra maestra.
Juanito, mi compañero de pupitre sacudió mi codo con el suyo. Ladeé mi rostro y vi en sus ojos abiertos bajo las cejas arqueadas y con la sonrisa en sus labios, el esbozo de la más siniestra de las intenciones. Mi mirada cómplice se cruzó con la suya y en su punto medio no había un ápice de virtud.
(“En el punto medio reside la virtud” es un relato que ha participado en el 14º Proyecto Anthology. Tema: El abuso)
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