De repente noté como si mi cara hubiese tomado la forma de un rectángulo cuadrado semejante al mismo que tenía enfrente, a escasos tres metros, aunque su forma panorámica le daba cierto encanto: aquel que encerraba su peligro. Estaba sentado, tumbado hacía atrás y con mis brazos descansando sobre los de un mullido sofá. Me lo vendieron como de piel de búfalo, dura pero confortable y sobre una de sus orejeras apoyaba mi cabeza, ya cansada de darle vueltas, una vez tras otra, a las siempre malas noticias del día.
En la pared colgaban cuadros de paisajes ya olvidados, quizá por haber dejado de prestarles mi atención dirigida de forma permanente hacia aquel trono de la información, como icono idolatrado. El pequeño ventanal estaba abierto, y a su través, un viento suave abanicaba la cortina y los rayos de luz se reflejaban en mi rostro ignorante por causa de un ligero sopor.
Como siempre, los mismos sonidos y con el mismo fin: el de adormecerme, pues nada nuevo ni original, ni nunca oído, salía del fondo de aquella caja de mensajes interesados que se transmiten sin cesar. Surgen siempre como envueltos en un flash, como el de una máquina digital que cuando llega a mis ojos, los ciega, y sólo el esfuerzo del rostro logra vencer su único destello, porque soy yo quien desea salir en la foto. Pero a su diferencia, aquellos, salidos del interior de un cuerpo sin alma eran constantes, y en su tenaz intermitencia, la adulterada droga servida a domicilio y sin fecha de caducidad conseguía el más audaz de sus propósitos: el de adormecerme.
Cuando me desperté, el viento frío lanzaba la cortina hacía mi rostro, y quien se movía, oscilante, era la lámpara apagada de suave quejido que junto a los demás extraños ruidos, forman los fantasmas que salen y se apoderan de la noche.
Me levanté, encendí la luz y… noté su ausencia. Una fuerte angustia corrió por todo mi cuerpo. Me tiré sobre la alfombra, encogí mis piernas y me abracé fuerte en un amasijo de dolor. Metí la cabeza sobre mis rodillas y rolando como una fiera salvaje, vomitando fuego, golpee donde pude anhelando mi destrucción.
En la pared colgaban cuadros de paisajes ya olvidados, quizá por haber dejado de prestarles mi atención dirigida de forma permanente hacia aquel trono de la información, como icono idolatrado. El pequeño ventanal estaba abierto, y a su través, un viento suave abanicaba la cortina y los rayos de luz se reflejaban en mi rostro ignorante por causa de un ligero sopor.
Como siempre, los mismos sonidos y con el mismo fin: el de adormecerme, pues nada nuevo ni original, ni nunca oído, salía del fondo de aquella caja de mensajes interesados que se transmiten sin cesar. Surgen siempre como envueltos en un flash, como el de una máquina digital que cuando llega a mis ojos, los ciega, y sólo el esfuerzo del rostro logra vencer su único destello, porque soy yo quien desea salir en la foto. Pero a su diferencia, aquellos, salidos del interior de un cuerpo sin alma eran constantes, y en su tenaz intermitencia, la adulterada droga servida a domicilio y sin fecha de caducidad conseguía el más audaz de sus propósitos: el de adormecerme.
Cuando me desperté, el viento frío lanzaba la cortina hacía mi rostro, y quien se movía, oscilante, era la lámpara apagada de suave quejido que junto a los demás extraños ruidos, forman los fantasmas que salen y se apoderan de la noche.
Me levanté, encendí la luz y… noté su ausencia. Una fuerte angustia corrió por todo mi cuerpo. Me tiré sobre la alfombra, encogí mis piernas y me abracé fuerte en un amasijo de dolor. Metí la cabeza sobre mis rodillas y rolando como una fiera salvaje, vomitando fuego, golpee donde pude anhelando mi destrucción.
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