Previo al amplio Salón de la Caleta y en la lujosa recepción del Hotel Atlántico de Cádiz –Parador Nacional- tuvo su inicio un acto cuyo significado y alcance, convertido en sueño dorado, adquiere un valor incalculable, pero, que al mismo tiempo, se convierte en una quimera por lo irrealizable.
En aquel lugar de encuentro, lujoso y muy acertadamente decorado en sus paredes con una pinacoteca en la que destacaban los navíos españoles, ingleses, franceses, contendientes en la batalla de Trafalgar, librada en las aguas próximas a donde nos encontrábamos, nos fuimos congregando siendo gratamente acogidos con un desfile inacabable de manteladas bandejas donde el fino y el adobo de cazón se convertían en la mejor credencial al acto que poco después daría su comienzo.
Se abrieron las puertas, y la primera mirada fue hacia el techo alcachofado del que pendían las estrellas tartésicas de ocho puntas, el símbolo más emblemático de la Andalucía desde los tiempos más remotos de una vieja colonización tan penosamente olvidada como por desgracia desconocida para tantos. Veinte pilastras sustentan lateralmente su techo y de forma austera están decoradas con sencillas lámparas engalanadas para la ocasión con graciosas mascaras venecianas.
La luminosidad la ofrecían doce grandes lámparas -¿doce tribus de Israel?- de tres pisos concéntricos descolgados por cilindros sencillos y bellos. El escenario, no muy grande, el necesario, de cortinado elegante, mostraba esparcidas en sus telas caretas carnavalescas bajo un friso de focos que esperaban la ocasión de encenderse.
Todos los presentes habíamos tomado el asiento asignado y para el comienzo del acto faltaban breves momentos.
Y desde el indio apache de cabellos negros y lacios sobre sus hombros, del corsario con sable pero sin daga, del guerrillero rondeño, del emperador corso de mirada engreída, del soldado romano de paso lento pero a saltitos, del flácido bereber, del sultán bañado en oro, del chulo de chamberi, del hebreo taciturno, de las chinitas del si si si, del griego reflexivo, de la danzarina generosa, del niño torero de requiebros constantes, de los diseños abracadabrantes de Agata Ruiz de la Prada, de la monja zorrillesca, del mafioso de sainete, de la dama versallesca, del mejicano corrido, del afrancesado, del castrense, del inquisidor, del truhán risueño, del monje franciscano, del espadachín con embozo, de la ninfa con ricas sedas y del santo evangelista, como hasta el monarca del viejo régimen y algunos más, escondidos estos por los largos y estrechos pasillos del gran Salón de la Caleta: si no era aquello la deseada “alianza de las civilizaciones”, sí se puede afirmar que se le parecía bastante. Por lo menos en el intento de compartir juntos una velada gozando de las chirigotas y de las comparsas que nos unía a todos: a los del disfraz del carnaval, junto a los del disfraz de todos los días, ese de traje y corbata.
El Carnaval de Cádiz tiene un sello especial que lo hace diferente a todos los demás que se celebran en estos días del año en todo el mundo mundial. La chirigota, su mejor exponente, sencilla, lenta, de voz baja, creada por unos labios generosos que se esfuerzan para ser entendidos por todos, es un sainete que desde su crítica más aguda e inocente llega hasta la denuncia social irrebatible por su rotunda claridad.
La “tacita de plata” acoge por su retícula urbana ríos de gente en busca no sólo de la gracia gaditana, sino también del fino y la tortillita de camarón cuyo deleite entre sus calles alcanza altas cotas de sublimidad imposible de alcanzar en cualquier otro lugar fuera de estas fiestas del Carnaval.
Cádiz, que si pequeña es mucho Cádiz, sigue conservando en su casco histórico todo el esplendor de su siglo de oro, el XVIII, cuando la conveniencia de su puerto hizo que se trasladara desde Sevilla la Casa de la Contratación y se convirtiera en la base del comercio ultramarino. Fueron momentos de esplendor, como se demuestra en la actualidad, que con una sola mirada el siglo de la ilustración aflora por su contorno abierto al mar, o por cualquiera de su rincones, donde observando la riqueza de sus fachadas, afortunadamente conservadas, queda bien patente la huella de una sociedad burguesa, liberal y revolucionaria, como también constitucional, que le dio gran fama y renombre.
La ciudad mantuvo el monopolio con las Indias hasta finales del siglo, cuando Carlos III lo extendió a otros puertos españoles. Pese a ello, siguió siendo una ciudad próspera y trascendental en el devenir histórico de España, baluarte importantísimo contra la afrenta de un emperador cuya caricatura simpática y rechoncha apareció por una horas en el amplio “salón de la Caleta”, con motivo de una representación teatral, alianza de civilizaciones, que de seguro seguirá celebrándose año tras año en la bella, simpática, docente, orgullosa de su historia de más de 3000 años, libre de complejos, española y muy culta; como lo demuestran algunas de sus chirigotas, mucho más sabias y henchidas del más docto sabor popular, que tantos otros panfletos sueltos que vuelan indecorosos por algún que otro claustro seudocultural, semejantes a las hojas yermas del otoño.
Cádiz, en sus carnavales, en la estrechez de sus calles atiborradas de gracia, es otra ciudad: Lo que no es óbice para contemplarla desde arriba, a través de su “cámara oscura”, la primera de España, donde se proyecta en tiempo real la imagen de la ciudad, como espía de todo lo que en ella acontece en ese mismo instante. Sobre una pantalla cóncava y blanca, un espejo y unas lentes de aumento invitan a la más fiel interpretación de la ciudad de Cádiz, cual tacita de un solo brazo rodeada por un mar de plata.
La “cámara oscura” está ubicada en lo alto de la Torre de Tavira, situada en el centro de la ciudad y siendo la más emblemática de todas las torres miradores como testigos del esplendor que gozaba la ciudad en el siglo XVIII. El más alto mirador formaba parte de un palacio y debe su nombre a su primer vigía: Don Antonio Tavira. Otras ciento veinticuatro torres miradores esparcidas por toda la ciudad son las que quedan de las más de doscientas que se utilizaban para contemplar la mar a la espera de los barcos que navegaban hacia el más importante puerto español de aquel siglo. El que tanta prosperidad y riqueza dio a la ciudad gaditana. Algunos de sus miradores resultan invisibles desde sus estrechas calles y sólo son reconocibles desde lo alto de otras torres como sucede con “la escondida”, desconocida para muchos. La singularidad de todas ellas reside en sus cuatro tipos característicos: torre de garita, torre de sillón, torre de terraza y torre de sillón y garita, según la forma que adopten.
Lo que resulta imposible es despreciar el pescaito frito de la gastronomía gaditana y en el Parador Atlántico, junto a las tranquilas aguas de unos días esplendidos, resulta una tentación imposible de evitar. O la de visitar el Restaurante el Faro, de obligada presencia, donde descansar y reponer las fuerzas son placeres irrenunciables que siempre invitan a una próxima visita.
La chirigota, la comparsa, el coro y el cuarteto dan vida a los Carnavales de Cádiz. La gracia innata gaditana los alimenta, y la belleza de la tacita de plata pone el resto. Todo ello junto, configura un viaje lúdico cultural muy difícil de olvidar. Menos mal que la gracia del “phisa” es inagotable y siempre habrá una nueva ocasión para volver a la fiesta del Carnaval.
En aquel lugar de encuentro, lujoso y muy acertadamente decorado en sus paredes con una pinacoteca en la que destacaban los navíos españoles, ingleses, franceses, contendientes en la batalla de Trafalgar, librada en las aguas próximas a donde nos encontrábamos, nos fuimos congregando siendo gratamente acogidos con un desfile inacabable de manteladas bandejas donde el fino y el adobo de cazón se convertían en la mejor credencial al acto que poco después daría su comienzo.
Se abrieron las puertas, y la primera mirada fue hacia el techo alcachofado del que pendían las estrellas tartésicas de ocho puntas, el símbolo más emblemático de la Andalucía desde los tiempos más remotos de una vieja colonización tan penosamente olvidada como por desgracia desconocida para tantos. Veinte pilastras sustentan lateralmente su techo y de forma austera están decoradas con sencillas lámparas engalanadas para la ocasión con graciosas mascaras venecianas.
La luminosidad la ofrecían doce grandes lámparas -¿doce tribus de Israel?- de tres pisos concéntricos descolgados por cilindros sencillos y bellos. El escenario, no muy grande, el necesario, de cortinado elegante, mostraba esparcidas en sus telas caretas carnavalescas bajo un friso de focos que esperaban la ocasión de encenderse.
Todos los presentes habíamos tomado el asiento asignado y para el comienzo del acto faltaban breves momentos.
Y desde el indio apache de cabellos negros y lacios sobre sus hombros, del corsario con sable pero sin daga, del guerrillero rondeño, del emperador corso de mirada engreída, del soldado romano de paso lento pero a saltitos, del flácido bereber, del sultán bañado en oro, del chulo de chamberi, del hebreo taciturno, de las chinitas del si si si, del griego reflexivo, de la danzarina generosa, del niño torero de requiebros constantes, de los diseños abracadabrantes de Agata Ruiz de la Prada, de la monja zorrillesca, del mafioso de sainete, de la dama versallesca, del mejicano corrido, del afrancesado, del castrense, del inquisidor, del truhán risueño, del monje franciscano, del espadachín con embozo, de la ninfa con ricas sedas y del santo evangelista, como hasta el monarca del viejo régimen y algunos más, escondidos estos por los largos y estrechos pasillos del gran Salón de la Caleta: si no era aquello la deseada “alianza de las civilizaciones”, sí se puede afirmar que se le parecía bastante. Por lo menos en el intento de compartir juntos una velada gozando de las chirigotas y de las comparsas que nos unía a todos: a los del disfraz del carnaval, junto a los del disfraz de todos los días, ese de traje y corbata.
El Carnaval de Cádiz tiene un sello especial que lo hace diferente a todos los demás que se celebran en estos días del año en todo el mundo mundial. La chirigota, su mejor exponente, sencilla, lenta, de voz baja, creada por unos labios generosos que se esfuerzan para ser entendidos por todos, es un sainete que desde su crítica más aguda e inocente llega hasta la denuncia social irrebatible por su rotunda claridad.
La “tacita de plata” acoge por su retícula urbana ríos de gente en busca no sólo de la gracia gaditana, sino también del fino y la tortillita de camarón cuyo deleite entre sus calles alcanza altas cotas de sublimidad imposible de alcanzar en cualquier otro lugar fuera de estas fiestas del Carnaval.
Cádiz, que si pequeña es mucho Cádiz, sigue conservando en su casco histórico todo el esplendor de su siglo de oro, el XVIII, cuando la conveniencia de su puerto hizo que se trasladara desde Sevilla la Casa de la Contratación y se convirtiera en la base del comercio ultramarino. Fueron momentos de esplendor, como se demuestra en la actualidad, que con una sola mirada el siglo de la ilustración aflora por su contorno abierto al mar, o por cualquiera de su rincones, donde observando la riqueza de sus fachadas, afortunadamente conservadas, queda bien patente la huella de una sociedad burguesa, liberal y revolucionaria, como también constitucional, que le dio gran fama y renombre.
La ciudad mantuvo el monopolio con las Indias hasta finales del siglo, cuando Carlos III lo extendió a otros puertos españoles. Pese a ello, siguió siendo una ciudad próspera y trascendental en el devenir histórico de España, baluarte importantísimo contra la afrenta de un emperador cuya caricatura simpática y rechoncha apareció por una horas en el amplio “salón de la Caleta”, con motivo de una representación teatral, alianza de civilizaciones, que de seguro seguirá celebrándose año tras año en la bella, simpática, docente, orgullosa de su historia de más de 3000 años, libre de complejos, española y muy culta; como lo demuestran algunas de sus chirigotas, mucho más sabias y henchidas del más docto sabor popular, que tantos otros panfletos sueltos que vuelan indecorosos por algún que otro claustro seudocultural, semejantes a las hojas yermas del otoño.
Cádiz, en sus carnavales, en la estrechez de sus calles atiborradas de gracia, es otra ciudad: Lo que no es óbice para contemplarla desde arriba, a través de su “cámara oscura”, la primera de España, donde se proyecta en tiempo real la imagen de la ciudad, como espía de todo lo que en ella acontece en ese mismo instante. Sobre una pantalla cóncava y blanca, un espejo y unas lentes de aumento invitan a la más fiel interpretación de la ciudad de Cádiz, cual tacita de un solo brazo rodeada por un mar de plata.
La “cámara oscura” está ubicada en lo alto de la Torre de Tavira, situada en el centro de la ciudad y siendo la más emblemática de todas las torres miradores como testigos del esplendor que gozaba la ciudad en el siglo XVIII. El más alto mirador formaba parte de un palacio y debe su nombre a su primer vigía: Don Antonio Tavira. Otras ciento veinticuatro torres miradores esparcidas por toda la ciudad son las que quedan de las más de doscientas que se utilizaban para contemplar la mar a la espera de los barcos que navegaban hacia el más importante puerto español de aquel siglo. El que tanta prosperidad y riqueza dio a la ciudad gaditana. Algunos de sus miradores resultan invisibles desde sus estrechas calles y sólo son reconocibles desde lo alto de otras torres como sucede con “la escondida”, desconocida para muchos. La singularidad de todas ellas reside en sus cuatro tipos característicos: torre de garita, torre de sillón, torre de terraza y torre de sillón y garita, según la forma que adopten.
Lo que resulta imposible es despreciar el pescaito frito de la gastronomía gaditana y en el Parador Atlántico, junto a las tranquilas aguas de unos días esplendidos, resulta una tentación imposible de evitar. O la de visitar el Restaurante el Faro, de obligada presencia, donde descansar y reponer las fuerzas son placeres irrenunciables que siempre invitan a una próxima visita.
La chirigota, la comparsa, el coro y el cuarteto dan vida a los Carnavales de Cádiz. La gracia innata gaditana los alimenta, y la belleza de la tacita de plata pone el resto. Todo ello junto, configura un viaje lúdico cultural muy difícil de olvidar. Menos mal que la gracia del “phisa” es inagotable y siempre habrá una nueva ocasión para volver a la fiesta del Carnaval.
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