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20 septiembre 2009

LA HISTORIA DE JUAN MARRAJO

jUAN MARRAJO

EL VALLE DE LA RUINDAD

Cuando Juan Marrajo quiso ver el Sol creyó que estaba ciego. Gritó, pero sus voces, sin rendijas por donde escapar se incrustaban en sus oídos. Una enloquecida presión estallaba en sus venas y con las uñas hurgaba sus carnes alimentando su furia. Aquel espacio era tan reducido que ya no tenía sitio donde alojar el aliento. Inició su particular lucha contra la muerte dispuesto a vencer aquel encierro.

En su intento de fuga se descarnó el rostro y rompió sus rótulas golpeando el bajo techo. Sus ojos, encharcados de sangre, intentaron abrirse paso ante la oscuridad, pero sólo lograron el intento de escapar de sus órbitas. Llevó sus manos hasta la cara destrozándose así mismo. Despegó sus carrillos de los pómulos, arañó sus párpados y por su rostro se deslizaron los ojos extirpados de sus cuencas. Uno de ellos desembocó en su boca y abriéndola con sus alaridos, lo engulló.

Si la lluvia mueve la losa y el viento tumba los árboles, aquella furia abrió las entrañas de la tierra y su despojo se arrastró por un campo de almas, alumbrado por los fuegos fatuos del camposanto y guiado por su olfato.

Un caballo alado lo aupó a su grupa y lo trasladó al Valle de la Ruindad posándolo sobre un lugar yermo en el que el único signo de vida que se detectaba era la Fuente de la Avaricia.

Quiso saciar en ella su sed, pero le resultó imposible. Con sus manos, tensas e inútiles, quiso aliviar sus llagas, pero fracasó en su intento. Al poco tiempo recibió la visita de unos buitres que, atentos al forastero, quisieron saciarse con él. Luchó contra ellos y con mucho esfuerzo consiguió huir.

En la huida chocó contra una roca ardiente al pie de la Montaña de la Vanidad. Sus manos, abrasándose, se adhirieron a la pared y al instante sintió el hedor de la carne quemada. Tiró con fuerza para soltarse y dando un traspié cayó a un pozo sobre unos cuerpos infames y de los que se escuchaban, ya entre ellos, los quejidos del terror.

Trató de conversar con aquella mugre utilizando un lenguaje de lamentos, pero nada averiguó. Entonces imaginó que eran todos unos miserables que debían de haber llegado a aquel hoyo desde un mundo de ambición en el que purgaban sus pecados de la avaricia. Se consideró igual a ellos, pues no encontró diferencia en el aspecto, tanto en asquerosidad como en mutilaciones la similitud con todos era evidente. Hedían, y luchaban furiosos buscando su libertad, pero se ignoraban sin saber lo que hacían ni por qué estaban allí. Entonces sintió pena por ellos, por su manifiesta ignorancia y trató de ayudarles instándoles a la búsqueda de sus almas, las que les liberara de aquel pavor y les sirviera para ubicarse en algún lugar del mundo donde encontraran su identidad.

Semejantes en todos ellos era la posición y estado de sus manos, de dedos estirados, en actitud mendigante y quizá destrozadas por la codicia. Ignoraba si compartían con él su único deseo, el que por su simpleza jamás había anhelado: gozar con un pequeño sorbo de agua junto a un trozo de pan duro. Sin embargo, estaban hambrientos alimentándose con su propia sangre igual que lo hubiera hecho un animal.

Saciaron el apetito y tirando todos, unos de otros, salieron de aquel pozo. La noche era fría y el silencio se rompía con sus rugidos. Juntos, caminaron lentamente hacia un pequeño poblado, guiados por la referencia de unos ladridos. A su encuentro, salió la jauría encolerizada, a cuyo aviso, escopetas en mano, acudieron las gentes del poblado. Resultó un fuego inútil, pues cuanto más plomo recibían en sus entrañas, mayor era el deseo de pervivencia de aquella turba. Entonces comprendió que eran muertos vivientes, los cuales, como siempre, caminaban sin brújula ni destino, como anhelando que algo o alguien les ayudase a comprender.

Caminó escondido entre ellos, lo que le salvó de los disparos. Sintió terror por todo lo que le rodeaba: por aquel grupo desnortado, por las dentelladas de los perros y por los plomos que abrían en su rostro furiosos regueros de sangre.

Aquel suplicio se convirtió en sosiego cuando un impacto se estrelló en su pecho cayendo sobre el fango. Alcanzó la paz al verse en un túnel ante un haz de luz blanca que le deslumbró.

Cuando recibí aquella llamada, acudí de inmediato a Urgencias. Juan Marrajo, mi mejor amigo, había sido ingresado en el hospital por un infarto. Estuve veinticuatro horas a su lado y cuando despertó me pidió un sorbo de agua. Me dijo que necesitaba humedecer su boca y que deseaba confesión.

EL RETORNO

Juan Marrajo me pidió confesión además de un sorbo de agua. Pero no era a Dios sólo a quien temía. Toda aquella ensoñación había sido real, y él, su protagonista en primer plano. En su cuerpo, manchas de seca sangre se esparcían como evidencia de haber participado en un aquelarre cuyas fantasmagóricas imágenes recordaba de muy pocas horas.

Ya llegada la medianoche, cuando la oscuridad reinaba en el viejo hospital al que había llegado víctima de un infarto, Juan Marrajo abandonó su habitación tanteando por las paredes de la planta baja hasta dar con una puerta de la que tras girar su pomo salió a un jardín. Muy cercana había una ermita con el reflejo de la luna sobre su ábside, cubierto de musgo bajo un tul de hiedra que lo vestía. Y junto a la ermita, un camposanto con losas negruzcas bajo las sombras de los cipreses que como agujas en ristre mecían sus puntas. Del hueco de la espadaña colgaba un murciélago cerrado de alas, como si fuera un badajo a la espera de una señal fúnebre que levantara su vuelo.

Una fosa abierta a la negrura y de la que salía un vaho denso y plomizo, captó la atención de Juan, y más, al sentirlo nada extraño, duda que de inmediato resolvió al acercarse a su boca de la que surgía un hedor registrado en su mente, tal horrible vivencia de hacía escasas horas.

Era una fosa no muy profunda y con una escalera de hierro sujeta a uno de los lados y descolgada al fondo de lo que parecía ser un panteón, descansando sobre un montículo de tierra prensada. Quiso huir de tan lúgubre lugar, pero al dar un último vistazo trastabilló. Cayó dentro de la tumba asiéndose a uno de los barrotes, del que resbalaron sus manos estrellándose contra el suelo, al tiempo que la escalera oscilante caía sobre su cuerpo produciendo un chasquido que retumbó en las paredes y un dolor en su cuerpo rendido al espanto.

Un pajarraco alzó su vuelo escapando por el claror que desde el fondo semejaba un rectángulo de estaño.

Se dio cuenta entonces de cuatro pasadizos, y solo en uno, en el de su izquierda, una tenue luz al fondo mostraba el camino más fiable. Era, al menos, la única salida posible en la confianza añadida del viento que desde aquel pasillo surgía aliviando su rostro.

Avanzó por él tres pasos y al fijar su pie en el siguiente cedió el suelo. Una boca rugiente lo engulló cayendo sobre una mugre harapienta de cuerpos retorcidos de los que salían manos de cuyos dedos descarnados colgaban lenguas de carne. Todo en medio de una atmósfera de vahídos, débil, pero de una pestilencia tal, que el aire allí existente era igual de pegajoso que la masa humana, que si de incontables cabezas, más parecía que sus cuerpos formaran uno solo. Decenas de lamentos, brazos hambrientos, dedos ansiosos, cabezas de huecas órbitas, todo un amasijo de cuerpos entre colgajos de carne en las paredes, cual pinacoteca dantesca propia de un surrealismo infernal en la que con cuajos de sangre signaban sus autores. El recuerdo del Valle de la Ruindad le vino a su mente y el desagüe de sus desechos moría en aquella sima.

Y como preso por una tela de araña quedó victima de aquellas fauces que empezaron a devorarle sintiendo el aguijón de los dientes en sus huesos y el desgarro de su carne de la que tiraban insaciables. Perdió sus extremidades mordisqueado su cuerpo, descarnaron sus huesos, sus vísceras se perdían en el cieno y muy lentamente iba desapareciendo lo poco que de él quedaba. Tan solo su corazón y su mente, junto a su alma, resistían tenaces aquella orgía. Incapaz de huir de aquel amasijo su única pregunta era quién cedería primero, si su pensamiento o su corazón.

Esta era su única convicción y de ella surgía su fortaleza. Mientras quedaran ambos, la esperanza en la vida era el único madero al que sujetarse en aquel mar nauseabundo. Con su garganta destrozada entre borbotones de sangre que se diluían en aquellos seres horribles, mentó desde su alma llamando a la vida. Fuerza que dictada por su cerebro conectaba al corazón, pero que nadie oía porque el altavoz de su boca era ya inexistente.

Pero fue tal la creencia llamando a Dios, que sintió cómo su alma, siempre viva, volaba de la nada para unirse a su cuerpo navegando al exterior.

Y caminó victorioso hacia la ermita donde al levantar la mirada a la espadaña vio esta vez su campana de bronce cuyos resquicios daban paso al Sol secando el musgo en la mañana. Mientras tanto, las hojas de hiedra tomaban baños de oro y un tañido de gloria anunciaba la fiesta del domingo que a la hora del mediodía se iba celebrar.

(La historia de Juan Marrajo ha participado en el 1º Proyecto Anthology con el título “El Valle de la Ruindad” y continuó en 48º Proyecto Anthology con “El retorno”: Temas ambos: Los zombis.)

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