De mi viaje a Estambul y visita al Kapali Carsi, uno de los
mercados más célebres del mundo -que en su recorrido resulta ser algo así como un tornillo sin
fin, un laberinto de sensaciones inimaginables- popularmente conocido como el
Gran Bazar, me traje, entre otros recuerdos, un talismán u ojo de
la suerte que guardo en mi casa. Me traje dos. Uno, el que les muestro, lo
tengo colgado en la pared que observo con frecuencia, dicho sea: sin hacerle caso, a lo que, sin embargo, me veo obligado cuando
estoy ante el teclado de mi ordenador. El otro, en un estante de obra situado en el recibidor de
mi casa dirigido hacia la puerta, a la que vigila. Con ésta intención lo puse en
su día.
Hace catorce años de aquel viaje. Desde entonces me
acompañan ambos “ojos turcos” sin que en todo este ya largo tiempo les hubiese hecho
caso.
Hoy he bajado a por el pan. A pocos pasos de mi casa,
horno cercano, como suelen estar todas las panaderías. Lo primero, echar la
basura al contenedor. Y tras levantar una mirada a los balcones aún cerrados y
por mi calle, ausente de gente, inicié el trayecto.
Media docena de personas esperaban su turno, así que en muy
poco tiempo he logrado mi ración para al menos dos días, al tiempo que me veía
seguro con mi mascarilla y guantes como protección recomendada que se
completaba con el distanciamiento exigido.
Curioso, avanzas por la calle y
cuando ves algún vecino que se acerca, inicias un distanciamiento automático
que, por lo que nos dicen, evita la posibilidad de contagio.
Este acto de huida personal resulta más complicado en el
interior del supermercado donde al desplazarte por los pasillos para tu
provisión alimenticia, otras personas hacen lo mismo, lo que ocasiona incluso
algún mutuo rozamiento que te hace divagar sobre la peligrosidad de ese “territorio
comanche” que terminas de invadir, por más que las precauciones que te exigen a la entrada, sean como un salvoconducto que hace me sienta más seguro ante la
adversidad.
He regresado a casa, donde el sencillo pulverizador a base
de agua y su correspondiente ración de lejía dispuesto en lugar estratégico me
librará de todo posible mal.
Y con todo, mis amigos “ojos turcos” que tenía olvidados,
pero no en estos días, siguen vigilantes y atentos a mi custodia. Y por lo que me
cierne, además del recurso a los consejos televisivos, su presencia hace que se avive en mi la
esperanza que cumplan con su misión de evitar la entrada a mi domicilio de esta
especie de pesadilla que nos confina en casa cuando vamos próximos a cumplir
sus cuarenta días y sus cuarenta noches. Cuestión de fe, siempre tan necesaria.
En ellos confío. Como Santa Bárbara, cuando truena.
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