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11 junio 2007

MI TIO LUISO Y LA LEANDRA


Cuando la mamá de Aniceto Rojitas lo lanzó al mundo tuvo que hacer un gran esfuerzo y, como es natural, se quedó agotada bajo el foco de luz ante los ojos atónitos del papá, quien también era primerizo. La comadrona, ya lustroso el niño y liberado de su amarra, lo mostró a la madre que se iba recuperando de su debilidad, al tiempo que le daba unas ligeras palmaditas al culito de melocotón, cuando Aniceto aún no había dicho ni muy. Fue el momento en que Adelino el padre del niño; Nicomedes la parturienta; junto al doctor y la causante del suave azote, vieron en la cara de Aniceto una suave sonrisita mientras le caía la babita.

La mamá de Aniceto, además de sosa, tenía un ligero tic en los brazos, algo intermitente, aunque a veces se aceleraba. Sobre todo en los momentos de intimidad con su esposo, tan refinado como sibarita, al que tanto le agradaba el extraño movimiento (una especie de alfabeto Morse) que arruinó la carrera de Nicomedes dedicada al punto de media, a la que se creía predestinada. Fue por lo que no tuvo más remedio que meterse de costurera.

Ver a su bebé Rojitas en la cuna, dulce y feliz como una flor de azahar, era un encanto, y cuando los caquitas le alertaban, iba rauda a cambiarle los pañales, atenta siempre a soltar de aquel culito algún que otro imperdible que sin querer le había dejado clavado, y sin que por ello el rollizo niño llorase. Al estar boca arriba, la baba no se le caía, pero estaba juguetón y con su sonrisa de siempre.

Aniceto engordó, creció y fue adquiriendo carácter. En especial, gracias a su madre, algo torpe, que le llenaba el cuerpo de cardenales cada vez que le hacía un trajecito afanándose con la sisa. Cuando murieron sus padres en el corto espacio de un mes, tenía ya cumplidos los trece años. Quedó solo en el mundo y se compró un flagelo; semejante al que había visto de un primo hermano, seminarista, con el único lamento de no haber heredado el tic de su mamá que hubiera evitado la monotonía a sus ejercicios nocturnos.

Lo de ganarás el pan con el sudor de tu frente no le motivaba en demasía, pero cuando se puso a trabajar en un pueblo cercano, en la fragua de su tío Luiso, hombre pío y de gran fe cristiana, las estrellitas candentes chocaban en su pecho y brazos desnudos, lo que le producía un placer oculto y llevadero. Su tío lo miraba con recelo y pedía a los Santos y a Dios que tuvieran piedad con él, al que creía imbuido de un gran espíritu de sacrificio y contrición. Pasados unos años y temeroso de alguna desgracia, su tío lo dejó en el paro y nada más quiso saber de él.

Se casó ya machucho, con treinta y seis años, y lo hizo con una tahonera de brazos robustos, dedos gordos y muñecas de una gran consistencia; y se hizo repartidor de pan. En la luna de miel, Leandra, con deseos de agradar, se le ofreció para un masaje erótico. Al rato, como Aniceto le iba pidiendo una mayor presión, se lo hizo con tanto entusiasmo que todo el cuerpo de Rojitas parecía haber sufrido una insolación de tercer grado.

Cuando Aniceto cumplió cincuenta años, jamás había leído un libro, no tenia conciencia social y no sabía lo que era el sado. Disfrutaba a diario con la tahonera, que en lugar de cremas lo enharinaba para que sus manos navegaran más ligeras. Pero cuando más disfrutaba Aniceto, era con los pellizcos y retorcijones de Leandra que, transformada en su entusiasmo, se creía laborando encima de un obrador. Un día, sin darse cuenta, le pasó por la espalda el rodillo de marcar que llevaba en el delantal, y Aniceto, en aquel mismo instante tuvo una erección. Aquello, alarmado y voluptuoso, representó un giro sustancial en su existencia.

Por cosas extrañas de la vida, pues no era creyente, se creyó en pecado y acudió al confesionario:

- Lo tuyo es sadomasoquismo, hijo. Dile a Leandra que vaya con más cuidado. ¡Y ven más por esta casa, que la tienes muy olvidada!

Aniceto se fue a la Biblioteca, consultó un diccionario y aconsejado por el Conserje, amigo suyo y además de su quinta, salió con la sección de anuncios de un periódico local escondida en su pecho.

Tumbado en el desván dirigió su mirada hacía los eróticos. El que más le llamó la atención fue al ver “El Coyote” con un látigo en la mano, pero sin caballo. Estaba de medio cuerpo con la chaqueta abierta, y a pesar de lucir un largo bigote enseñaba los enormes pechos de una mujer. No lo dudo un instante: cogió el móvil y lo citaron para las cinco de aquella misma tarde. Cuando entró en el salón lleno de artilugios, y vio cadenas, grilletes, mazos, dos yelmos, unas cuantas fustas y una rueda de carro sujeta a la pared, le vino a la mente la fragua de su tío Luiso. Una polea al techo de la que discurría una cadena, le recordó los tiempos en que las estrellitas candentes chocaban contra él. Y en un rincón del salón había un biombo, seguramente chino o japonés.

La mujer Coyote no le dio opción, lo ató de pies y manos y cogido de un arnés, a través de la polea, lo subió hasta el techo. Con voz dominante le bajó los pantalones y fue cuando Aniceto le preguntó que qué le iba a hacer.

El ama le exigió silencio, y lo desnudó del todo mientras le frotaba con alcohol de muchos grados dejándole limpio y aseado para la sesión al tiempo que le dio unas ligeras palmaditas en el culete. Y fue en ese instante cuando la mujer Coyote vio una suave sonrisa en la cara de Aniceto mientras le caía la babita.



(“Mi tío Luiso y la Leandra” es un relato que ha participado en el 18º Proyecto Anthology. Tema: Sadomasoquismo)

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