La tarde era insufrible, densa. El sol caía implacable sobre el parque y aplatanaba hasta las sombras por las que no pasaba ni un zagal. En el centro del estanque un chorro de agua se abría como un paraguas viejo, y en el silencio, los pájaros miraban su chapoteo como un concierto intermitente, cansino y vulgar.
Yo iba por una acera seca y silenciosa de la que salía fuego, pegada junto al largo muro al regreso de la guardería. Mientras mi niño Juan sonreía encunado en mis brazos, mis dos gemelos con una de sus manos tiraban de mi falda mientras que con la suelta se enzarzaban dándose coscorrones uno contra el otro.
- Si es que no puedo más –me decía a todas horas- esto es insoportable, mi marido, que madruga mucho, se va a la fábrica y no vuelve hasta el anochecer dejándome sola con los tres niños que se pasan todo el día con preguntas que me veo y deseo para poder darles respuesta. ¡Me vuelven loca! Mamá esto, mamá aquello, y esto por qué, y…qué es aquello. El pequeño Juan tiene tres años y los gemelos, cuatro. Todo, todo quieren saberlo, y en mi atolondramiento no sé que decirles.
Cuando por las mañanas dejo a mis hijos en la guardería gozo de un gran descanso, a pesar de que en mi trabajo tengo que aguantar al imbécil de mi jefe; pero… sólo hasta la media tarde. Porque llegada esa hora, otra vez, mis tres hijos, con las preguntas de siempre, pero con más intensidad, y… ya estoy harta. Cuando Juan llega a casa por la noche, en el momento que tengo que acostar a los niños porque ya es tarde, quiere la cena puesta y juega con ellos lo justo para darles un beso. Y si algo complicado le preguntan, les remite a su madre. Y yo: como una tonta, ¡a ver qué les digo!
¿Siempre será así? ¿Cuántos años? Dos más, o cinco, o diez. ¡Vaya futuro! Pensaba en ello y me sentía atemorizada. Pero llegará el día del abandono, -me decía algo triste- el que me dejen tranquila, y un remanso de paz será el premio a tanto esfuerzo. ¡Soñaba tanto en ello! Quizá no sabía lo que me decía. ¿O si? Váyase a saber.
Han pasado ya demasiados años de todo aquello. Aquel futuro anhelante es ahora mi presente. Y mi antiguo temor es como una chaqueta al revés, de forro destartalado, pegajoso, lleno de miedos, que sigue siendo la prenda de siempre. Porque aquellas preguntas sin respuesta siguen en sobres lacrados con sellos fuera de uso y sin buzón donde depositarse. La tercera dimensión siempre virtual es cierta, como lo son los tiempos: pasado, presente y futuro que se alimentan de un mismo plato uno tras otro. Es como una semilla que engorda, y una vez convertida en fruto, vuelve a ser la misma simiente condicionada a quien la eligió, la mimó, la plantó y la educó.
Solita me los crié, sin ayuda de nadie –me decía algo triste- mi marido siempre fuera y yo haciéndome mayor, engañando a mis canas, y sonriendo a mis arrugas porque aunque poco, algo he aprendido. Ahora de abuela, con mis rotos años a cuesta y mis achaques, el calvario del colegio sigue siendo el mismo todos los días pero multiplicado por tres, con decimales añadidos convertidos en enteros. Las mismas preguntas de antaño salen de las bocas de los hijos de mis hijos. El calor sigue denso pero más intenso, dicen que es por el cambio climático, pero… ¡qué más da!, si siempre es lo mismo.
El estanque seco ya ni de paraguas sirve. La acera permanece intacta pero ya no es plana, ahora más parecen cuestas. Sólo mis gritos se escuchan a lo largo del camino y nadie me hace caso. ¡Si al menos tiraran de mis faldas!
(“Siempre lo mismo” es un relato que ha participado en el 19º Proyecto Anthology. Tema: El futuro)
Yo iba por una acera seca y silenciosa de la que salía fuego, pegada junto al largo muro al regreso de la guardería. Mientras mi niño Juan sonreía encunado en mis brazos, mis dos gemelos con una de sus manos tiraban de mi falda mientras que con la suelta se enzarzaban dándose coscorrones uno contra el otro.
- Si es que no puedo más –me decía a todas horas- esto es insoportable, mi marido, que madruga mucho, se va a la fábrica y no vuelve hasta el anochecer dejándome sola con los tres niños que se pasan todo el día con preguntas que me veo y deseo para poder darles respuesta. ¡Me vuelven loca! Mamá esto, mamá aquello, y esto por qué, y…qué es aquello. El pequeño Juan tiene tres años y los gemelos, cuatro. Todo, todo quieren saberlo, y en mi atolondramiento no sé que decirles.
Cuando por las mañanas dejo a mis hijos en la guardería gozo de un gran descanso, a pesar de que en mi trabajo tengo que aguantar al imbécil de mi jefe; pero… sólo hasta la media tarde. Porque llegada esa hora, otra vez, mis tres hijos, con las preguntas de siempre, pero con más intensidad, y… ya estoy harta. Cuando Juan llega a casa por la noche, en el momento que tengo que acostar a los niños porque ya es tarde, quiere la cena puesta y juega con ellos lo justo para darles un beso. Y si algo complicado le preguntan, les remite a su madre. Y yo: como una tonta, ¡a ver qué les digo!
¿Siempre será así? ¿Cuántos años? Dos más, o cinco, o diez. ¡Vaya futuro! Pensaba en ello y me sentía atemorizada. Pero llegará el día del abandono, -me decía algo triste- el que me dejen tranquila, y un remanso de paz será el premio a tanto esfuerzo. ¡Soñaba tanto en ello! Quizá no sabía lo que me decía. ¿O si? Váyase a saber.
Han pasado ya demasiados años de todo aquello. Aquel futuro anhelante es ahora mi presente. Y mi antiguo temor es como una chaqueta al revés, de forro destartalado, pegajoso, lleno de miedos, que sigue siendo la prenda de siempre. Porque aquellas preguntas sin respuesta siguen en sobres lacrados con sellos fuera de uso y sin buzón donde depositarse. La tercera dimensión siempre virtual es cierta, como lo son los tiempos: pasado, presente y futuro que se alimentan de un mismo plato uno tras otro. Es como una semilla que engorda, y una vez convertida en fruto, vuelve a ser la misma simiente condicionada a quien la eligió, la mimó, la plantó y la educó.
Solita me los crié, sin ayuda de nadie –me decía algo triste- mi marido siempre fuera y yo haciéndome mayor, engañando a mis canas, y sonriendo a mis arrugas porque aunque poco, algo he aprendido. Ahora de abuela, con mis rotos años a cuesta y mis achaques, el calvario del colegio sigue siendo el mismo todos los días pero multiplicado por tres, con decimales añadidos convertidos en enteros. Las mismas preguntas de antaño salen de las bocas de los hijos de mis hijos. El calor sigue denso pero más intenso, dicen que es por el cambio climático, pero… ¡qué más da!, si siempre es lo mismo.
El estanque seco ya ni de paraguas sirve. La acera permanece intacta pero ya no es plana, ahora más parecen cuestas. Sólo mis gritos se escuchan a lo largo del camino y nadie me hace caso. ¡Si al menos tiraran de mis faldas!
(“Siempre lo mismo” es un relato que ha participado en el 19º Proyecto Anthology. Tema: El futuro)
2 comentarios:
Extrañamos el ruido cuando cesa y del bullicio pasado no queda más que un calor similar al que alguna vez sentimos.
Una fuente silenciosa y sigue la cuesta arriba.
Me ha gustado este relato, quizá por mi recurrente costumbre de pensar en el qué será y por el temor de que mi antiguo temor sea "como una chaqueta al revés, de forro destartalado, pegajoso, lleno de miedos, que sigue siendo la prenda de siempre. Porque aquellas preguntas sin respuesta siguen en sobres lacrados con sellos fuera de uso..."
Dicen que sólo el tiempo nos brinda la perspectiva necesaria...
"y en el recuerdo
el júbilo es igual a la tristeza.
(...)
Ay el tiempo! Ya todo se comprende"
(Jaime Gil de Biedma)
Aaaaah, ha mejorado muchísimo, pero sigue sin gustarme u_u
¿Por qué? Porque es demasiado desolador!
Jejeje, es uno de mis peores miedos, despertar un día y ver que todo es como ahora, que no maduré q no aprendí, q no cambié. Así que al leerlo me parece escalofriante...
por lo tanto, objetivo LOGRADO!
un beso wapo.
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