Había llegado a formar parte de mi vida y mi dependencia hacía él era total. Todos los días cogía el mismo autobús y en las mismas horas coincidía con ellos, en cada uno de los trayectos, ya desde hacía algunos años. De casa al trabajo, y vuelta a comer; y por la tarde lo mismo, pero el regreso a mi hogar, ya en la hora cercana a la cena. Y al día siguiente, vuelta a empezar, como todos los días del año, así uno tras otro.
Los buenos días con Juan eran muy cordiales, y sentados juntos en el autobús nos contábamos nuestras cosas, casi todos los días parecidas, pero tendentes en el tiempo a incidir en cuestiones de salud, por desgracia cada vez con mayor frecuencia, pero que por fortuna hacían crecer en nosotros un afecto entrañable. A Juan sólo lo veía por las mañanas, pues en el resto de la jornada nuestras rutinas tenían muescas diferentes.
Al mediodía, de regreso a mi casa, subía al bus junto a un joven oficinista (su aspecto le delataba) siempre callado, con el que el único cruce de palabras eran los habituales hola y adiós, absorto en sus auriculares que le salían de sus oídos protegidos por unos pabellones más bien pequeños, que en su conjunto, le daban un aspecto taciturno. Me enteré de su nombre por casualidad, porque un día, una rubia también joven y guapa le dijo: ¡hola Álvaro! y él, adivinando el saludo, le contestó algo sonrojado con aspecto serio, un escueto hola; abundado aún más en su aire huraño, cuando agachando la cabeza llevó sus manos a las orejas ajustando aquellos dichosos cables que se le caían, debido quizá al pequeño hueco allí donde se sostenían.
Ya en el bus de la tarde, mi única preocupación residía en no encontrarme con Blas, debido a su descaro verbal con aromas de halitosis. Sin embargo, siempre tenía algo que decirme, por lo que me buscaba con sumo interés, incapaz como era yo de negarle mi compañía, aunque no me resultara muy grata la suya. Sustraerme a él era un imposible, pues se pegaba a mí como una lapa, y si me refugiaba solo en un asiento, él se ponía de pie a mi lado de inmediato sin darse cuenta que prefería ignorarlo.
En mi último trayecto del día la presencia de Társilo, de cara blanca, asustadiza y una persistente tos, era una constante, y siempre terminaba por contarme lo mal que le salían las cosas, hablarme de su poca fortuna, y de sus miedos al salir a la calle, pues todo lo que le ocurría representaban desgracias inevitables. Era un tostón, pero muy buena gente y me daba cierta pena, por lo que trataba de animarle sin apenas conseguirlo.
El autobús, ese pequeño mundo que no gira alrededor del Sol pero sí de la ciudad y nos transporta traqueteante acompañados de seres multiformes, algunos en busca de un foco de calor donde cobijarse, completaba parte de mis horas, a veces fascinantes, en un trayecto que si siempre era el mismo, su gente tenían vidas diferentes, ora seductoras, ora vulgares.
Pero un buen día todo se fue al traste y ni Juan, ni Álvaro, ni Blas, ni Társilo subieron al autobús, lo que me causó una inesperada sorpresa, echándoles de menos, incluso a Blas. Y más si cabe, por la ausencia de los cuatro en el mismo día, como si el destino se hubiese puesto de acuerdo pasando a un segundo acto de un guión desconocido. Y así, transcurrieron dos días más, dejándome muy preocupado y despertando en mí un gran interés por saber algo de ellos. Y también apenado, sobre todo, por no saber a quien dirigirme preguntando por ellos, ni por si volvería a verlos.
Ya en mi último trayecto me acerqué al conductor del autobús, no como remedio seguro, sino porque no había otra forma de averiguar algo; tenía al menos que intentarlo.
-Buenas noches, amigo –le saludé cordialmente- llevo tres días sin saber nada de Juan, ni de Álvaro, ni de Blas, ni de Társilo, todos habituales usuarios de esta línea que seguro que los conoce. Por casualidad, ¿sabe Vd. algo de ellos?
-Oiga Vd.- me contestó serio, con cara de pocos amigos y algo cabreado- ¿No sabe Vd. leer? ¿No ve que está prohibido hablar con el conductor?
Enojado, me bajé del bus unas cuantas paradas antes de llegar a mi destino, añorando la cordialidad, la discreción, la osadía y hasta el miedo, envueltos todos en el celofán humano de la espontaneidad como el mejor de los regalos, lejano al obligado de un santo comercial, truncados todos por un cartel prohibitivo cada vez más de actualidad que ya desgraciadamente nada tiene que decir.
(“Línea 8–Periférico” es un relato que ha participado en el 25º Proyecto Anthology. Tema: El autobús)
Los buenos días con Juan eran muy cordiales, y sentados juntos en el autobús nos contábamos nuestras cosas, casi todos los días parecidas, pero tendentes en el tiempo a incidir en cuestiones de salud, por desgracia cada vez con mayor frecuencia, pero que por fortuna hacían crecer en nosotros un afecto entrañable. A Juan sólo lo veía por las mañanas, pues en el resto de la jornada nuestras rutinas tenían muescas diferentes.
Al mediodía, de regreso a mi casa, subía al bus junto a un joven oficinista (su aspecto le delataba) siempre callado, con el que el único cruce de palabras eran los habituales hola y adiós, absorto en sus auriculares que le salían de sus oídos protegidos por unos pabellones más bien pequeños, que en su conjunto, le daban un aspecto taciturno. Me enteré de su nombre por casualidad, porque un día, una rubia también joven y guapa le dijo: ¡hola Álvaro! y él, adivinando el saludo, le contestó algo sonrojado con aspecto serio, un escueto hola; abundado aún más en su aire huraño, cuando agachando la cabeza llevó sus manos a las orejas ajustando aquellos dichosos cables que se le caían, debido quizá al pequeño hueco allí donde se sostenían.
Ya en el bus de la tarde, mi única preocupación residía en no encontrarme con Blas, debido a su descaro verbal con aromas de halitosis. Sin embargo, siempre tenía algo que decirme, por lo que me buscaba con sumo interés, incapaz como era yo de negarle mi compañía, aunque no me resultara muy grata la suya. Sustraerme a él era un imposible, pues se pegaba a mí como una lapa, y si me refugiaba solo en un asiento, él se ponía de pie a mi lado de inmediato sin darse cuenta que prefería ignorarlo.
En mi último trayecto del día la presencia de Társilo, de cara blanca, asustadiza y una persistente tos, era una constante, y siempre terminaba por contarme lo mal que le salían las cosas, hablarme de su poca fortuna, y de sus miedos al salir a la calle, pues todo lo que le ocurría representaban desgracias inevitables. Era un tostón, pero muy buena gente y me daba cierta pena, por lo que trataba de animarle sin apenas conseguirlo.
El autobús, ese pequeño mundo que no gira alrededor del Sol pero sí de la ciudad y nos transporta traqueteante acompañados de seres multiformes, algunos en busca de un foco de calor donde cobijarse, completaba parte de mis horas, a veces fascinantes, en un trayecto que si siempre era el mismo, su gente tenían vidas diferentes, ora seductoras, ora vulgares.
Pero un buen día todo se fue al traste y ni Juan, ni Álvaro, ni Blas, ni Társilo subieron al autobús, lo que me causó una inesperada sorpresa, echándoles de menos, incluso a Blas. Y más si cabe, por la ausencia de los cuatro en el mismo día, como si el destino se hubiese puesto de acuerdo pasando a un segundo acto de un guión desconocido. Y así, transcurrieron dos días más, dejándome muy preocupado y despertando en mí un gran interés por saber algo de ellos. Y también apenado, sobre todo, por no saber a quien dirigirme preguntando por ellos, ni por si volvería a verlos.
Ya en mi último trayecto me acerqué al conductor del autobús, no como remedio seguro, sino porque no había otra forma de averiguar algo; tenía al menos que intentarlo.
-Buenas noches, amigo –le saludé cordialmente- llevo tres días sin saber nada de Juan, ni de Álvaro, ni de Blas, ni de Társilo, todos habituales usuarios de esta línea que seguro que los conoce. Por casualidad, ¿sabe Vd. algo de ellos?
-Oiga Vd.- me contestó serio, con cara de pocos amigos y algo cabreado- ¿No sabe Vd. leer? ¿No ve que está prohibido hablar con el conductor?
Enojado, me bajé del bus unas cuantas paradas antes de llegar a mi destino, añorando la cordialidad, la discreción, la osadía y hasta el miedo, envueltos todos en el celofán humano de la espontaneidad como el mejor de los regalos, lejano al obligado de un santo comercial, truncados todos por un cartel prohibitivo cada vez más de actualidad que ya desgraciadamente nada tiene que decir.
(“Línea 8–Periférico” es un relato que ha participado en el 25º Proyecto Anthology. Tema: El autobús)
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