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29 diciembre 2008

DE AVELLANAS Y REYES

Sucedió un día no muy frio pero de fuerte viento, cuando una vieja ardilla brincando por los árboles olfateó la proximidad del fuego, y temiendo que se le acercará y le ardiera su cola, inició una veloz huida a través de las ramas del bosque, hasta encontrarse lejos, muy lejos del lugar donde pasaba la mayor parte del año.

Tuvo pues, que abandonar su árbol preferido: un pino de alto tronco en cuyo uno de los huecos guardaba sus cosas más queridas: desde la seca hoja de encina, recuerdo del abuelo ardilla que aficionado a la botánica quería que supiese de sus formas, como también y junto a ella, un par de nueces, los restos de algunas bellotas, también los de castañas, así como unos huevecillos de un nido olvidado a saber por qué motivo. Y hasta una piña pringada de resina en la que una vez manchó sus patas, y confiada en su torpeza, hizo que cayera sobre un arbusto de espinos. Piña que escondió en su despensa, tanto en su propio amparo, como en el de las demás vecinas ardillas del bosque, sus amigas queridas, para que no resbalaran ellas también.

En su huida, una piña piñonera estalló en mil pavesas y una de ellas fue a dar a la cola de la pobre ardilla, lo que la hizo correr aún más aprisa, ignorando el camino al que le dirigía su miedo, que por lo cierto, cada vez era más intenso. Ciega de espanto, cubrió un bosque tras otro en una fuga trepidante a la par que desorientada.
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Su única esperanza era una estrella en el cielo hasta entonces nunca vista, de la que se embelesó entusiasmada mientras alumbraba sus ojos brincando tras ella.

Se detuvo cuando no tuvo más remedio al fin del bosque que le transportaba rumbo a lo desconocido, cuando ya no tenía un camino. Fue cuando captó su atención una era llena de gente junto a una casita de la que emanaba una mortecina luz.
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Tras unos saltos ligeros con miradas de recelo, poco a poquito, fue acercándose a aquel lugar, tal era su estado hambriento.

-¿Qué daría por aquel par de nueces dejadas en su despensa? , se preguntaba una y otra vez mientras se relamía los labios tan secos como fatigosos.

Lentamente, llegó hasta el destartalado sitio, aliviándose por el calorcillo que de allí salía, sin que nadie de los allí presentes se percatara de su presencia: un hombre y la que parecía ser su mujer, que cruzaban dulces sus miradas acariciando con sus manos a la vez que con sus ojos a un recién nacido sobre un mullido haz de paja a sus pies.

Un buey tumbado y próximo a los tres, les daba su calor; al lado del dócil animal había un saco de paja que captó la atención de la ardilla, del que salían aromas de raíces tan exquisitas como conocidas, las que hicieron que de un salto en su interior se alojara. Tras el brinco, se perdió dentro de la paja, sin que nadie la viera, atentos como estaban a quien lloraba de forma insistente.

Saciado su apetito y sin una sola raíz dentro del saco ya vacio de alimento, la ardilla asomó su cabeza viendo el gemir del niño, lo que le llenó de tristeza y le encogió aún más su cuerpo pequeño.

Decidida la ardilla, salió de su escondite, acercándose a él, al tiempo que tres Reyes Magos se aproximaban. Quienes saludando al niño se inclinaron a sus pies, al que dejaron sus regalos. Aquello hizo que la ardilla, algo asustada, se girara en redondo, mientras que con su larga cola y de forma casual, acariciaba el rostro del niño tumbado entre heno, produciéndole ligeras cosquillas que le supieron a gozo, pues fue en aquel mismo instante cuando de los labios del recién nacido salieron sus primeras sonrisas ante la alegría de todos.

Por ello, y quizá por la presencia de los Reyes, la ardilla vaciló, asombrada por tan magna presencia, culposa por las risas de niño y ajena a las reverencias; por lo que regresó a su escondite, salvaguarda de su timidez.

Pasaron unos días, casi un par de semanas. Después de una noche de intenso trabajo para aquellos tres Reyes Magos de Oriente, al amanecer, fueron al portal a despedirse del niño. Allí permanecía risueño junto a sus padres y cerca de ellos, el saco donde la ardilla en su interior se despertaba en aquel instante.

Desperezándose estaba, cuando tuvo la sorpresa al observar que entre la paja se hallaba una seca hoja de encina, un par de nueces, restos de algunas bellotas, también de castañas y hasta unos huevecillos de un nido con el adorno de una piña pringada de resina que se le pegaba a la cola.

Con sumo cuidado el Rey Negro cogió el saco entre sus brazos dejándolo al cuidado de uno de sus pajes. Al poco, abandonaron el lugar tras decir adiós a todos los que allí se reunían, llevándose el saco.

Un pastorcillo, atento como estaba, escuchó asombrado una voz imperante de otro de los Reyes, el de cabellos rubios y largos bajo su corona brillante, quien rasgó el cielo con voz imperiosa, sabedor de que entre sus nubes, ella se encontraba:
Estrella! ¡Hazte ver! Condúcenos a nuestro regreso; pero antes llévanos al Bosque del Nunca Fuego Jamás.
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(De avellanas y Reyes ha participado en el Proyecto Antholgy "especial Navidad")

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