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04 enero 2009

UNA VISITA OBLIGADA

Me adentro bajo ellas, pero antes de cruzar su umbral, observo las piedras en las que permanecen las huellas de sus desgarros: las producidas por el invasor deseoso de romper sus muros. Es una mañana fresca, de límpido cielo y fuerte viento, el que empuja la hojarasca de un olivo próximo y la arremolina en un rincón. En él, un banco de piedra invita en las horas plácidas a la contemplación de las altas torres, bajo un arco de medio punto en el que sus dovelas dentelladas por los impactos alevosos, son muestras de la osadía del invasor en la que fue una de las puertas de entrada a la ciudad.

Observo la placa conmemorativa de la efeméride, como la que muestra su nombre del portal, y junto a ellas, unas inscripciones de rojo sobre la piedra, me hacen pensar el qué anuncian, o quién las hizo. Pienso en quién dejó en la fachada los signos de su presencia, esculpidos cara a un futuro en el que de seguro alguien querría saber de él.

Cruzo la puerta de las Torres de Quart y enfilo recto la calle de su nombre -dejando Santa Úrsula, el antiguo convento agustino en recoleta plaza- por la que salían los que iban hacia los campos de Quart, o la lejana Castilla.

Camino bajo balcones de hierros fundidos recién restaurados, como sus casas a las que adornan. Dejo a mi izquierda el “atzucat” de Cañete, con la casa natalicia al fondo del Beato Gaspar Bono, lugar de singular fiesta agosteña escondida dentro de la ciudad. Y a mi derecha, oteo y me adentro por una apertura entre dos edificios sustentados uno al otro por unas vigas de vieja madera a un amplio solar: una de las partes del derruido Convento de la Puridad del que permanece un olivo de dieciséis metros de altura y tres grandes palmeras, junto a otros árboles y frondosos arbustos de escasa entidad: convento del siglo XIII, seiscientos años después víctima de una desamortización.

Vuelvo a la calle y sigo caminando bajo más balcones y ventanales de edificios decimonónicos –menos alguna que otra desafortunada edificación de nueva planta- que uniforman la calle, y en la que en algunas de sus casas murieron poetas de la “renaixença valenciana”. Llego al tramo en el que destaca el estilo renacentista, ya próximo a mi llegada a la plaza del Tros Alt.
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Lugar donde no suben las aguas, plaza de cruces, abierta al claro cielo, desde la que baja la calle del Moro Zeit. Sitio donde residía el rey musulmán, con la calle de su Conquista que allí mismo arranca, y la del Rey Don Jaime que las circunda, en recuerdo de quien se apoderó de la ciudad y creó un nuevo Reino.

Desde donde no alcanzan las aguas, bajo por la de la Bolsería: la calle donde llueven pétalos cuando en andas pasa la “cheperudeta” al júbilo de los valencianos: la Virgen patrona a la que acuden los desamparados. Calle de casas estrechas y plena de fervor popular, de balcones de damascos tendidos que compiten en adornos, también cuando pasa la Eucaristía el jueves del Corpus: uno de los jueves que más brilla el Sol en todo el año, aunque se celebre su festividad en el séptimo día desde hace unos años.

Calle de tiendas de ropas de trabajo, de aderezos y peinetas, de bisutería, de baberos y delantales, y de tascas pequeñas: calle de tránsito del Barrio del Carmen a la Plaza del Mercado, con su vieja Hospedería del Pilar de siempre. Antiguo Valle del Mercado, en cuyo recuerdo de la Valencia fluvial llevaba éste nombre era punto neurálgico de la Valencia medieval, y que al igual que hoy, acudían a la compra diaria multitud de vecinos de barrios próximos como de otros más alejados.

Ha pasado la Navidad, y con ella, un año en crisis; pero sólo el año, el que agota sus últimos días. Pese a ello, crece la ilusión de uno nuevo que sea mejor y la gente se prepara en recibirlo resignada, aunque sin perder la esperanza. Entro al Mercado, aún él engalanado y bulle más que nunca, como el día de Nochebuena de siempre: pleno de un halo especial en el que los adornos festivos completan el más bello salón comercial de nuestra ciudad.

Subo por su amplia y alta escalinata de piedra y cantos desmochados bajo un frontis de cerámicas y acristalado rosetón, en el que se alberga el escudo de la ciudad encima de tres hornacinas que descansan sobre cuatro columnas jónicas. Paso a su interior de mil y un puesto, donde los colores se arraciman al igual que las frutas: mimosamente escalonadas; donde los aromas me embriagan y disfrutan mi ojos escudriñando sus dos bóvedas (ambas de hierros, de cristales y de cerámicas) y sus nervaturas metálicas que lo sustentan a la par que lo embellecen: un esqueleto al aire al que ascienden los perfumes de los frutos del campo y las hortalizas de la huerta, aromatizando más aún el ambiente por sus salmueras, por las especias de ultramar, o por las autóctonas. Destacan por todas partes los dorados racimos cual cortinas inaugurales a un año nuevo: las uvas que lo abre.

Con sus puestos de carne, cuyos cuerpos de cordero se muestran colgados sobre los bancos cubiertos de pavos, capones y carnes rojas aún no agotados. Palcos que contornean al mercado sabiamente distribuidos, dando esplendor y gracia al tráfago intenso de sus calles estrechas, en las que el turista lanza intermitente sus fotos, tanto a sus puestos multicolores, como a los mosaicos altos entre cristaleras por donde entra la luz cenital que ilumina al gran Mercado Central de Valencia. Paso a su zona de pescado sobre los bancos de piedra en la que se percibe el salitre del mar, y se escuchan las voces de las pescadoras cuando me ofrecen su mejor producto diciéndome bonico, o cualquier otro sencillo piropo.

Salgo del mercado por la pescadería bajando tres escalones, y me encuentro con las obras del Metro, lo que no me impide disfrutar observando la O de los Santos Juanes: el gran rosetón cegado que a su pie de la plaza de Brujas, el recuerdo del busto de Luis Vives permanece imborrable, pese a que el monumento en su memoria esté ahora ausente.
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Contorneo al Mercado y voy al encuentro de la “Cotorra del Mercat”, la que destaca sobre su cúpula central. Y luego saludo al Pardal de San Joan: la veleta arriba del retablo barroco de los Santos Juanes frente a la puerta principal de la Lonja de la Seda: el gran monumento del gótico civil valenciano en un conjunto todo apiñado, como lo es, el de los innumerables productos que se ofrecen a diario dentro del mercado a quienes lo visitan, los que se abren camino, bolsa a mano, recorriendo sus calles internas donde todo lo que se necesita allí se ofrece.
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Son días de fiestas, de la Navidad pasada, del Año Nuevo que se alumbra, de la mesa familiar adornada.

1 comentario:

Mª Dolores dijo...

Leyendo tu relato, imposible no visitar el Mercado Central de Valencia, sin duda un atractivo más, de esta expléndida ciudad.
Un abrazo y feliz año nuevo.