Hay días que incluso tras el paso de una noche de placentero descanso, sin pesadillas ni sueños de esos raros, un instante después de haber puesto las plantas de mis pies sobre el frío terrazo me encuentro como si estuviera alterado. Me pregunto entonces, que qué es lo que me sucede y no encuentro la respuesta adecuada que resuelva mi situación.
Muy recientemente, después de diversas pruebas analíticas, las habituales en su periodicidad, pues la edad así me lo aconseja, todos los valores resultantes están dentro de la normalidad; lo que indudablemente me tranquiliza.
Sin embargo, alguna extraña conexión de mi interior quizá no esté bien ajustada y puede que incida en la circulación de mi sistema nervioso produciendo con su descarga una pizca de desasosiego que activa las alarmas.
- Vas muy acelerado; eso es lo que te pasa- Me dice mi esposa cada vez que le transmito mi sensación de agobio.
El tabaco, el alcohol, la vida sedentaria y el exceso de kilos, dicen los vaticinadores graciosos, son los mejores números para resultar premiado ante el infarto temido. A los que sumando el estrés de la vida moderna hace por consiguiente que aumente el temor de forma gradual. Ausentes en mis hábitos diarios los números antes citados, aunque algún que otro kilo me sobre, es ese amanecer excitado lo que más me preocupa, ignorando su causa.
Quizás sea lo más conveniente alejar de mi mente ese temor. Más si cabe, cuando recibo la información de que un grupo de investigadores valencianos han llegado a la conclusión después de navegar por el interior del cuerpo humano, y al dar con la presencia de un gen conocido como ARF (que de forma casual imagino han descubierto) de que es él mismo el que predispone al infarto cuando su comportamiento es anómalo, en cuya circunstancia fustiga al miocardio programando su parada.
Los genes son como unos animalitos que cada uno va a lo suyo cual estrella errante que circula incansable por su galaxia particular. En ellos va el encargo de hacernos diferentes: que si rubios, que si morenos, que si de ojos rasgados, más altos o más gordos y de mejor o peor genio. Rematan su obra maestra en las huellas digitales: la señal de nuestra identidad.
No sé que tendrá contra mí ese gen tan especial y espero que me ignore; pero que ande suelto y a su libre albedrío dentro de mi cuerpo y sujeto a sus caprichos me deja indefenso, en mi más total incertidumbre. Espero al menos, que no se enoje conmigo y se encuentre como en su casa. Casa, que por supuesto además de ser la mía, es la única que tengo.
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