Es innegable la existencia de la corrupción política tanto en cuanto y no sólo en los últimos años, sino desde pocos después de la transición democrática cuando vimos cómo el enriquecimiento personal en altos cargos de los partidos políticos que, habiendo partido con lo puesto, se iban alineando en el bando de los de alto standing.
Pero no voy a caer en el tan socorrido “y tú más” con el que se trata de ocultar las banderías de los propios.
La corrupción política en los partidos políticos se resuelve en las urnas; y asunto zanjado.
Estamos en tiempos convulsos urdidos desde poderes fácticos que navegan favorecidos por un adoctrinamiento escolar producido en los más importantes entes autonómicos nacidos en virtud de la Constitución de 1978.
Y este hecho constatable ha alcanzado tan alto grado de corrupción docente que para nada contribuye a la paz social necesaria en nuestras vidas. Problema fundamental que no se resuelve en la urnas, toda vez que para su higiene, son necesarias nuevas medidas docentes en su limpieza intelectual, al tiempo que emplear el mismo periodo de años que el utilizado para haber corrompido la juventud de las últimas generaciones.
La corrupción en el sector privado como en el público ha alcanzado tan elevado grado que sólo la lentitud de la Justicia ha contribuido a que sea la sociedad quien juzgue y sentencie, al igual que lo sucedido en la vida política con juicios sumarísimos en los que la constitucional presunción de inocencia ha sido sustituida por las callejeras sentencias y condenas irrevocables.
El cuarto poder, el de la prensa, al servicio de su cuenta de resultados, ha dejado de ser un medio informativo al ciudadano para derivar sus páginas hacia tintes sensacionalistas tendentes a aumentar sus tiradas adentrándose en el campo de la corrupción comunicativa ante un lector que sólo atiende a lo que le conviene.
Y por si poco fuera lo que está sufriendo la sociedad por culpa de todos estos siniestros ademanes, cual toxico gusano, la corrupción también se ha infiltrado en los tribunales de Justicia, tal y como tuvimos ocasión de comprobar en el Constitucional español que tardó años en juzgar el desmán del Estatuto de Autonomía catalán, cuando en muy pocas horas podía haber sido sentenciado su improcedente deseo, ausente de todo rigor, no sólo histórico, sino por su lejanía al articulado de nuestra Carta Magna que los constitucionalistas falsamente defienden. El que partidos políticos nacidos de las ubres de ETA ocupen cargos institucionales, igualmente nos indica el grado de corrupción en el Tribunal Constitucional almacenado.
Y qué decir del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos que atentando contra la dignidad de las víctimas, se alinea con los deseos de quienes han producido las páginas más sangrientas en las calles de España.
Así es la corrupción que nos asola. En su voraz acción depredadora se ha infiltrado en todos las celdillas del panel de la colmena ofreciendo un producto de falsa miel, que cual tornillo sinfín, se ha ido introduciendo en todos los sectores: el político, el sindical, el de la prensa, el empresarial y el judicial. Órgano éste que con su actuación ha avivado más si caben los anteriores, renegando de sus obligaciones y dejando en manos de los ya súbditos, la capacidad de juzgar y condenar sus sentencias inapelables con el mismo afán que aplaudían al sagaz inquisidor cuando éste daba la orden de prender la hoguera.