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08 marzo 2007

EL HUÉSPED


No era mala hora aquella del aperitivo para conocerse mejor, cambiar opiniones sobre la actualidad y algún que otro comentario, si no malévolo si con picara intención, sobre las rarezas de la vecindad.

- Hoy parece que el tiempo quiere cambiar y el frío se aleja, que buena falta nos hace. ¿Le hace unas almendritas con una manzanilla de Sanlucar? –le ofreció Don Fulgencio a la distinguida dama cuyo presencia resultaba nueva para él.

Era setentón y desde que enviudó, gracias a tener sus riñones muy bien cubiertos, se alojó en la Residencia la Pinada. Llevaba allí unos cuantos meses e iba sumando nuevas amistadas que le inyectaban más ganas de vivir. También para Doña Teresa Aguafuerte todo aquello representaba el inicio de una vida más alegre. Viuda desde hacía seis años y sin hijos, optó por alojarse en el que después de algunas averiguaciones era el mejor establecimiento de la ciudad, como si de un hotel de cinco estrellas se tratara. Con ello hizo caso al consejo que siempre le había dado su esposo, militar de alta graduación, para cuando se quedase sola en este mundo. Era su primer día en la residencia y aceptó de muy buen grado aquella invitación.

- Mire Vd., para mí la hora del aperitivo así como el café de media tarde es una sana costumbre de muchos años que me inculcó mi esposo. Será un placer compartirlas con Vd., nunca me equivoco y le veo educado. Algo me dice que es Vd. un hombre culto. ¡Espero que me informe de cómo va la bolsa y sobre todo las Duro Felguera, las preferidas de Ambrosio durante toda su vida. ¡Oiga Vd. Don Fulgencio -quien ya se había presentado por su nombre –la manzanilla deliciosa y las almendras en su punto!

Así fue aquel primer encuentro al que siguieron otros muchos, siempre en las horas del aperitivo y en las del café de media tarde, a las que Don Fulgencio acudía con unas pastas riquísimas de Astorga. Mientras tanto, dejaba de lado a los demás residentes dedicando su atención a Doña Teresa cuya edad había averiguado: tenía tres años más que él, setenta y seis.

Pasaron unos meses y entre ambos se fraguó una buena amistad animada con mutuos agasajos. Algo nuevo nacía entre ellos y sus cruces de miradas eran cada vez más enternecedores.

Disfrutaban de un pequeño jardín entre pinos y cuando las tardes empezaron a ser cortas, un pequeño banco, algo escondido, se convertía en el lugar preferido hasta la hora de la cena. Las Duro Felguera habían dejado de interesar a Doña Teresa y la manzanilla o el Paco Rabanne de Don Fulgencio, junto las mantecadas de Astorga, proporcionaban a la feliz pareja los mejores momentos de cada día.

Una de aquellas noches fue cuando Don Fulgencio se dio cuenta, ya en su habitación y con su batín puesto, de que en un bolsillo de su chaqueta “alguien”, le había dejado la llave de una habitación. Era ya la una de la madrugada y no había logrado conciliar el sueño: su almohada estaba hecha un ocho, al igual que el interior de su cabeza que era todo un revoltijo. No lo pensó más y abandonó el umbral de su puerta para entrar en la intimidad de la que era causante de su desazón.

Doña Teresa “dormía” de lado y junto a ella, abordando la mullida cama, Don Fulgencio activó una lujuria renacida que él no había motivado. Doña Teresa ni se movió. Cuanto más se apretaban aquellos cuerpos asustados y temblorosos más se escuchaba en la estancia los jadeos que ambos trataron de amortiguar.

Doña Teresa no se volvió hacia él. Ambos compartieron durante un buen rato placenteros resuellos escondidos en el silencio. Calmado Don Fulgencio, se puso su batín y abandonó la alcoba.

Aquel mediodía, en la hora del aperitivo, Doña Teresa le recibió tan radiante como todos los días, con la más absoluta normalidad, como si nada hubiese sucedido:

- ¿Hace una manzanilla, Don Fulgencio? ¿Cómo abrió hoy la Bolsa? ¿Parece cansado? ¿ha dormido mal?

Doña Teresa no mencionó el encuentro nocturno; abundó, eso sí, con una ligera sonrisa en que las noches eran para descansar. Él también se hizo el distraído tal y como ella marcaba el paso, lo que complació a la dama que se sentía más jovial y feliz que nunca.

Don Fulgencio todos los días sobre la medianoche hacía uso de la llave cuya devolución nunca le exigió Doña Teresa. Se arrullaba junto a ella sin mediar una sola palabra y durante un largo instante ambos gozaban de un calor que preferían silenciar.
*
(“El huésped” es un relato que ha participado en el 15º Proyecto Anthology. Tema: Huésped)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado.Crea la espectacion hasta el final, que para mi, es lo mas importante en un relato.
Sigue escribiendo ..me gusta leerte.

Julio Cob dijo...

Quien quieras quien seas, muchas gracias.