Hace muchos miles de años, un copo de nievo cayó en el Océano Glacial Ártico ajeno a su relevancia en el futuro, cuyo protagonismo quedaría impreso en las páginas más fascinantes de la historia. Segundos después se convirtió en hielo. Las frías aguas lo envolvieron, y empezó de forma lenta y constante a crecer su volumen. Miles después, el invierno de 1809 no fue muy frío y una ola de calor permitió que aquel copo, ya convertido en un inmenso iceberg, se desgajara de la placa polar e iniciara un viaje hacía el Océano Atlántico. Justo en ese momento, en el astillero de Harland and Wolf, en Belfast, se iniciaba la construcción del que iba a ser el barco de pasajeros más lujoso de la época, el Titanic.
La idea de su construcción se fraguó en la casa londinense de Lord Perrie, dónde se habían reunido dos importante navieros dispuestos a crear el más lujoso hotel flotante que durante muchos años, y con seguridad siglos, se iba a convertir en una de las historias más atrayentes producidas por el comportamiento humano, donde el pundonor, la dignidad, el orgullo, el honor, el poder, el miedo, el horror, la muerte y la supervivencia hicieron su acto de presencia.
La idea de su construcción se fraguó en la casa londinense de Lord Perrie, dónde se habían reunido dos importante navieros dispuestos a crear el más lujoso hotel flotante que durante muchos años, y con seguridad siglos, se iba a convertir en una de las historias más atrayentes producidas por el comportamiento humano, donde el pundonor, la dignidad, el orgullo, el honor, el poder, el miedo, el horror, la muerte y la supervivencia hicieron su acto de presencia.
Tres años después, aquel copo de nieve a la deriva, coincidió en un punto del Atlántico con el barco que cuatro días antes, el 10 de abril de 1912, había zarpado del puerto de Southampton para iniciar su primer trayecto con destino a Nueva York. En sus zonas de lujo, primera y segunda clase, más de dos mil doscientas personas viajaban ilusionadas e ignorantes del motivo por que el que pasarían a formar parte de un acontecimiento singular.
La noche del catorce de abril de aquel año fue muy oscura, y la amenaza de los icebergs, a pesar de estar latente en la mente del capitán Smith, no podía presagiar nada de lo que iba a suceder en unas pocas horas, máxime, debido a la fortaleza de su acero y al poderío que impregnaba la majestuosidad del Titanic. Los destellos del propio barco se reflejaron en el iceberg, cuando sólo les separaban cuatrocientos metros que fueron insuficientes para evitar la colisión: el inicio de una de las más espeluznantes historias de la mar que se perpetuará sin caer en el olvido.
La pericia del Capitán, en el que era su último viaje ante su inminente jubilación profesional, no pudo evitar que el iceberg rasgara uno de sus costados y abriera los remaches de las placas de acero, por cuyas aberturas las aguas entraron insaciables buscando la desolación, tanto de los tripulantes como de los pasajeros que sufrieron casi tres horas de horror. Las compuertas herméticas dividieron al barco en compartimentos estancos, lo que retraso su hundimiento y posibilitó la salvación de setecientos cinco supervivientes, en su mayoría mujeres y niños.
El peso del agua en las tripas del barco hundió la proa, mientras la popa se elevaba envuelta en gritos de desesperanza hasta que se partió en dos. En pocos minutos desapareció bajo las tranquilas y frías aguas hacia el fondo del que nunca más, se presume, volverá a salir.
Más de mil quinientos seres humanos con sus chalecos salvavidas quedaron sobre las aguas, mientras sentían en sus piernas unos cuchillos que las rasgaban. Fueron instantes de pánico envueltos en gritos de dolor cuyos horribles ecos cesaron en quince segundos, con unos cuerpos congelados que formaron el más sepulcral silencio ante los ojos atónitos de los supervivientes a bordo de las barcas de emergencia. En ellas se mantenían despavoridas las caras de las mujeres, niños y hombres que presenciaron en primer plano la tragedia.
Tanto los músicos en la superficie del Titanic como los fogoneros en las entrañas del barco eligieron de forma voluntaria la muerte; se sacrificaron por los demás para escenificar el pundonor y la dignidad como unas de las muchas escenas que se representaron en las tres horas que duró la tragedia.
Han pasado desde entonces noventa y cinco años, y en el fondo permanece la proa del Titanic, inhiesta en lo que es su mejor pedestal; sin embargo, su espíritu, sigue navegando no sólo por las aguas de los océanos, sino también en nuestras mentes como unos de los episodios más fascinantes mezclado con momentos de horror junto a los de esperanza.
1 comentario:
Una historia que será recordada durante varios siglos sin lugar a dudas.
Un abrazo.
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