Si das una vueltecita por mi Blog, espero sea de tu agrado.

04 agosto 2008

ALMACÉN DE OBJETOS PERDIDOS


Céntrica y ronda urbana, ancha y de especial atractivo, es la calle que circunda y abraza a su centro histórico como antaño lo hicieran las murallas que lo protegían a lo largo de su recorrido. Más de un siglo hace de su derribo, puertas abiertas hacía un ensanche que Valencia tanto necesitaba. Y aquí sigue ella, la más antigua ronda de la ciudad, que sufriendo por la automoción, goza de su emblemático entorno testimonio de viejas construcciones que nos hablan de su pasado. Pero no todas persisten, muchas desaparecieron y sólo nos queda su recuerdo.

Porque al paso de las desamortizaciones y de sus piquetas después, como al del tiempo que todo lo envejece y a la ambición urbanística que tanto nos corrompe, cada circunstancia en su momento, han ido destruyendo sus antiguos conventos, sus solariegas casas, sus recintos públicos, su viejo Hospital Provincial, obligado éste a su traslado a una zona más abierta, y del que quedan en pie los restos de algunas de sus puertas, su crucero eclesial hoy moderna biblioteca, la vieja ermita “Capilla del Capitulet” y una sucesión de piedras y columnas que adornan a un jardín donde los olivos abanican los días con sus ramas de paz.

Pero por una causa especial, sí recuerdo en los restos del viejo Hospital una no muy grande estancia reconvertida en almacén y utilizada hasta hace unos cuarenta años como “local municipal de objetos perdidos”: allí se apretaban sus largas estanterías de pasillos estrechos, cuyos anaqueles uno encima del otro llegaban hasta el techo, llenos a reventar de toda clase de extravíos a la espera de su dueño.

Sobre todo, había bolsos y carteras de todas las hechuras, tantos como peces en el mar y que viejos y sin el colorido de estos era lo que más abundaba. Y con seguridad también a la par que con los paraguas, por ser éste el objeto más perdido desde el momento de su invención. También se guardaban un gran surtido de maletas y maletines, de sombrereros, de correas y de ropas, y hasta alguna que otra desvencijada bicicleta; albergado todo en aquel rancio almacén, donde un par de empleados recibían con sus manos abiertas los objetos perdidos disponiéndolos de tal modo, por si alguien allí los buscaba. Al abigarrado enjambre de objetos extraviados, acudía la gente con la esperanza de dar con lo suyo, la pertenencia añorada que consideraban perdida.

Es un recuerdo el que ha pasado por mi mente, fugaz, de sombras equivocas y de flases irrelevantes, pero que han ocupado por segundos un hueco en mi memoria. Su evocación pertenece a un pasado, que por increíble, me produce sonrisas llenas de nostalgia de una forma de vivir en la que la buena fe vecinal y su desprendimiento, era el mejor de los legados. Era el de la ciudad de puertas abiertas, pero de cinturones apretados, en la que, sin embargo, ni se hablaba de hipotecas ni del desaprensivo euribor, ese de cara tan rancia como inescrutable.

¿Y por qué me viene al recuerdo aquel lugar tan entrañable, convertido hoy en jardín de viejas columnas, restos de un antiguo hospital?

Y es que la sonrisa me ha llevado a rememorar telones tan oscuros como olvidados por la pregunta de mi nieta, cuya sorprendente ocurrencia da fe a la esperanza: la que nunca debemos perder.

“Iaio, he perdido un muñeco de trapo en el autobús. ¿Por qué no vas a objetos perdidos y miras si allí está?

No hay comentarios: