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19 agosto 2008

EL INGENIO DEL PÍCARO


Cuando se es idiota de nacimiento pero la idiocia no es profunda con el tiempo se puede corregir, tal es entonces su condición próxima a la de un pusilánime envestido con la toga de un candor más bien plomizo, e ignorante de su pasado de lo que sin embargo presume. Todo es cuestión en aprender de aquellas gentes no desnortadas, de inquietud controlada y con el corazón abierto al conocimiento de nuestro pasado sin ningún tipo de complejo e invistiéndose con la mejor información. Eso sí, siempre dispuestos a saber de nuestras raíces, las alimentadas con buena savia, evitando las que sufren de injertos adulterados con la intención de envenenar la sangre, tarea la que se dedican los iluminados mequetrefes que tan machaconamente nos invaden.

En cambio, ser idiota de vocación, ni es bueno ni es malo, simplemente se es, porque haberlos haylos. En su simpleza se encuentran la mar de a gusto, sin nada que objetar a su decisión de la que son dueños inapelables. Confiados en su acción vocacional, el único peligro estriba en si les hace callo su incipiente afición, ésta pertenezca a la familia de las de lapa negra y mugrienta que atenazará inasequible al cándido bonachón.

Sin embargo, la idiotez del converso, la del soplagaitas de turno, la del esclavizado por soflamas de engaños melifluos con aditamentos de falso glamur intelectual, tiene la misma identidad que la cola de un pavo real a la que su papada hace de contrapeso, almacenando en su estomago la memez que le sustenta a base de féculas de escasa nutrición, subvencionadas, eso sí, por el maná de lo políticamente correcto. Podría tratarse en este caso también de la idiotez del listillo -que por ahí va la cosa- lo que no invalida, pese al mérito que ello encierra, su consideración de ser idiota, sin que sea que lo parezca.

Un parte del mundo del teatro y cine, la más sectaria, la que desde sus negras tramoyas se ha adueñado del amplio mundo de los cómicos apartando de su vera a los que sólo a base de esfuerzo cumplen con su tarea alejados de la tutela del poder, es la que reniega de la historia de España empecinados tanto en su afán de falsearla como dispuestos a dejarla en el mayor de los ridículos. Son los burlescos de sus gestas, tal y como hemos visto en una película reciente: “Elizabeth, la Edad de Oro”, que por ser de producción inglesa nada nos extraña, pero con la lamentable aportación de quien se presenta en ella como un actor español, un tal Jordi Mollá: bufón del esperpento.

No es cuestión aquí de resaltar las muchas huellas imborrables, tal ADN, de nuestro pasado histórico fundido en el crisol de nuestra existencia, lleno de paginas memorables, legendarias y también ruinosas –que de todo ha habido y que a contárnoslas debiera dedicarse el mundo del cine, tal y como sucede en otras latitudes del amplio mundo que nos rodea, si se dedicara a su cometido cultural y no a otras cosas cuyas vergüenzas silencian o al menos enmascaran - sino de dar fe de la existencia en nuestro diccionario de la Real Academia de la Lengua Española de la palabra “idiota”. La de tan claro como diáfano significado y cuyo plural les viene al pelo al emperejilado tropel que domina los hediondos y oscuros entramados del cine, allí donde se tejen campañas al servicio del poder, que es el que les paga a tan empedernidos lameculos.

Así pues, no se trata en este caso de hacer hincapié en la idiotez de nacimiento, ni en la vocacional, ambas de probable cura; sino en la más execrable y penosa a la que tendenciosamente se dedican los progres del cine: la idiotez del pícaro escondido en sus silencios, pero saliendo a la palestra voz en grito cada cuatro años pidiendo el voto para los que les aseguran la subvención; incluyendo la de los 400 euros que ellos han cobrado; esos mismos 400 euros que se han quedado esperando los más necesitados y que se ven obligados al esfuerzo del milagro para llegar a final de mes pese a la laicidad oficial en la que estamos inmersos y cuyo engaño los de la farándula silencian.

Jose Manuel de Prada ha puesto el dedo en la llaga y los define con enternecedor cariño como “una capillita de intelectuales que abominan o se avergüenzan de la historia de España”. Sabe muy bien lo que dice en su sutileza el genial escritor vizcaíno, criado próximo a las Tierras del Pan y del Vino, las que le condicionan a llamar al pan, pan, y al vino, vino.

Lo que está claro es que a la girola de la Moncloa, a donde acuden los meapilas de la “cla”, no llegan con su parte de nacimiento que los identifica, ni arguyen en su bodeguilla su afán vocacional, sino que acuden bajo el palio protector del afín devoto desde el palco cardenalicio que con tanta pompa usurpan; sin olvidarse del glamur, al que no desprecian.

Son los que están más dedicados a la publicidad del estraperlo de adulterados medicamentos servidos desde comités de urgencia en sus lapsus vacacionales, cual vacuna redentora, en los que cada vez son menos los que de ellos confían.

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