(A Alejandra Kurchan,
con mi gratitud)
Una fuerte tempestad de nieve paralizó la ciudad. Todos sus accesos quedaron cerrados al tráfico al igual que su aeropuerto internacional en el que se suspendieron todos los vuelos.
con mi gratitud)
Una fuerte tempestad de nieve paralizó la ciudad. Todos sus accesos quedaron cerrados al tráfico al igual que su aeropuerto internacional en el que se suspendieron todos los vuelos.
Yo iba a bordo de un avión cuyo destino a esa misma ciudad tuvieron que desviar, por lo que me vi una hora después en un pequeño aeropuerto de un lugar desconocido a la espera de noticias sobre qué iban a hacer con nosotros.
Pregunté dónde estábamos, por lo que supe que aquella era una base militar de escaso tráfico y poca guarnición, albergada en un pequeño poblado situado a escasos pasos del aeropuerto. Después de tomar un café de una máquina automática, salí con la intención de dar un paseo por aquellos alrededores, una vez advertido que durante las dos próximas horas no íbamos a tener información sobre nuestro destino.
Era un mediodía de chubascos, bajo un cielo cerrado del que se abrían pequeños claros que de repente se nublaban. Sobre el suelo mojado se habían ido formando charcos cubiertos de hojas caídas de un parque próximo al que me dirigí de inmediato. El día era algo frio y el parque, escaso de gente. Sólo unos pocos críos que, por sus pertrechos, salían de una escuela y que sin abandonar sus mochilas jugaban tras una pelota que igual iba de pie a pie, que de charco a charco.
Un ancho nogal cubría una banca de piedra en la que estaba sentada una mujer treintañera abrigada con una trenca y con un gorro hasta las orejas, del que caían sus lacios cabellos ribeteando los hombros. El cuello alzado de la prenda le daba cierto aspecto enigmático, al tiempo que de una caja de galletas, justo a su lado, las cogía una a una, lentamente, y se las llevaba a la boca mientras fijaba su mirada a una zona de columpios, aquella donde no había nadie.
Estaba a muy pocos pasos y me fijé en su semblante sin que se diera cuenta de mi presencia. Sus pensamientos debían estar lejanos, ceñidos a alguien cuyos motivos, de repente, yo deseaba descifrar. Lo que aumentó mi curiosidad hacía aquella mujer, que de no ser por el movimiento de su mano, más parecía una estatua sedente bajo la bóveda del nogal.
Fuera de los columpios, entre dos hileras de álamos, un niño jugaba con un avión del que tiraba con una larga cuerda, corriendo delante de él, como si quisiera elevar su vuelo al modo de una cometa. Me aproximé a él y traté de preguntarle, pero no me hizo caso. Y como huyendo, corrió tirando en su juego, alejándose del parque.
Fue cuando me crucé con un hombre mayor al que traté de darle conversación, ya sin importarme la situación en que me encontraba, salvo el deseo de saber de aquella estática joven. Aquella mujer… ¿qué era lo que dentro de ella se escondía?
Cercana al parque había una tienda en la que se expedían desde cazuelas de barro, legumbres a granel, aceite, aguardientes y un enjambre de cosas más pero ordenadamente dispuestas. Incluso ofrecía la ocasión de tomar un vaso de vino: el que compartí con el hombre mayor, quien trató de dar luz a mi pregunta:
-Es una pobre muchacha que se ha vuelto loca- me contestó mientras mordía un trozo de queso acompañando al vino peleón ofrecido gentilmente por el empleado de la tienda.
-¿Y la caja de galletas? ¿Tan golosa es esa mujer?, pues la veo insaciable sin darse tregua.
-Siempre que viene al parque, y lo hace todas las mañanas, trae su caja y no hace más que comerlas. Todos los días. Haga el tiempo que haga, incluso en los días de lluvia que aparece con un paraguas. Hasta en los días de frio invierno o los calurosos estivales: se sienta en su banca de siempre y empieza a comer galletas. Lleva así ya varios años y nadie del poblado se atreve a preguntarle por la razón de su hábito.
Aquella respuesta me dejó perplejo. Me parecía como algo estrambótico producto de una película que se estuviera rodando en el parque. Como una idea estrafalaria de un novel y circunspecto director de cine con afanes de obras enigmáticas: la de un cortometraje a cuyo final el espectador se plantea no haber entendido nada.
-¿Y ese niño que juega con un avión corriendo bajo los árboles? -volví a preguntarle a quién ya había pedido otro vaso de vino.
-Es su hijo. Pero no vive con ella. Tiene su custodia un matrimonio solitario que vive aquí cerca. Ella llega, se sienta en su banca, empieza a comer sus galletas, y al mediodía, cuando termina la escuela, acude el niño con su avión tirando de la cuerda, hasta que cansado, se marcha a la casa donde vive. Pero los días sin escuela, igualmente acude la madre con su caja de galletas.
Habían pasado ya las dos horas anunciadas y regresé al aeropuerto convencido de mi marcha, pero sorprendido por no haber llegado a averiguar el sentido de toda aquella historia descubierta casualmente, a cuya explicación me veía obligado a renunciar.
-“El aeropuerto de la Capital continúa cerrado y las carreteras están impracticables, por lo que no hay más remedio que esperar unas cuantas horas más hasta que estén limpias las pistas de aterrizaje. Creemos que no hará falta hacer noche en este Aeropuerto, así que les rogamos tengan paciencia y se hagan cargo de la situación. De inmediato vamos a servirles unos bocadillos. De cualquier novedad que se produzca tendrán cumplida información.”
Esta fue la nota escueta repetida por los altavoces de la sala de espera. Fui a la cafetería a saciar mi desgana, pues desde el café de la mañana mi estomago estaba vacío; no así mi cabeza, a la que acudieron los recuerdos del parque vividos unas horas antes.
Una vez aliviado mi apetito regresé al parque bajo un cielo que seguía plomizo. Un suave viento empujaba las hojas volando a un palmo del suelo, meciéndolas en su revoloteo, como si disfrutasen de un baile envolvente bajo la arboleda en aquella tarde fría y primaveral, semejante a las ideas que se agrupaban en mi mente, a las que no cesaba de darle vueltas impulsadas por mi curiosidad.
De forma refleja me dirigí al nogal que en esas horas, falto de sol y con el oscuro del atardecer, la banca de piedra daba cobijo a una pareja de amantes que apretujaban sus cuerpos uniendo sus bocas bajo la luz de una farola, que si restaba intimidad a sus deseos, daban sus reflejos dorados el aspecto de un salón del trono ensalzando el centro del parque. Al verme, me dirigieron una sonrisa que adiviné triste, mientras desviaban su atención hacia el aeropuerto al que escrutaban de forma intermitente, ora besándose, ora mirando en lontananza el perfil de sus grises colinas.
-¿También están a la espera de noticias? –les pregunté ensimismado por la sorpresa y creyendo que eran viajeros de mi mismo vuelo y de paso, correspondiendo a su saludo.
-No, no señor. Vivimos en este poblado del qué queremos irnos nada más podamos- me contestaron escuetos y sin ganas de mayor conversación.
Los dejé en sus amoríos sorprendido por la respuesta, y me fui nuevamente a la tienda sin estar decidido a cruzar su umbral o continuar mi paseo. La luz mortecina de la tarde agotaba sus últimos destellos, y en las casas junto al parque, las luces, a través de sus ventanales, daban fe de vida al poblado. Justo, antes de llegar a la puerta, un hombre salió a mi paso y destocando e inclinando levemente su cabeza me lanzó un saludo. Aunque de porte muy serio, acercó su mano a la mía, a lo que correspondí con una sonrisa e invitándome de seguido a un paseo juntos.
-¡Sé de su problema, amigo! Igual con un poco de suerte pueden reanudar el vuelo dentro de unas horas, pues las últimas noticias hablan de que el aeropuerto de la capital estará listo para recibir aviones antes de la medianoche.
Cubría su cabeza con un sombrero de fieltro verde oscuro y un gabán del mismo tono hasta los pies que le daba un aspecto distinguido y señorial. De camino hacía su casa, me ofreció compartir juntos una taza de café. Su única intención era hacerme grata la espera, por lo que me mostré agradecido aceptando su cordial invitación.
-Es lógico que el aeropuerto de la capital no esté preparado para tempestades de nieve como la de este día –me dijo tratando de justificar su cierre- pero por su conexión internacional y sus muchos vuelos diarios, debiera estar preparado para estas circunstancias. Pero bueno, dejemos esto, al menos ha servido para que Vd. conozca este lugar, que pese a su insignificancia, en otros años fue una Base Militar muy importante. ¡Y de habernos conocido! Al menos, tengo con quien conversar un rato. Espero que no tome a mal esta pequeña broma. Seguro que esta espera le ha causado un gran trastorno. ¿Le apetece un coñac?
Agradecí todas sus atenciones, pero no pude evitar preguntarle de inmediato acerca del impacto recibido al ver una mujer en la banca del parque ingiriendo galletas sin cesar un instante; y de su condición de mujer enferma, según alguien del poblado me había informado.
-Ah, amigo- exclamó de inmediato- una base militar es un mundo aparte y produce circunstancias extrañas que la mente humana no alcanza a comprender. Esa mujer se llama Pilar y vive sola. El cuerpo de su esposo desapareció en el mar cuando pilotaba un Mirage alcanzado por un misil enemigo. Fue imposible dar con él, con su cuerpo, y el impacto que recibió al saber la noticia le ha dejado en esa circunstancia que nadie alcanza a comprender. Unos dicen que se ha vuelto loca, otros que ella está bajo los efectos del shock. Lo cierto, es que cuando se enteró de la noticia, estaba sentada en el parque viendo el contenido de un paquete recién llegado de su esposo. Fue lo último que supo de él. Con la terrible noticia perdió el conocimiento y estuvo ingresada durante veinte días. Dada de alta, empezó a acudir al parque con su caja de galletas. Y allí sigue, todas las mañanas del año: llueva, haga viento, queme el sol, o nieve… aunque por aquí, esto de nevar, ocurre raras veces.
No quise mostrarle mi extrañeza, ni profundizar más en la causa efecto de aquel trance. Deseaba saber otros aspectos: como el de la pareja que por la tarde ocupaba el mismo sitio en el parque, así como también averiguar la coincidencia del niño con su avión, sin que hubiera un trato directo con su madre.
-Son Germán y Laura. Laura es mi asistenta, enamorada de él. Germán cuida de su padre enfermo de Alzheimer. Desean coger un avión e irse a unir sus vidas en otra parte. Pero tienen que esperar… Dios sabe cuánto tiempo. Por eso, todas las tardes, acuden al parque a presenciar la salida de algún vuelo. Cuando esto sucede, fijan su mirada en el despegue y lo persiguen con sus ojos hasta que desaparece en el cielo. Amigo mío, tiene Vd. que comprender que la vida de un aeropuerto, pese a su mínima actividad, también tiene sus secuelas, algunas entrañables, otras dolorosas, alguna… impenetrable.
-¿Y el niño con su cometa? Ese avión del que tira tratando de elevarlo.
-¡No le dé vueltas, amigo! ¿Ha visto Vd. alguna vez un parque donde no juegue un niño?
2 comentarios:
¿Soñaste el argumento?
Eso no se le ocurre a nadie, ni con dos o tres copas. Genial.
Iván
Muchas gracias, me alegra que te guste.
Un abrazo amigo
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