Tenía al Estado en la cabeza y a España en su corazón. Tan impulsivo como decente, toda su inmensa capacidad intelectual la puso al servicio de la “cosa pública”, a lo que se dedicó durante toda su existencia.
Como Francisco Pizarro, trazó en su vida una raya y se puso en el lado de la ética, bando que nunca abandonó. Servidor de sus propias convicciones, no se apartó un ápice de ellas, y la responsabilidad de sus muchos cargos la ejerció con tanto denuedo como eficacia.
Fiel así mismo, siempre estuvo donde le indicó el destino, y si muchos lo han aprovechado para servirse, él, generoso y decidido, lo ofreció en beneficio de los demás.
Don Manuel Fraga Iribarne: descanse en paz y muchas gracias por habernos ofrecido lo mejor de sí mismo hasta el último segundo de su vida.
De la pluma de Alfonso Ussía cojo uno de los más certeros de sus resúmenes. Trayectoria que lo mejor sería que quedara como seña y guía para quienes dedican su vida a servir a la sociedad, sea cual fuere el momento de la historia que en sus vidas encuentren.
Don Manuel; por Alfonso Ussía
Era embajador de España en Londres. Vestía de oscuro y usaba bastón y bombín. No obstante, Fraga era lo menos inglés que podía hallarse en Inglaterra. Conocía la Historia y la Literatura inglesa como pocos, y admiraba el parlamentarismo británico, igual que conocía al dedillo la Historia y la Literatura francesa –la raíz de su apellido vasco-francés Iribarne–, y sólo admiraba de Francia su «chauvinismo» y sus quesos. Lo decía De Gaulle: «Resulta muy complicado gobernar una nación con más de quinientos quesos diferentes».
Cuando, en el Hotel Landa de Burgos, Antonio Senillosa y Carlos Sentís organizaron el primer encuentro de Fraga y Tarradellas, hablaron de Francia. «Envidio de los franceses su patriotismo», comentó don Manuel. Y el Muy Honorable apostilló: «Yo también. Y la guillotina».
Su estancia en Londres amplió las perspectivas de Fraga, y allí ordenó sus ideas para crear una derecha en España democrática y amansada. Fraga fue el fundador del diario «El País», y el que decidió que no saliera hasta después de la muerte de Franco. Su futura dirección se la disputaban Darío Valcárcel y Carlos Mendo. El joven Juan Luis Cebrián, director de la insulsa revista «Gentlemen» visitó a don Manuel en Londres y le hizo una gran entrevista, genuflexa y aduladora. Don Manuel tenía un defecto. No conocía bien a las personas, y Cebrián despegó de Londres con la dirección de «El País» asegurada. Después pasó lo que pasó. Fraga tenía un talento y una cultura descomunales, casi inhumanos, pero le fallaba su cercanía. Aquella confianza ilimitada depositada durante años en Jorge Verstrynge lastró su proyecto.
Tengo que reconocer que mi afecto y admiración por don Manuel Fraga fueron tardíos. Le costaba romper su piel autoritaria y tajante, pero cuando lo hacía, surgía un personaje formidable, culto, agudo, divertido y si me permiten la cursilería, entrañable. Don Manuel vivió encadenado al Poder político durante décadas. Y en España. Fue ministro de Franco, domador de la Derecha y creador de un conservadurismo liberal inspirado en el conservadurismo británico que hoy impera en el Partido Popular. Ganó cuatro elecciones con mayoría absoluta en Galicia, y en la quinta perdió la presidencia de la Xunta por un voto. Los socialistas, como es de rigor, pactaron con los nacionalistas-independentistas del BNG. El derroche y la corrupción terminaron con ellos en el Poder gallego, pero Fraga ya no estaba para esos menesteres.
Su memoria, de elefante, no le jugaba malas pasadas, y leía y fotografiaba los renglones como si se tratara de un ordenador. Era impulsivo y no se arrepintió de su pasado, del que se sentía orgulloso. Su gran obra turística, la red de Paradores de España. Su gran obra política, la preparación de una derecha democrática y civilizada. A Fraga le niegan los intolerantes lo que tanto aplauden a Carrillo. Y Fraga no asesinó o mandó asesinar a nadie.
Fue un padre y marido ejemplar, sostenido por sus hondas creencias cristianas. Y lo más importante. Vivió de sus sueldos de catedrático, de ministro, de Vicepresidente, de embajador, de presidente de la Xunta, de diputado y de senador en su larga etapa política. Nadie puede decir, y menos aún sospechar, que una peseta o un euro se desviaran hacia su bolsillo. Fue un cartesiano de la decencia en la administración del dinero público. Y el conjunto de su vida sitúa a su figura entre las grandes de la transición y la libertad recuperada en España.
Un concejal cretino e impresentable de Izquierda Unida anunció que brindaría con champán la noticia de su muerte. Que el piojo se emborrache con la muerte del león. Gracias y buen viaje, don Manuel.
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