-¿Qué prefiere el señor, carne o pescado?-
Así, a bote pronto, sin que yo hubiese pensado qué comer aquel mediodía agosteño en el barrio judío de Córdoba, agotado por el calor, una vez sentado en un relajante y fresco patio andaluz convertido en restaurant, donde las buganvillas eran sus mejores cortinas.
-¿Carne o pescado?- Insistió simpático el joven, que no dejaba de mirarme, fijo a mis ojos, y esperando a que yo tomase una decisión.
-Una cervecita, por favor, que vengo seco –le contesté algo angustiado, pero a la vez satisfecho ante el porte y buen aspecto de aquel jovial muchacho a quien respondí con mi mirada envuelta en una sonrisa-, y…mientras tanto me lo pienso.
En aquella ocasión iba solo, sin prisas, pues acababa de llegar a la antigua ciudad del Califato, requerido por un notario para testar a mi favor la herencia de una céntrica casa mora con huerto y jardín andaluces, propiedad de un primo hermano de mi padre –éste también fallecido- sin descendencia alguna, y yo, por lo tanto, a mis treinta y dos años, declarado su heredero universal, de quien, salvo en una ocasión, cuando yo tenía tres años, en la que vino a verme a las orillas del Segre, nada o muy poco sabía.
-Ahí va la cervecita, señor, ¿carne o pescado? -insistió algo nervioso el joven, al mismo tiempo que yo pensaba en aquel camarero al que veía en sus ojos un encanto algo especial.
-¡A ver, cómo te llamas, majete!– le dije sonriente, una vez refrescado por el trago de aquel alivio de frio cielo- ¡Amable!, me llaman Amable, señor –me contestó solícito y con intención de agradarme.
-Entonces, Amable, -a quien le eché unos pocos años menos que los míos- qué crees que yo prefiero, carne o pescado, porque… seguro que adivinas mi gusto, y quizá puedas echarme una mano. Además, por la edad, prefiero que me tutees. Pero, venga, dime, ¿qué crees que me gusta a mi?
-Pues no sé, pero…con esos ojos pillos que tiene Vd. –me contestó atrevido- creo que le gustan las dos cosas, la carne y el pescado. O quizá sólo la carne, no sé, algo me hace dudar.
-Venga, tráeme otra cervecita y a ver si decido qué tomo. Pero, me parece que me decidiré por la carne, que creo que a ti también te va y quizá nuestros gustos sean coincidentes. ¡Luego me lo dices!
-¡Rabo de toro, señor!, le recomiendo un buen rabo de toro, lo mejor de la casa –me ofreció sin pensarlo y con un guiño en sus ojos.
Algo había en aquel joven que me impidió que rechazara su oferta. Así que le hice caso; y ya en la sobremesa, saboreando el café y con la cuenta en sus manos me dijo ocurrente: ¿Le ha gustado el rabo, señor? A lo que le contesté entusiasmado: ¡Con locura, me ha gustado con locura, jamás probé nada mejor!
Sentado en la mesa y terminando el café, me saltó la duda que aún no había sabido resolver: si era carne o pescado lo que más me gustaba, y más, después de la experiencia gozosa en aquel pequeño y coqueto patio andaluz.
Lo bien cierto fue, que tras probar el rabo que me había ofrecido tan amable efebo de ojos alegres y boca provocadora, despejé mis dudas y concluí que lo mejor, a partir de entonces, sería el decidirme por la carne.
Lástima que a las cinco de aquella tarde tenía cita con el notario, y de seguido coger el tren, alejándome de la ciudad cordobesa para siempre. Aunque…quién sabe, quizá algún día, y a lo mejor muy pronto, me decida por volver.
Así, a bote pronto, sin que yo hubiese pensado qué comer aquel mediodía agosteño en el barrio judío de Córdoba, agotado por el calor, una vez sentado en un relajante y fresco patio andaluz convertido en restaurant, donde las buganvillas eran sus mejores cortinas.
-¿Carne o pescado?- Insistió simpático el joven, que no dejaba de mirarme, fijo a mis ojos, y esperando a que yo tomase una decisión.
-Una cervecita, por favor, que vengo seco –le contesté algo angustiado, pero a la vez satisfecho ante el porte y buen aspecto de aquel jovial muchacho a quien respondí con mi mirada envuelta en una sonrisa-, y…mientras tanto me lo pienso.
En aquella ocasión iba solo, sin prisas, pues acababa de llegar a la antigua ciudad del Califato, requerido por un notario para testar a mi favor la herencia de una céntrica casa mora con huerto y jardín andaluces, propiedad de un primo hermano de mi padre –éste también fallecido- sin descendencia alguna, y yo, por lo tanto, a mis treinta y dos años, declarado su heredero universal, de quien, salvo en una ocasión, cuando yo tenía tres años, en la que vino a verme a las orillas del Segre, nada o muy poco sabía.
-Ahí va la cervecita, señor, ¿carne o pescado? -insistió algo nervioso el joven, al mismo tiempo que yo pensaba en aquel camarero al que veía en sus ojos un encanto algo especial.
-¡A ver, cómo te llamas, majete!– le dije sonriente, una vez refrescado por el trago de aquel alivio de frio cielo- ¡Amable!, me llaman Amable, señor –me contestó solícito y con intención de agradarme.
-Entonces, Amable, -a quien le eché unos pocos años menos que los míos- qué crees que yo prefiero, carne o pescado, porque… seguro que adivinas mi gusto, y quizá puedas echarme una mano. Además, por la edad, prefiero que me tutees. Pero, venga, dime, ¿qué crees que me gusta a mi?
-Pues no sé, pero…con esos ojos pillos que tiene Vd. –me contestó atrevido- creo que le gustan las dos cosas, la carne y el pescado. O quizá sólo la carne, no sé, algo me hace dudar.
-Venga, tráeme otra cervecita y a ver si decido qué tomo. Pero, me parece que me decidiré por la carne, que creo que a ti también te va y quizá nuestros gustos sean coincidentes. ¡Luego me lo dices!
-¡Rabo de toro, señor!, le recomiendo un buen rabo de toro, lo mejor de la casa –me ofreció sin pensarlo y con un guiño en sus ojos.
Algo había en aquel joven que me impidió que rechazara su oferta. Así que le hice caso; y ya en la sobremesa, saboreando el café y con la cuenta en sus manos me dijo ocurrente: ¿Le ha gustado el rabo, señor? A lo que le contesté entusiasmado: ¡Con locura, me ha gustado con locura, jamás probé nada mejor!
Sentado en la mesa y terminando el café, me saltó la duda que aún no había sabido resolver: si era carne o pescado lo que más me gustaba, y más, después de la experiencia gozosa en aquel pequeño y coqueto patio andaluz.
Lo bien cierto fue, que tras probar el rabo que me había ofrecido tan amable efebo de ojos alegres y boca provocadora, despejé mis dudas y concluí que lo mejor, a partir de entonces, sería el decidirme por la carne.
Lástima que a las cinco de aquella tarde tenía cita con el notario, y de seguido coger el tren, alejándome de la ciudad cordobesa para siempre. Aunque…quién sabe, quizá algún día, y a lo mejor muy pronto, me decida por volver.
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(“Cruce de miradas” es un relato que ha participado en el 31º Proyecto Anthology. Tema: CARNE O PESCADO)