-Su enfermedad es incurable. Unos diez meses…quizá un año. Es muy poco probable que pueda superar ese tiempo. Sólo al final sentirá fuertes dolores, pero con una medicación adecuada no los padecerá. Considero que es mejor que lo comente a su entorno familiar; ahora bien… si prefiere silenciarlo, lo entenderé perfectamente.
-Diez meses… un año. Humm. ¿Comentarlo? ¿A quién? Doctor, estoy solo en este mundo apenas un par de amigos, y de uno de ellos, no estoy muy seguro de su amistad, y a los que, por supuesto, prefiero ocultarles lo que me pasa. ¿Para qué? Creo doctor que sólo tengo que rendir cuentas a mi alma, mi única dueña, y resolver mis dudas. Mientras tenga algo de fuerzas y la necesaria lucidez, a ello dedicaré el tiempo que me quede.
Todos los días quise contemplar la salida del sol en un lugar muy próximo a mi casa. Un pequeño valle, cruzado por un riachuelo, era el lugar elegido, y en medio de él, como una veta blanca, el curso caprichoso de sus aguas cantarinas serpenteaba y partía en dos la alfombra verde salpicada de blancas margaritas dejadas al azar por las manos artesanas del creador de tan idílico paraje. Mientras que un águila real rasgaba la mañana vista por mis ojos con el clarear del día, allí, sobre una piedra enorme que rompía el trenzado de tan bello tapiz, sitial bucólico, acomodaba mi ilusión atento al sol que aparecía por los riscos dándome los buenos días, incluso escondido entre nubes, como lo hacía de vez en cuando. Y no he faltado ni un solo día a su encuentro de estos últimos diez meses que han pasado, próximo ya a cumplirse el año, cuando el dolor, cumplidor con su compromiso, me lanza su primer aviso, como otro amanecer no tan grato al del que acaricia mi rostro haciéndolo con gran mimo.
En todo este tiempo he hablado con mi alma, sin llegar a entendernos. Quizá lenguajes extraños, ajenos a ella y a mí, y ante la ausencia de traductores interesados que pudieran serme útiles, más por desconfianza (motivo suficiente para no ir en su búsqueda), el único remedio que pudiera darme algo de fe era asegurar mi alma, sin perderla para siempre. Y que allí donde yo fuere, ella siga dentro de mí.
Los rayos del Sol bañan y calientan mis ojos, mis párpados saben de su tibieza y los siento por todo mi cuerpo, como protegiéndolo del frio que en pocos días acudirá voraz a mi cuerpo con la intención de adueñárselo, alojado en su refugio eterno quién sabe dónde. Son ellos, rayos embajadores, la única ayuda disponible con que cuento en este instante, todo lo demás es estéril, es perecedero. Alzo mis manos, los noto, los acaricio, estiro de ellos, me deleito y gozo con su calidez, me convierto en dueño y señor, y lentamente, desde mis dedos descalzos incrustados sobre la hierba mojada, como si los rayos fueran alambres dorados, regalos caídos del cielo, envuelvo mi cuerpo con ellos de pies a cabeza, convirtiéndome en una madeja viviente de ya pocos días de vida, sin dejar un solo resquicio por donde pueda escapar mi alma. Allá donde vaya, la quiero conmigo.
(“Sitial bucólico” es un relato que ha participado en el 30º Proyecto Anthology. Tema: ALAMBRE)
-Diez meses… un año. Humm. ¿Comentarlo? ¿A quién? Doctor, estoy solo en este mundo apenas un par de amigos, y de uno de ellos, no estoy muy seguro de su amistad, y a los que, por supuesto, prefiero ocultarles lo que me pasa. ¿Para qué? Creo doctor que sólo tengo que rendir cuentas a mi alma, mi única dueña, y resolver mis dudas. Mientras tenga algo de fuerzas y la necesaria lucidez, a ello dedicaré el tiempo que me quede.
Todos los días quise contemplar la salida del sol en un lugar muy próximo a mi casa. Un pequeño valle, cruzado por un riachuelo, era el lugar elegido, y en medio de él, como una veta blanca, el curso caprichoso de sus aguas cantarinas serpenteaba y partía en dos la alfombra verde salpicada de blancas margaritas dejadas al azar por las manos artesanas del creador de tan idílico paraje. Mientras que un águila real rasgaba la mañana vista por mis ojos con el clarear del día, allí, sobre una piedra enorme que rompía el trenzado de tan bello tapiz, sitial bucólico, acomodaba mi ilusión atento al sol que aparecía por los riscos dándome los buenos días, incluso escondido entre nubes, como lo hacía de vez en cuando. Y no he faltado ni un solo día a su encuentro de estos últimos diez meses que han pasado, próximo ya a cumplirse el año, cuando el dolor, cumplidor con su compromiso, me lanza su primer aviso, como otro amanecer no tan grato al del que acaricia mi rostro haciéndolo con gran mimo.
En todo este tiempo he hablado con mi alma, sin llegar a entendernos. Quizá lenguajes extraños, ajenos a ella y a mí, y ante la ausencia de traductores interesados que pudieran serme útiles, más por desconfianza (motivo suficiente para no ir en su búsqueda), el único remedio que pudiera darme algo de fe era asegurar mi alma, sin perderla para siempre. Y que allí donde yo fuere, ella siga dentro de mí.
Los rayos del Sol bañan y calientan mis ojos, mis párpados saben de su tibieza y los siento por todo mi cuerpo, como protegiéndolo del frio que en pocos días acudirá voraz a mi cuerpo con la intención de adueñárselo, alojado en su refugio eterno quién sabe dónde. Son ellos, rayos embajadores, la única ayuda disponible con que cuento en este instante, todo lo demás es estéril, es perecedero. Alzo mis manos, los noto, los acaricio, estiro de ellos, me deleito y gozo con su calidez, me convierto en dueño y señor, y lentamente, desde mis dedos descalzos incrustados sobre la hierba mojada, como si los rayos fueran alambres dorados, regalos caídos del cielo, envuelvo mi cuerpo con ellos de pies a cabeza, convirtiéndome en una madeja viviente de ya pocos días de vida, sin dejar un solo resquicio por donde pueda escapar mi alma. Allá donde vaya, la quiero conmigo.
(“Sitial bucólico” es un relato que ha participado en el 30º Proyecto Anthology. Tema: ALAMBRE)
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