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06 junio 2008

LAS MIL RAYAS


Le identificábamos como el babero de mil rayas, que unas tras otras, juntitas y unidas para siempre, como desposadas en dogmáticos estampados, protegían nuestras ropas en las horas del colegio, especialmente en las del recreo. En nuestro aspecto uniformado, lo único inexistente era el margen a la duda, mientras que permanecía intacta, al mismo tiempo, la firme convicción de que bajo el tergal a rayas, si nuestra ropa estaba a salvo de cualquier amenaza, sí quedaba en cambio presa de cierto desaliño.

Nunca supe de nadie que se atreviera a contar su número, dando por cierto que si le llamaban el de las “mil rayas”, la razón se atribuía a que era el que mejor le asemejaba. Lo que a nadie le extraña, pues son tantas las falacias que creemos ajenos al más leve de los rastreos, es que dar por buenas las mil rayas hacia lo políticamente correcto es como lo más normal, tal cotidiana genuflexión servil y de tanta actualidad.

Al menos, que yo sepa, nadie pensó en demostrar que eran más o eran menos, las rayas que en él se alineaban, como si unas pocas más o unas pocas menos, no fuera motivo suficiente para cambiar el nombre de una prenda que, a rayas blancas a rayas azules, servía para vernos todos iguales, desde la primera hora de la mañana hasta las del atardecer, rumbo cada uno a su casa y con los libros a la espalda.

Las mil rayas eran como un biombo ceñido a nuestro cuerpo que, ya ocultaba las manchas de tinta Samas o Pelikan, ya los zurcidos producto de nuestros bizarros juegos, ya las del bocadillo –aún no existían los bocatas- de media mañana, el que envuelto en periódico y preparado por nuestras madres, guardado en la cartera, producía en el papel unas ventanas traslúcidas producto del aceite que en él se esponjaba, y que tras pasar a nuestras manos aceitosas, se perdía entonces por los faldones blanquiazules de nuestro babero juvenil, al igual que las huellas delatoras de haber limpiado con él las plumillas mojadas de tinta en la clase de dibujo, o en la de gótica caligrafía.

Las múltiples manchas, una vez secas, quedaban difuminadas a lo largo de la raídas falda de nuestro babero de mil rayas, entre un enrejado vertical que nacido desde nuestro cuello llegaba hasta las rodillas, las que más parecían mapas de ríos y montañas, cuyos cauces eran los rasguños y las cimas las costras de sangre que en ellas se formaban.

El babero de amplios bolsillos, refugios de aromas de tizas y de gomas Milán, servía también donde guardar la pequeña pelota de trapo que en el recreo, iba a convertirnos en kubalas y diestefanos enfrentados unos a otros con el mismo uniforme, pero con la única distinción existente que la alegría de los que goleaban y la rabia compungida de los que resultaban goleados.

Tanta ha sido su utilidad, que todavía permanece dentro de las aulas, siendo el único recuerdo añorado de aquellas clases, el que a los profesores se les trataba de Vd., y el alumno llegaba a casa contrito si lo hacía con malas notas.

El babero eliminaba entonces, por unas horas al menos, la distinción de clases entre los alumnos, mientras que ahora es al revés: cuando las diferencias sociales están cada vez más incrustadas, como la roca que encubre a la lapa, son los padres de los cursos de infantil y primaria quienes se niegan a que sus hijos vayan uniformados. Pero eso sí, recurriendo al sufrido babero de mil rayas sin que nadie se atreva a contarlas.

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