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08 marzo 2009

BEGUR Y CALELLA


Día 5
No esperábamos para la jornada siguiente disfrutar de un día de sol, pero las prescripciones meteorológicas también se equivocan, lo que nos permitió volver al centro urbano de Begur y tras coger las fuerzas necesarias, emprender el ascenso al mirador del antiguo castillo medieval.

En solitario ascenso (mi esposa decidió abandonarme) emprendí la ruta dejando en el camino una de sus muchas torres de defensa gratamente restaurada. Unos pasos después, la ermita de San Ramón, enclavada en un mirador desde el que ya se anuncia la hermosa vista a gozar en lo alto de la colina. Destruido finalmente el Castillo en la guerra napoleónica, de él no queda nada, y un cerco de protección, almenado, configura el mejor lugar para observar gran parte de la Costa Brava en los días claros. Se alcanza con la mirada desde el Cabo de Creus hasta las montañas del interior, en las que destaca lejano el Montseny y su parque natural. Más al norte las cumbres nevadas de la cordillera pirenaica con la cima de Canigó que inspirara a Jacinto Verdaguer; así como la costa bajo un cielo entre sutiles algodones que estirándose se funden con el mar. Muy cercanas, las Islas Medas; las playas de Rosas arriba y su abrupta costa en la que se adivinan sus pequeñas calas pinceladas de agua azul, escondidas en los entrantes de sus acantilados. Un círculo cóncavo, informativo cardinal, indica al cansado caminante los lugares en lontananza abiertos gracias al día de límpido cielo. La bajada, relajante y tonificadora, hace olvidar el penoso ascenso, así como refuerza la recompensa de haber gozado de tan hermosa vista el grato encuentro de un lugareño en su cotidiano recorrido acompañado de su perro. Agradable y coloquial, me habló de cuando los corsarios utilizaban el castillo como lugar de refugio de sus presas, explayándose en el anecdotario medieval del derecho de pernada de los señores feudales, a los que sus súbditos tenían la obligación de darles agua de beber cuando pasaban por sus calles de subida al Castillo.

A la salida de Begur, visitamos la cala de Sa Tuna, solitaria y de limpias aguas, en cuya superficie se reflejaban sus casas pequeñas junto a las rocas, observada por las constantes gaviotas cortando el paisaje sobre los alegres espumarajos levantados por el choque del agua en las rocas junto a la playa.

Calella de Palafrugell, es otro de los lugares emblemáticos de este trozo de la Costa Brava, uno de los lugares residenciales de la burguesía catalana con sus playas de gruesa arena y su paso bajo las arcadas de las casa blancas frente al mar. Punto de encuentro con el buen pescado donde cumplir con el rito diario de la buena mesa, cubierta por una abundante y sabrosa parrillada y amenizada por la grata conversación con un lugareño elogioso de su tierra.

Y como las tardes están para descansar, nos refugiamos en el Parador, donde contemplando el paisaje entre lecturas, completamos una jornada más en el entorno de Aiguablava con sus limpias aguas.

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