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21 marzo 2009

BLANCA

Lucio tenía el teléfono de un viejo amigo, el del bohemio y trotamundos Celes, en quien, con toda seguridad, encontraría la ayuda que necesitaba cuando ya cumplidos los cincuenta años había roto con su mujer. Un portazo a su vida.

Efectivamente, así ocurrió, Celes, su Celestino amigo, le brindó toda su hospitalidad y puesto al día de lo ocurrido, supo encontrar de inmediato el consuelo que Lucio necesitaba.

¡Una tacha se quita con otra tacha!, -le dijo un Celes convencido y rotundo- Hoy nos vamos a comer juntos y te presentaré a Blanca, ¡es lo que necesitas en estos momentos, ya lo verás!

Así fue como Lucio conoció a Blanca, una bella mujer portadora de una dulzura tal, que era capaz de enloquecer a un hombre nada más mirarla a los ojos, si es que los de ella se detenían en los suyos. Así son las cosas que el destino hace a su capricho. Blanca acababa de ser abandonada por su marido. Se refugió en la amistad de Celes, a quien al mismo tiempo acudía Lucio buscando su apoyo. Para el errante amigo todo aquello le resultó muy fácil; les cartas le habían llegado de tal forma que ponerlas en juego sólo era cuestión de iniciarlo; no tuvo pues que recurrir al ingenio.

En pocos días ambos amantes pasaban su repentina “luna de miel” en una playa de Lanzarote. La habitación del hotel fue un nido de amor, más aún de deseo, más aún de sexo ardiente calmado por los alisios que mecían las cortinas a ras del jardín, cual alfombra de un peñasco: un totum revolutum de sábanas revueltas de las que salían fuego, a veces sofocado pero siempre avivado por el sudor de sus cuerpos insaciables. Aquella pasión convirtió a Lucio en un hombre obsesionado por Blanca.

Tenía razón su amigo Celes con aquello de la tacha.

A sus cuarenta y dos años, Blanca era una mujer de una belleza absorbente y juntos iniciaron su vida en un ático con vistas a la Casa de Campo madrileña. Aquello que para algunos podía ser un “picadero” feliz, para ellos significó un cielo en truenos: un cielo rojizo, lleno de rescoldos, en los que ambos se abrasaban entre retozos en sus horas de fuego.

Una tarde Blanca se ausentó, y no regresó hasta pasados dos días, contándole que su marido le había pedido que volviera con él. Y que debía pensarlo, y que le esperase por un tiempo, no más de una semana; y se lo dijo después de darle un beso con el sabor del veneno: el fluido dulce habitual en sus labios.

Aquellos días fueron eternos para Lucio. Se refugió en su alcoba, pero sólo consiguió perderse más en sí mismo. Aquel lecho de lujuria le había convertido en un esclavo de Blanca, en un muñeco de Blanca, en un juguete en manos de Blanca.

Soñoliento, una noche apareció ella. Y Lucio, furioso y celoso y lleno de pasión, la tomó en sus brazos. Y como el aliviadero abierto que rompe en la presa, se volcó e inundó el cuerpo de aquella turbadora mujer. Sus ojos salieron en su dirección estallando como espumarajos al viento cubriéndola toda; y sus manos buscaron sus manos y sus cuerpos temblorosos se fundieron en el crisol de la sangre enrojeciendo el color de sus carnes, carnes revueltas en el humedal de la lascivia.

-¡Blanca eres mi sueño, mi locura!-pudo decirle con un gran esfuerzo y débil voz, pero no por ello rendido.

Unos labios fueron a otros labios. Que pétalo sobre pétalo en principio, después fuego sobre fuego. Convulsión. Aquellas manos arañaban sus cuerpos, y de sus bocas rugía el eco de la agitación, que a su descanso, los labios ansiosos de Lucio flotaban sobre bellas cordilleras, sobre temblorosa pendiente, sobre mágico bosque, rumbo al templo del amor: fortaleza sobre bellas columnas que allí se le mostraban al rito sagrado de turbadores inciensos y en cuyo umbral abierto, ella ansiaba recibirlo.

Cuerpo sobre cuerpo. Manos que se encuentran. Boca sobre boca. Boca sobre cuerpo. Y rítmicos e impetuosos torrentes de placer, como sucesivos aluviones de goce eterno. Cordilleras, pendiente y bosque. Ambos gozaron o sufrieron en aquella larga noche como jamás habían imaginado. Lució, extenuado por el placer, sucumbía ante Blanca que siendo suya él sabía que pertenecía a otro.

Anochecía, y la Casa de Campo se cubría de cálido manto ocultándose a los ojos de Lucio asomado al ático, allí soñoliento. Allá abajo, en el paseo de Rosales, junto al Templo de Debod dedicado a Amón y a Isis, los dioses que tantas veces han presenciado el mismo oscurecer. Y cercano, un banco vacío al que Lucio miraba todos los días desde las horas del atardecer, pero sin saber hasta cuándo.

(“Blanca” es un relato que ha participado en el 43º Proyecto Anthology. Tema: LUJURIA)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Esa boca atravesando cordilleras, ascendiendo y bajando por una pendienta para deslizarse finalmente hasta lo profundo del bosque es una descripción genial que lleva al lector al tema del artículo, la lujuria descarnada.
Iván

Julio Cob dijo...

¡Ah, la Lujuria!

Dichosa lujuria, al final: simple orografia.

¿Verdad, Ivan?

Gracias por tus comentarios.