Cuando se diseccionan las momias huelen muy bien. Son fragantes y ello resulta ser por los aceites y las resinas con que ungían sus cuerpos. A pesar de los siglos trascurridos, su bálsamo fascinante aún se conserva en la actualidad gracias a los momificadores, cuya profesión la practicaban con excelencia. Esto es lo que nos dice el egiptólogo José Miguel Parra en su libro “Momias, la derrota de la muerte en el antiguo Egipto”.
Pero pese a tan agradable aroma que sahúma como si fuera la fragancia propia de una flor en sus pocos cuatro días de vida, todo lo que existe en el interior de aquel cuerpo reseco es mugre, cual costra infecta que, mortecina, nace de la pus por mucho que desee ofrecerse como la mejor de las esencias, al igual que lo hace, o pretende hacer, el brote de una rosa que hace presagiar las delicias de un éxtasis más o menos placentero, pero finalmente condenada a la peor de las indigencias.
Pasados aquellos cuatro días, vemos como la rosa pierde su lozanía, se marchita y se amorata; e incluso en la pretensión de conservarla como un bello recuerdo, la fetidez que desprende nos lleva a su desprendimiento alojándola en el contenedor que tengamos más cercano, probablemente con indiferencia. Las momias, pues, son como las envolturas que no nos conviene abrir. Se impone la conveniencia de mantenerlas intactas en su pasado, escondidas en un museo en el que un guía afanoso pueda contarnos una o cientos de historias más o menos creíbles.
Pasado el de la rosa, que si alguien presume que pudiera ser de luces, seguro que lo fue a costa de sangre. De sangre, de sudor y de lágrimas, adueñándose de las sombras del interior de unas mentes, cuyo pasado siniestro desean ocultar.
Fascinado por las momias y seducido por el capullo fresco cual atractiva rosa que oculta sus espinas, al observar lo que de verdad se esconde en la química del alcanfor, sólo queda espacio para el marchitado engaño en el relleno de la mugre alojado en el estercolero de cualquier contenedor.
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