Veintidós estaciones, algunas de ellas en desuso, son las que separan las ciudades de Valencia y Cuenca en una línea de ferrocarril llamada a desaparecer absorbida por la alta tecnología que se ofrece en “AVE” veloz para acortar al camino entre ambas capitales de provincia.
Una línea, la de Valencia-Madrid por Cuenca, aprobada en 1910 que, sin embargo, no llegó a su fin hasta muchos años después. El viejo sueño se convirtió en realidad en 1947, cuando al acortar la distancia con la capital de la nación, también fue de utilidad para que en trayecto directo los valencianos pudiéramos llegar por bellos paisajes hasta la entrañable capital de las “casas colgadas”. La que con sus impresionantes vistas desde lo alto de la zona del Castillo, hace disfrutar a sus visitantes de una de las más fascinantes panorámicas que en España se ofrecen. Como igualmente al revés, acercar las tierras castellanas a nuestro "cap i casal" del viejo reino valenciano.
Y para “celebrar” su inminente final, miembros de la Asociación Cultural VALANTIGA nos hemos desplazado a través de verdes campos en los que la dificultad de un trayecto en altiplanos se compensa con la satisfacción de los cambios de un paisaje en el que de forma sucesiva aparecen zonas de llanuras, otras de pintorescos riscos, también de sorprendentes túneles que se acercan hasta nuestros ojos y nos introducen en lo oscuro. Así como de pequeños y gratos valles que irrumpen veloces, sin desdeñar en sus viejas estaciones unos desahuciados artilugios convertidos en monumentos industriales que nos trae el recuerdo de la vieja actividad ferroviaria en su actual pretensión de museos etnológicos: al aire libre y en su lugar adecuado.
Sin embargo, no es desdeñar el interior del tren por la posibilidad de ejercer un ejercicio muy usual antaño, pero en la actualidad fenecido. El momento crucial de dar cumplida cuenta a las viandas, que si no en cesta de chorizos y albaceteña, de bota de vino peleón y hebra de tabaco cuales pasajeros más, sí lo ha sido al aflorar de las pequeñas mochilas el pan tierno y crujiente del día, las latas de un muy buen atún, el rioja conservado en frío y servido en el cristal de unos vasos que como tal se merece, así como algún que otro alimento sobre el mantel de tela sobre un asiento vacío convertido en el instante en una pequeña mesa que, aunque modesta, cumplía con su misión para tan importante lance: uno de los objetivos fundamentales del “viaje”, sin desdeñar otros que llegarían pocas horas después.
La coqueta estación de Cuenca, decorada de viejo café, fue la de su momento. Y frente a ella, el bús que nos condujo al punto más alto de la ciudad: al del Castillo, desde donde en amplio mirador se muestra todo el encanto de la ciudad que tomara Alfonso VIII allá por el siglo XII.
Predominan a primera vista su parte antigua, situada a la derecha sobre un cerro rocoso de corte profundo, que sirve de cimiento a un friso de casas de porte palaciego, monumental y catedralicio. En el centro de la panorámica y a media altura, el viejo convento dominico en la actualidad Parador Nacional, unido con el alto cerro mediante el elevado puente de hierro de construcción modernista, el de San Pablo, siguiendo la moda imperante a principio del XX.
Una vez disfrutado del alto mirador, iniciamos el camino de bajada, estrecho, hacía su Plaza Mayor. Por él, disfrutamos de sus pequeñas portadas, de sus balcones de hierros y de las huellas del tiempo labradas en sus piedras.
Visitamos la Catedral de Santa María y San Julián con sus diferenciadas capillas, su amplia girola, su sorprendente sacristía y su aula capitular, en un templo gótico iniciado en el siglo XII y sus posteriores modificaciones.
La hora de la comida, ya algo tardía, era la de recuperar fuerzas. También la del necesario descanso para reiniciar después nuestro camino. En esta ocasión para adentrarnos por las callejuelas tras la Catedral con el fin de cruzar el puente para visitar el Parador con la ocasión de hacer trabajar las máquinas digitales dirigidas hacia las casas colgadas en amplio friso sobre el cerro, a cuya parte teníamos que retroceder.
De regreso, una vez cruzado y en suave pendiente, se llega hasta la base de una casa del siglo XIV ocupada por el Restaurante Casas Colgadas. En la roca se encuentra el pequeño pasadizo que da paso al centro de la vieja ciudad a quienes acceden desde el puente.
Vimos anclados y en las barandillas del mismo, modernos candados cuyas llaves lanzan al vacío los jóvenes enamorados jurándose amor eterno que ojalá cumplieran en su intento.
Era el momento de la marcha atrás, la del regreso, la de la vuelta a la estación que nos conduciría hasta un final de jornada gozosamente disfrutada.
Como el de un viejo recorrido que después de casi setenta años de vida y de gratos recuerdos ha cumplido con su misión.
Poco tiempo de vida le queda. Aprovechen la ocasión y disfruten de ella.
3 comentarios:
Muy interesante la descripción del viaje, tal que extraído de aquellos libros de viajes que algunos intrépidos hombres y mujeres , realizaban en el siglo XIX y que después , servían para que a través de sus interesantes relatos, conociésemos las peripecias que habían ocurrido en aquellos viajes tan de aventura.
Pero ahora en lenguaje de hoy, muy interesante la narración del viaje y de la estancia en Cuenca, ciudad colgada entre rocas. Me alegro de que disfrutaseis del viaje , viandas incluidas ( con ese toque de distinción, del Rioja en copa de cristal) y ahora a programar otro aún más interesante, buenas noches .Gregorio
Gregorio, y alguna que otra curiosa anécdota, como la de una prueba de vértigo, que en aras de la brevedad he dejado en el tintero.
Muchas gracias por tu comentario.
Un abrazo
La hoz del Jucar y sus maravillosas casas colgantes.
El casco antiguo,las subidas y bajadas,su plaza y su catedral.
Siempre que me he acercado a esta ciudad y su provincia,he vuelto por que siempre nos dejamos cosas por ver.
Siempre nos hemos acercado con el coche,pero en tren debe se una experiencia muy bonita y diferente.
Un abrazo.
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