Fue por un breve instante; de repente sentí la sensación de escuchar cánticos de adhesión bajo el intenso arbolado de la Plaza de Oriente, al tiempo que las estatuas de los reyes godos que la circundan y con marcial precisión, elevaban su índice a la ceja de sus faces sonrientes.
¿Acaso no han pasado ya casi 40 años? me pregunté. Pero no, no podía ser. Demasiado el tiempo transcurrido. No son estos los mismos perros, ni con distintos collares; pero de lo que no hay duda es de que estos, son hijos de aquellos. Y como se dice que donde hubo siempre queda, pues ahí están, como un calco de adhesión, que si entonces se conocía como inquebrantable, ahora es manifiesta.
¿A quién puede sorprender pues que en esta España nuestra -en la que por cierto hay quienes consideran como casa ajena aunque chupen de ella- y a toque de corneta, lo más profundo de lo sectario, rancio y pseudo progre que se expande por la piel de toro se agrupen cual mesnada en defensa de Baltasar Garzón atacando al mismo tiempo a la alta Magistratura? Estado de Derecho que siempre han dicho defender y sin embargo ahora vilipendian con toda clase de improperios; tan propio de ellos.
Si Baltasar Garzón es considerado como juez estrella, tal calificativo nace de su propio entorno, que en pura lógica es quien mejor le conoce, alentada tal deferencia por una parte de prensa, sin que el resto (salvo los sectarios de siempre, los de la mesnada) haya salido en defensa del juez, igualmente conscientes de su narcisismo inveterado.
Por lo visto, son varias las razones que hacen posible que el Sr. Garzón sienta en sus propios glúteos la frialdad del banquillo: sus presuntas prevaricaciones, sus chanchullos con el Sr. Botín, su autorización de escuchas ilegales, su aceptación impertérrita a las maquinaciones de El País de un sumario que él tenía la obligación de custodiar y su intento de juzgar a un hombre muerto. Decisión esta última que, más que cualquier otra cosa, produjo en su día “la mayor de las risotadas”. Grato premio nada desdeñable dado los tiempos de penuria y de caras angustiadas adueñados de la calle.
Juzgar a Garzón por chanchullos con un director bancario no deja de ser más que un titular de prensa para el relleno de cabeceras y aumento de sus tiradas. Sus presuntas prevaricaciones, como tantas otras que estamos viendo de todos los colores, serán, al igual que todas ellas, papel mojado en breves fechas. Y su intento de juzgar a un hombre muerto, no obedece más que a seguir las consignas de Zapatero para contribuir de tal guisa al enfrentamiento nacional, por aquello de la “conveniencia de la tensión constante entre los españoles” que tanto beneficia a la izquierda, según advierte el Presidente de Gobierno.
Todo una cortina de humo aireada por los grupos más dogmáticos, los tan pancarteros como cejudos que, libres de preocupaciones porque son ajenos a la crisis gracias a sus cuentas corrientes saneadas y ricos patrimonios, tienen el tiempo suficiente para tales devaneos.
Aquí la única pregunta que hay que hacer a Baltasar Garzón para ver cómo lo explica y cuál es su grado desfachatez, que supongo elevado, es por qué hace doce años se negó a juzgar los asesinatos de quienes están enterrados en Paracuellos, y ahora, sin embargo, juzga oportuno iniciar un proceso judicial contra quienes no comparten su ideología, precisamente la de aquellos cuyos padres y abuelos fueron asesinados sin juicio previo por los correligionarios afines a las ideas socialistas de Baltasar Garzón.
Y ese es el principal problema que tiene Baltasar Garzón: el que antes que juez sea ideólogo con aderezos de animadversión. Tendencia que si pensó pudiera serle eficaz para ejercer su frustrada vida política, como juez hace que se le vea el plumero, al tiempo que haya cuestionado su eficaz carrera, que si llena de luces, él mismo se ha encargado de enseñarnos sus sombras.
Mejor le valiera en su mezcla de juez, de político y de ideólogo, “juzgar” al auténtico malversador de la transición democrática en su intento y acierto de resucitar “las dos españas”, José Luís Rodríguez Zapatero, a quien llegada la ocasión será el pueblo español el encargado de juzgarle.
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