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11 octubre 2008

ASTURIAS, COSTA DE INDIANOS - II

03/10/2008
Rumbo a Gijón iniciamos el día con el deseo de visitar Luarca y Cudillero, dos bellos pueblos de la costa asturiana que bien vale la pena saber de ellos.

De mayor población el primero, pasear por sus calles contemplando sus edificios modernistas de principios del pasado siglo tiene el aliciente de que permanecen intactos gracias a sus gustosas restauraciones que mantienen en sus calles todo el sabor de antaño. Su amplio puerto sirve de punto de mirada a los cuatro puntos cardinales con la seguridad de que al contemplar sus vistas, entraña la dificultad de mostrar alguna preferencia por una u otra parte de las que se muestran ante nuestros ojos. El azul del día daba aún mayor belleza al blanco predominante en toda la ciudad, destacando la Plaza del Ayuntamiento junto al rio Negro, debido a su lecho de pizarra, surcado por una fina lamina de agua donde se recreaban aves palmípedas alegrando la vista del viajero.

El friso vegetal que circunda la ciudad alfombra las laderas que rodean a Luarca, de cuyo centro sale un camino ascendente a uno de sus miradores desde el que se observa toda la ciudad metida dentro de una cazuela de la que rompe uno de sus lados bocana a la mar.

Vista la ciudad desde lo alto, es un anfiteatro en cuyo centro su puerto deportivo alinea multitud de pequeñas embarcaciones que pespunteando su espejo de plata ofrece la mejor marina urbana para deleite del plácido observador.

Desde lo alto de su mirador abandonamos Luarca pasando por una zona cumplida de edificios indianos: aquellos que haciendo fortuna en tierras de América regresaron a sus orígenes homenajeando sus triunfos con ricos edificios, auténticos palacios situados en el mejor de su emplazamiento visto al Cantábrico. La mayoría de ellos lucen su perfecto estado y muestran todo el esplendor de aquellos dorados años como testimonio de un éxito por el que los ansiosos de gloria lucharon. Los hubo que no alcanzaron fortuna y de ellos sólo queda su recuerdo, como el ya reseñado en nuestra visita a Navia en su amplio mirador frente a la playa, permanente punto de inicio al dorado tan deseado como ignorado.

Llegamos a Cudillero, pequeño pueblo marinero metido entre dos montañas de frondosa vegetación, cuyas casas escalonadas forman un anfiteatro de tonos rojizos que contrastan graciosamente con el verdor de las laderas que lo comprimen. Era un mediodía nublado, pero a poco de nuestra llegada, un diluvio descargó su fuerza implacable sobre el poblado, privándonos de una plácida comida en una de sus terrazas frente al mar, flanqueados por sus casas que contornean el pequeño puerto marinero declarado Conjunto Histórico Artístico y Bien de Interés Cultural. Con seguridad, el fuerte chubasco que se cernió sobre nosotros en un breve instante colaboró a una desafortunada elección, con el resultado de una comida para olvidar: imprevisto con el que siempre hay que contar y que por fortuna fue una mancha extraña durante todo el viaje, felizmente olvidada pocas horas más tarde.

Cuando cesó la lluvia, las nubes se despidieron de Cudillero y un cielo límpido dio el mayor esplendor a sus casas arracimadas, brindándonos la ocasión de las mejores fotos.

Avanzada la tarde llegamos a Gijón, donde nos dedicamos a un necesario descanso agravado por fuertes turbulencias que aconsejaban no salir de la habitación, pese al entorno ajardinado del Parque de Isabel La Católica, del que íbamos a disfrutar al día siguiente.


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