El horno de pan persiste en el tiempo, aunque nada tenga que ver con lo que fue. No así la lechería alicatada de barrio a donde de pequeño acudía con mi lechera a por el líquido extraído de unas ubres que años aún más atrás se vendía paseando a la vaca por las calles de la ciudad. Aquella leche tras hervirla daba la ocasión de verter su nata sobre un pequeño plato para nuestro deleite. Este sencillo y exiguo manjar ha pasado a nuestro olvido.
Estamos en otro tiempo y otros pequeños comercios han fenecido de nuestras vidas; mejor no recordarlos.
Para qué. ¿Para despertar nostalgias? Bueno…tampoco está de más. Al menos no molesta.
Sin embargo, un nuevo establecimiento ha aparecido en el barrio con triviales comentarios llenos de ingenuidad.
Su probable negocio tiene un rasgo más occidental. Alejado, por supuesto, de esas tiendas en manos de inmigrantes chinos que cuando entras en ellas no hay un hueco vacío, llenas sus paredes de productos carentes de calidad. Desde una flor de pétalos de tela hasta un dinosaurio de carne esponjosa, pasando por un traje de sevillanas, una bombilla de bajo consumo o un saco de tierra que publicita unas nutrientes más o menos provechosas.
No, no es un negocio oriental, les decía. Su sesgo es occidental, tantas veces visto en películas americanas.
Un pequeño espacio de apenas cuarenta metros cuadrados con un banco de espera a un lado, mientras en el de enfrente un mostrador donde recoger lo que se ofrece limpio a quien acude a su servicio.
Y luego lo esencial: dos paredes lisas en las que aparecen dos grandes bocas acristaladas en una y tres más pequeñas en la de al lado.
Corresponden a un conjunto de lavadoras en las que se introduce la ropa que ensuciamos. Desde un sencillo calcetín al edredón, pasando por todas clases de pertenencias que necesitamos para ejercitar nuestras vidas de la forma más limpia posible.
En cuanto a la higiene, los valencianos sabemos de ello. O así lo creemos. Si el fuego en la calle purifica y convierte en pavesas nuestras codicias que han sido esculpidas satirizando nuestras vidas, no sucede así con estos aparatos que proclaman limpieza a nuestros pertrechos, pero que los dejan dispuestos para ensuciarlos de nuevo sin ocasión a la mínima reflexión.
Desparecida la vieja lechería, al igual que la pastilla de jabón lagarto que a golpes de mano sobre el tablón estriado dejaban limpias nuestras vergüenzas en el lavadero de nuestros domicilios, sustituida la forzosa tarea por la cómoda modernidad, prefiero la lavadora en el interior de mi casa por aquello que es el mejor sitio donde asear nuestras vergüenzas. La ropa sucia se lava en casa. Dicen.
Vueltas al bombo pues, que si limpian las inmundicias, lo hacen en detrimento de nuestra intimidad.
Aquella húmeda tabla de lavar al igual que la sabrosa nata han pasado al olvido.
Adelante la modernidad; atrás un deleite que quien no lo conoció, al menos no lo ha perdido.
1 comentario:
Cuanta razón tienes pero es lo que hay. Recuerdo perfectamente a mi padre un día, en que estaba yo saboreando un delicioso tomate maduro directamente junto a la mata, y me dijo "tus hijos nunca disfrutaran ese sabor", y no se equivocó.
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