Es la luna la que influye sobre la superficie del mar. Con su acción permanente logra la presencia de las mareas. De esta guisa, observamos cómo periódicamente la enorme masa oceánica nos gane terreno y sus aguas dejen, bien sobre las rocas, bien sobre los muros, la huella verde y mohosa de su presencia. Luego, se retira sigilosa, pero su afán inquebrantable al igual que en su disciplina, harán que vuelva a inundar nuestra tranquila arena, el fleco de tierra que lo circunda.
Su influencia es lacerante, pues todo lo que en ella pueda tener de bello, no deja de ser más que la privación por unas horas de una parte de nuestro diario quehacer; lo que aceptamos sumisos y sin reparo alguno, dada la fuerza indestructible que la Luna mantiene sobre nuestras vidas.
Hoy me he bañado en el lago termal y deleitándome sobre sus aguas y observando el manto celestial que nos abriga, he visto en él la presencia de unas nubes como presagio de un cambio tendente a la lluvia, o a la ausencia de ese tapizado de azul relajante e intenso que tanto nos agrada.
Nubes, las que he visto, que aunque a simple vista parezcan multiformes, no lo son, pues su reclutamiento es tan semejante, que más bien parece una manada de borreguitos flotando sobre nosotros.
Si la Luna influye sobre la superficie del mar, igual lo hace ese ejército pixelado al que sucumbiremos, sin que exista por nuestra parte la mínima posibilidad de evitarlo.
Nubes de blanco algodón que cuando pincelan la bóveda celesta son de especial encanto, pero, que, sin embargo, cuando son reclutadas con un fin premeditado como el que nos anuncia, nos lleva a pensar que si son manadas en el cielo, igual las hay en la tierra. Manadas de borregos que a la voz de su amo corretean allá donde las dirigen, sin la menor posibilidad de evitarlo, aunque de manera automática lo sea con agrado.
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