1543 DE JUAN VILLUGA
El Artur Más, cuyo nombre el de Arturo los hay y muchos en
Cataluña, dice que Cataluña necesita ser un estado, una nación, mientras lo que
verdaderamente precisa son políticos de talla.
No es fácil dar con hombres de similar entereza a la de Castelar, Cánovas
de Castillo, sin duda a la
de Tarradellas o la de un Fraga Iribarne que cada uno con su
visión de Estado y en su momento, dedicaron toda su atención en beneficio de la
“cosa pública” a lo que prestaron su vida. No, no es nada fácil.
El Arturo, por desgracia delfín del Pujol (el de la Banca Catalana de
párpados caídos que en su dormidera son como compuertas de potenciales
hechizos, el Jordi de sueldo vitalicio que ya lo hubiera querido para sí el
Duque de Lerma, el Jorge de gestos y sesgos falsarios, de manos insatisfechas,
que no inquietas) el Arturo, decía, no es portador de la dignidad de los arriba
citados; ni de lejos. Ni él, ni quien lo promocionó.
Si tuviera gracia el Artur, formaría con el Carod el “duo
sacapuntas” dispuestos a los bolos por el Ampurdán, donde el recuerdo
intelectual de José Plá, quedaría mancillado con la presencia de ambos. Qué
diferencia entre esta pareja de truhanes y el autor de “El cuaderno gris”, pues
pedir peras al olmo ni siquiera nos lleva a la utopía, que en este caso sería
una mamarracha, tanto en cuanto en lo personal por lo que les corroe, como en
la dignidad de su diario quehacer y que no tienen, su comparación es un insulto
al intelecto.
Adocenar, mentir y envenenar a la ciudadanía, en este caso
numerosa cuando el narcótico es de venta libre, no es de políticos corruptos,
sino de algo más grave, el de aquellos dispuestos a poner en manos ineptas un
tren a máxima velocidad, sin vías ni traviesas, repleto de un público víctima
de su adicción, pero ignorante de un destino semejante a los que ofrecen en un
dos por uno ciertas agencias de viajes, dispuestas al bandidaje, hacia una
idílica playa inexistente.
Debemos creer que llegará el día que un político honesto,
amante de su tierra, aparezca por las Ramblas y sepa decir el “no es eso, no es
eso”; un hombre libre como Albert Boadella, por ejemplo, catalán de pura cepa,
amante de su tierra y español por nacimiento, que posibilite el paseo tranquilo
por la Diagonal rumbo a la costa española y que se detenga ante la estatua del
bizarro Colón en su alzado majestuoso. Quien, por cierto, no es catalán de
nacimiento, como malintencionadamente algunos pregonan en la antesala de una
historia tan falsa como perversa.
Será entonces y sólo en ese instante, cuando en verdad
puedan disfrutar quienes habitan esa región española al verse libres como los
pájaros volando a los cuatro vientos sobre la tierra de su paisanaje. Y más que
nunca lo disfrutarían quienes en la actualidad son prisioneros de “adhesiones
inquebrantables”, propias de otra época que como tal así la ejercitaron y por
ello son ahora victimas dormidas voceando cánticos de laboratorio.
Si el Guardiola fuera mileurista, sería otro cantar. No lo
es y por ello se recrea en una imaginaria e independentista nación, ubicado en
un apartamento de alto standig de la capital, su Nueva York particular,
abrazada entre Tarrasa y Sabadell y ante el alto de Montjuic.
¡Qué inventen ellos! Decía Unamuno. Pero en este caso a lo
Jordi y a lo Artur, que como muestra, bien vale la frase.
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