La emoción de cualquier juego juvenil no iba con él, sin embargo si lo era la del tren.
A León Valderas, su paso, le pillaba muy cerca. Muy próximo a su casa, se había acostumbrado a su fuerte chirriar nocturno, pero durante el día, su frecuencia de cada cuatro horas, se había convertido en la alfombra mágica de sus anhelos.
Un día, León Valderas, escuchó de unos ancianos sentados al sol, que en Sarajevo, un terrorista había asesinado recientemente a un príncipe heredero y que por ello varias naciones se habían declarado en pie de guerra; lo que para León Valderas no significaba nada, tan solo como una muestra de uno de sus juegos, pero en esta ocasión, de los de verdad.
León Valderas vivía en un pequeño pueblo encajado entre altas montañas. Una de ellas era un macizo rocoso cortado en vertical, cuya base servía de trasera a una fila de bajas casas que daban lugar a una de sus pocas calles.
Mientras que en el otro lado y sobre una suave ladera que culminaba con una torre, resto de un medieval castillo, habitaba el resto del poblado. El paso de un rio de pequeño caudal y el del ferrocarril, partían en dos al lugar cuyos habitantes no alcanzaban los trescientos.
León Valderas acudía cuantas veces le era posible a ver el paso del tren, ilusionado en ver tras sus ventanillas el semblante de los pasajeros en quienes se representaban sus sueños.
Los grandes mares y océanos; los frondosos bosques de alto arbolado, albergues de mágicas historias; los campos de grandes batallas, signados de victorias y derrotas, y la existencia de cinco continentes, tal y como había aprendido en la escuela, se arracimaban en su imaginación y la única válvula de escape en la que confiaba era aquel tren que puntualmente pasaba ante sus ojos.
Gracias a su padre, maestro de la escuela, sus lecturas le sabían a poco, deseaba vivirlas, por lo que sus protagonistas los fijaba en el interior de los camarotes del tren, como escapados de sus páginas camino a la aventura.
Sus añoranzas eran interminables, ilusionado en el quizás de algún día que las hiciera posible.
Pero, desgraciadamente, aquel pueblo carecía de estación, sin que León Valderas, en la sed de su fantasía, fuera consciente de ello.
3 comentarios:
Dicen que en el transcurso de nuestra vida, siempre nos pasa el tren por delante una o dos veces, y que el futuro depende que lo tomemos o no.
No había pensado el caso de León. Si no hay estación tiene que ser muy difícil.
Buen relato, Jota. Cadenciosas frases las tuyas, amigo.
Marcos y Paco, gracias por vuestras visitas.
Nos ilusionamos en tantas cosas, que no sabemos si están a nuestro alcance.
Saludos
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