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22 noviembre 2006

LOLA Y AURORA


A Kamae:

Mi apreciada montañesa que me enseñó que 69 se escribe sesenta y nueve.

Boscán.

"CELOS OCULTOS"

Al ayudarte a soplar las cien velitas he tenido deseos de romperte la tarta en la cara, ¡qué la abuelas también tenemos nuestro genio! pero en nada ha quedado mi apetencia, y de verdad, yo sería incapaz de ello, pero…

Son tantos los recuerdos que me han venido en ese momento que hasta la rabieta ha debido notarse en mi rostro. Ni este mar de arrugas que lo cubre, ha conseguido ahogarla, mientras sonriéndote, acompañando a toda la familia, te cantaba el cumpleaños feliz. El que seas mi hermana mayor por dos años y que desde hace más de treinta, cuando enviudamos, vivamos juntas, no consigue hacerme olvidar aquel disgusto tan grande que me diste. Pero como siempre, me he tenido que aguantar.

Como cuando me quitaste el novio, ¿qué hace muchos años de eso? ¿Qué no debo pensar en esas cosas? ¡Ya lo sé! Pero bien guardadito lo he tenido que sufrir toda mi vida.

Pero, ¿qué bien supiste hacerlo? como eras culona y yo poquita cosa, pues, ¡ale! ¡A movérselo! Y él, que estaba loquito por mí, que me quería por mi dulzura, no supo resistirse a tus meneos y claro, yo la pequeña, la que aun no era para novios ¡a callar! y que padre no se enterara ¡qué la Lola ya era mayor de edad! y por tanto, en edad de merecer.

¡Cómo sabías lo que hacías! Él iba para rico, y, como tu eras la mayor, pues eso, como desde siempre. Ya desde muy pequeñas, desde la primera muñeca o cuando aquella cocinita azul, cuando yo como una tonta cogía enfados, sofocos… ¡Tenías dos años más y más de todo! mucho más alta, como mucho más mayor y… ¡claro, todo era para ti! Y luego lo de culona ¡pero qué tontos son los hombres! ¡Ven un culo y como bobos!

Te casaste enseguida y pasaste a ser la dueña. No sólo de él sino también de todo lo que él tenía. Me casé años después con un obrero de su fábrica ¡tu fábrica! Tú de reina, en tu casa de palacio y yo alquilada. ¡Claro! como tu marido era rico y el mío su empleado, pues… ¿Cómo jefa tenía que verte? ¡Encima eso!


Luego enviudamos las dos; ¡ahí sí que fui la primera! Y me quedé en mi casa sola pero con siete hijos casados ¡qué mi marido era muy machote! Seis meses después se murió él, y con solo un hijo te quedaste, que mucho fijarse en tu culo, pero… pa ná, ¡en eso también te gané!

¿Vente a vivir conmigo, Aurora? Y yo como tonta, a tu casa. Tú de dueña, y yo, yo de… ¿de criada?, o casi.

"CUMPLEAÑOS FELIZ"

Toda la familia participaba en la fiesta de cumpleaños más deseada desde hacía años pues estaban convencidos que la abuela Lola tenía cuerda para eso y para mucho más. Y allí estaban todos en derredor de la centenaria: su hermana Aurora, los ocho hijos de ambas, veintidós nietos, siete bisnietos. ¡Una tarta! hasta seis ¡y mucha sidra!: que es más dulce y tanto encanta a las abuelas.

Estaban en la casa de campo, de esas grandes con sabor a arados, a caballos, a sacos de grano. Las caballerizas están abandonadas y las cambras son en la actualidad lugar de recuerdos para hijos y nietos, de escondites para los bisnietos. Tiene un patio interior muy amplio, con su pozo de agua fresca, con la sombra de un algarrobo. Y un parral que estira sus brazos buscando apoyos a la vez que muestra sus racimos de gruesas uvas. Es el que sirve de cobijo a la fiesta de la abuela Lola.

Es una casa labriega heredada del bisabuelo que sirve de lugar de veraneo a toda la familia y que turnándose, van ocupándola con ilusión. Hasta hace unos años, unos labradores la cuidaban durante todo el año y en el gran corral, hoy vacío, daban vida a conejos y gallinas que repartían a toda la familia. Los pavos se paseaban por el corral, orgullosos y altivos, cebándose para el mejor adorno de las mesas navideñas.

"CARIÑO SINCERO"


Bajo el parral, entre cuyas hojas se iban alojando los tapones de sidra que subían de la fiesta, se escuchó una voz:

-¡A ver! Silvia “la escritora” ¡qué nos cuente algo!

Y Silvia, sin dudarlo, estirando sus brazos en uve como señal de fiesta y alegría abrazó a su abuela Lola, a la tía Aurora y haciéndose un lugar pidió silencio:

- “Abuela, abuelilla, que todos te queremos mucho, que ya tienes cien años y son muchos más los que te quedan, por guapa y sobre todo, por buena. Todos los años celebramos esta fiesta, la de los dos cumpleaños, pues si tú los cumples el día trece, la tia Aurora, el dieciséis, y, ya sois las abuelas con más años en toda la comarca.

Pero anoche –continuó Silvia entusiasmada – tía Aurora me dijo que para ella no era la fiesta, y aunque me dijo que no te lo contara, yo sí voy a decírtelo. Me pidió que este año, al ser el de tu centenario ¡sólo Lola debiera ser la reina! y, que para ella todos los besos y todos los agasajos, incluso los de ella misma, los de su hermana en especial, que en sus noventa y ocho años, a ella, a Lola, le había dado su vida entera.

¡Silvia! Cariño, dile que la quiero desde el primer día, me pidió tu hermana que te dijera, incluso cuando de pequeñas tú te quedabas con todo, o hasta cuando le quitaste el novio, pues esas cosas pasan, dice tu Aurora y que pese a ello jamás dejó de quererte.

¡Dale las gracias en mi nombre! me ha dicho que te dijera, pues por ella conocí a mi Juan, el hombre que me dio siete hijos. Y que Juan era tan bueno como Lola y por eso, cuando me quedé sola, me fui a vivir a su casa ¿a dónde podía ir, sino con ella?

Y dile, que si cosas raras han pasado por mi cabeza soñándolas en voz alta, pues sólo así ella ha podido enterarse, dile que no era yo quién hablaba, que era el diablo, que ese si que es malo y todo lo quiere enturbiar, más conmigo no puede, pues si tanto la quiero ¿cómo la voy a odiar?”

"EL MEJOR REGALO"

Terminó el cumpleaños feliz con el triunfo de toda la familia en torno a Lola y Aurora, con recuerdos, con besos, con regalos. Pero el mayor de todos, el mejor de ellos, es el que está envuelto con la piel de tía Aurora en la cajita de su corazón, donde unos celos ocultos no impedían una vida entera de entrega fraternal.



20 noviembre 2006

VIC Y VALL DE SAU COLLASACABRA


Vic es la capital de la comarca barcelonesa de Osona. A medio camino entre los Pirineos y Barcelona, Vic es una ciudad histórica, cosmopolita, con un gran patrimonio cultural y en lo gastronómico, famosa por sus embutidos. ¿Quién no ha probado el salchichón de Vic? Habíamos llegado al Parador el día anterior que lo pasamos descansando, con una muy buena comida y gozando de sus instalaciones. Cuando entramos por primera vez en la ciudad de Vic, después de aparcar, nos dirigimos a la Plaza Mayor. Cuando te dicen que es día de mercado y que éste se celebra en la plaza principal de la ciudad, no dudas en aceptar tan buena sugerencia. Conforme nos acercábamos por sus callejuelas, el río de gente nos avisaba que íbamos llegando al sitio elegido. Las plazas mayores de todas las ciudades vestidas de mercado tienen un encanto especial. Pero siendo cierto, en esta ocasión, el tumulto del mercado y sus arracimados puestos, impedían a nuestros ojos gozar de la belleza de la plaza, de los soportales y de las añejas tiendas que en ellos se escondían. No podíamos ver de una parte a otra de la enorme plaza los puestos de mil y una cosas diferentes expuestas al fiel comprador. Así que después de un pequeño recorrido por los pasillos interiores nos fuimos hacia la zona turística cuyos bajos eran tiendas de corte moderno con diseños vanguardistas. En ellas, el comercio y la cultura se ensamblan con el buen gusto de sus casas, de sus limpias callejuelas y con la amabilidad de sus gentes. Vimos la Catedral con su magnífico claustro de dos pisos en cuyo centro está el mausoleo donde descansa el filósofo Jaime Balmes. El claustro románico sirve de sujeción al gótico, creando un cuadro arquitectónico de gran belleza. También está presente el barroco, que hace acto de presencia en algunas de sus capillas interiores.

Junto a la Catedral está el Museo Episcopal de Vic. Sabía del famoso embutido, pero no que estaba a punto de entrar, no solo al mejor Museo de España, sino a uno de los tres mejores del mundo en su género. Sus piezas originales del románico rivalizan con las del gótico y juntas representan una incomparable exposición de la pintura y escultura medievales. Su larga existencia de más de cien años, ha ido enriqueciendo al Museo que ha estado situado en distintas sedes, creciendo siempre gracias al esfuerzo de quienes le han ofrecido una gran dedicación. El esfuerzo ha valido la pena y desde hace siete años la construcción del nuevo Museo de Vic ha supuesto el broche de oro para las interesantes colecciones que albergan sus cuatro plantas. Arqueología, románico, gótico, tejido, indumentarias, vidrios, piel, orfebrería, numismática y cerámica ilustran a los visitantes del bello museo, único, de rico contenido y en su mejor emplazamiento.

Comimos donde nos recomendó Laura, nuestra amiga del Parador, gran conocedora de la zona y por lo tanto quien nos diseñó las mejores rutas. Ca Basset con su buena cocina y de trato muy amable conforman la mejor carta. Confieso que hacer caso a Laura, valió la pena.

No todo terminó ahí pues tuvimos una sorpresa inesperada por increíble. Nos fuimos a tomar café a la Plaza Mayor y como por arte de magia el tupido mercado había desaparecido. Podado todo el entramado, la gran plaza, limpia y guapa, sin una sola muestra de lo que había sido un par de horas antes, nos enseñaba su encanto señorial. Cerrada al tráfico, todo el suelo central es de tierra. Bajo los porches en todo su rectángulo, se escondían sus tiendas comerciales. Sentados, girábamos las miradas para ver las casas de estilos diferentes: modernistas, barrocas, renacentistas y algunas con elementos góticos. Lo que no pudimos ver por la mañana lo disfrutamos en la primera hora de la tarde tomando de forma plácida un café descafeinado de máquina y un chupito de orujo amarillo.

Abandonamos Vic y nos fuimos a ver la vida monástica del siglo XI: el Monasterio de Sant Pere de Casserres. Es uno de los monumentos más importantes de la arquitectura románica catalana y está situada en lo alto de una península escarpada, por cuyos lados el río Ter se va embalsando en un valle ocultando con sus aguas un pueblo del que sobresale el campanario que indica el nivel de ellas. Aproveché los pocos momentos de sol para hacer unas magníficas fotos.

Al día siguiente nos fuimos hacía el Pirineo barcelonés en la comarca del Ripolles para visitar Ripoll, San Joan de les Abadeses, Camprodón y Setcases ya en pleno Pirineo.

A Wifredo el Velloso se le debe el grandioso Monasterio de Ripoll, bella construcción del arte románico, llamado la Covadonga catalana, entre cuyas ruinas duermen el sueño eterno los primeros condes de Barcelona. La creación de la Marca Hispánica supuso el freno del avance musulmán más allá de los Pirineos. Fueron Carlomagno y sus sucesores quienes lo impidieron uniéndose al mismo fin los condes de aquellas tierras. Con Wifredo el Velloso dio principio aquella serie de condes de Barcelona, soberanos e independientes, que habían de elevar a tan alto grado aquel nuevo Estado cristiano de la España oriental.


Camprodón y Setcases son pequeños pueblos pirenaicos totalmente restaurados dispuestos para que el turismo disfrute de sus bellos paisajes. Es una lástima que para su restauración se haya perdido el sabor de pueblo antiguo que sin duda tiene el pueblo de Rupit y que ibamos a conocer al día siguiente. Coincidimos con el cambio de hoja lo que hizo que resultaran aún más bellos sus agrestes paisajes. Comimos en Ca Japet: buenos entrantes y carnes a la brasa. Una magnífica comida.

El miércoles nos fuimos a Rupit situado en Collsacabra en el extremo de la comarca de Osona. Su nombre nace de una roca, al igual que los hacen sus calles. El suelo que pisábamos en todo el poblado es una roca. Rupit está situado encima de una roca. De su calle principal sube otra perpendicular buscando la parte más alta. Está escalonada por los cortes naturales de la roca y aunque empinada, como sus gajos son largos, el ascenso se convierte en un suave paseo entre casas de piedras con entradas y rincones sorprendentes. Rupit es un pueblo antiguo situado en zona de riscos. Un puente colgante de madera, como entrada peatonal al pueblo, le da un encanto especial. Desde el mismo puente hice muchas fotos al poblado y el cambio de hoja, siempre presente, recrea el paisaje con sus pinceladas rojizas y amarillentas. Comimos en Ca Estragués, cuyas piedras desde 1805, más la última ampliación, dan cobijo y comida al visitante.

El Collsacabra es una zona de riscos y Tavertet es su mejor mirador. Fue una pena que el día no acompañase: lluvioso y muy cerrado impedía la contemplación del paisaje con todo su esplendor. El pueblo tiene una iglesia románica del silgo XI, una muralla ibérica y vestigios del neolítico. Tavertet está situado sobre un risco de 200 mts, y pese a ello, está muy bien comunicado gracias a una buena carretera que facilita acercarse a un paraje impresionante. Desde el Mirador el tiempo se para, el silencio embelesa y si aspiras el aire húmedo, la envidia del pájaro que observas en su vuelo te convierte en un ser inferior.

Regresamos al Parador de Vic, situado enfrente del embalse de Vic Sau, pasamos nuestra cuarta noche y al día siguiente nos despedimos de la niebla sobre el pantano. Por la carretera hacía Vic dos cabras monteses estaban quietas y pegadas al asfalto, vigilantes, asegurando cruzar ante el peligro que ya debían de conocer. Por mi espejo retrovisor las vi cruzar. Fue una lástima, pero por la zona de curvas donde las encontré, hizo que fuera imposible detenerme para darles paso.

Noviembre 2006-11-19

13 noviembre 2006

PÉRDIDAS Y QUEBRANTOS


Leí una vez que un médico de Avilés había llegado a la conclusión de que el hombre pierde todos los días ochenta pelos de su cabello. El dato concreto e inequívoco no me planteó, en principio, ningún problema pues son tantas las cosas que vamos perdiendo, que al ser yo poco coqueto la pérdida de una parte de mi cuerpo, de algo de mi cabello, lo consideré irrelevante.

Sin embargo, luego de pensar en ello la curiosidad me pudo y quise satisfacer mi incipiente deseo. Si mi cabeza era el punto de partida de aquella huida, mi espacio tangible iba a ser el destino de mis desechos. Para comprobar la veracidad del aserto, mi espacio debía de estar limitado, sin ningún resquicio incontrolable. Como al aire libre me lo impide, esa agencia de viajes que desplaza de forma gratuita hacia las letrinas de la tierra algunos de nuestro detritus, decidí pasar veinticuatro horas en el interior de mi aposento privado, mi clausura particular. Aquel aislamiento hizo que mis cabellos adquirieron un mayor valor. Son tantas las cosas valiosas que podemos devaluar sin darnos cuenta de ello, que no está de más, alguna vez en la vida, ejercer un control riguroso sobre lo que es nuestro.

Lo terrible es cuando siendo consciente de tus cosas, las pierdes sin darte cuenta, bien porque te desentiendes de ellas y alguien se las encuentra o bien porque el destino te las arrebata.

Llegué a mi casa en una mañana lluviosa, fuera de programa, cuando Susana no me esperaba y la encontré con un amigo. Alguien en quien siempre había confiado, pero allí estaban los dos, a lo suyo. Justo en el momento que fui consciente que aquello dejaba de ser mío. De repente, toda una vida juntos y llega su punto y final de una forma increíble. Estábamos hechos el uno para el otro y en un zas todo se perdió, como aquel pelo que deja de ser cabello en décimas de segundo quizá por el desaliño.

Siempre creí que si no aceptas lo que el destino te pone eres un mal jugador, así que acepté el envite, dejé aquella casa, mi mundo hasta entonces y me fui, expulsado de mi interior como los pelos caidos que quieren ignorarte. Fue cuando comprendí que estábamos hechos para ir desprendiéndonos unos de otros porque sólo es posible cuando algo se tiene. Aquello ya tenía cierto sentido, por alguna ley natural estamos llamados a perder parte de nosotros mismos, cabello a cabello.

Cuando perdí a mi mejor amigo, victima de un accidente de tráfico, algo se desgajó de mí. Desde nuestros juegos infantiles el uno nada sabía hacer sin el otro. Fue tal la empatía que se nos fue creando, que dar un paso adelante necesitaba la mutua aprobación, pero no para autorizar cualquier decisión sino porque desde ese momento cada uno de nosotros tomaba la acción como propia. Al despedir a mi amigo que vi desaparecer de mis ojos mientras las manos rudas del sepulturero sellaba la cortina de mármol, me fui al km. 13 de aquella carretera vecinal, punto en el que Segundo perdió su vida en el acto.

Sentado en una piedra observé los restos del accidente: un frenazo en el asfalto producido por mi amigo en su lucha contra el destino, los tallos segados de los arbustos al borde de la carretera y el tronco tronchado, todavía unido por su corteza como un cordón umbilical que separa la vida de la muerte allí donde se produjo. En aquel lugar y en aquel mismo instante fluyeron por mi mente recuerdos imborrables. En breves instantes rememoré toda una vida, no tan cercana por los años ya pasados, pero que las circunstancias me trajeron de golpe. Valorando todo, medité que con el tiempo todo se pierde diluyéndose por cualquier desagüe, de tal manera, que recuperar lo deseado es un imposible.

De vuelta a casa ojeé el periódico buscando la página de sucesos, y me llamó la atención un comentario realizado por un médico de Avilés que hablaba del cabello del hombre y su forma de perderlo. Argumentaba el médico que el hombre puede perder hasta ochenta pelos todos los días sin que exista nada ni nadie que lo remedie.

01 noviembre 2006

LA ESCALERA


En su momento fue uno de los edificios más importantes de la ciudad, muy popular, de los más altos y quizá de los más voluminosos. Su patio de entrada es muy amplio, hondo, con una lámpara araña de bronce bajo un techo con talla palaciega. Cuatro escalones de mármol comunican con el hall, en el que dos ascensores laterales y un escondido montacargas dan servicio a una treintena de familias. En él está la portería en la que, junto al enorme hueco de la escalera que bajaba desde el cielo, trabajaba mi padre. Junto a mis padres, mis tres hermanos y mi abuela, en el último piso de aquel serio edificio teníamos la vivienda, disfrutando de una terraza enorme en la que igual jugábamos al balón que al escondite.

A mis siete u ocho años, como a los de cualquiera en semejante edad, se me prohibía coger el ascensor en solitario. Para subir aquellos once pisos tenía que recurrir al acompañamiento de cualquier mayor, cosa que me resultaba muy fácil; al menos, mi padre, siempre estaba allí. Pero bajar era mucho más sencillo, no necesitaba de nadie.

Así pues, deseoso de salir a la calle o por cualquier otro motivo, me lanzaba escaleras a bajo con la ligereza de mis pocos años ayudado por la ley de la gravedad, lo que conseguía sin peligro alguno gracias a mi pericia y al conocimiento del terreno que me servían para alcanzar una gran velocidad. La escalera es de mármol, con tramos largos de ocho escalones que con dos o tres zancadas los bajaba. Cinco tenían los cortos para los que me bastaba en ocasiones con una sola. Los rellanos, espaciosos y con cuatro o cinco viviendas, me servían para bien poco a no ser para contarlos y era en los cuatro recodos del pasamano, que nunca debía soltar, cuando cogía mayor impulso en mi descenso.

Si los pájaros disfrutan volando a mí me pasaba lo mismo y jamás fui alcanzado por nadie que me arrojase sobre el suelo. Del decimoprimero al cuarto siempre había luz solar gracias a los amplios ventanales situadas en la parte trasera del edificio, pero a partir del tercer piso sólo los automáticos iluminaban mi descenso. El segundo y el primero con las luces apagadas representaban la oscuridad total. Aún quedaban dos alturas para llegar al patio, las de los despachos que siempre tenían la claridad de los anuncios. Pero el peor momento de la bajada era mi paso por los oscuros segundo y primero pisos que Vds. pensarán podían encerrar cierto peligro, pero no van por ahí los tiros. La oscuridad tenía otros pagos.

Llegado en mi descenso al segundo piso, la oscuridad se mezclaba con el miedo que sentía en el tiempo que necesitaba para pasarlos, lo que me hacía ir aún más rápido para bajarlos en un santiamén. Eran unos momentos de angustia en los que no me podía permitir parar. Muchas veces los pasé a oscuras porque me los sabía de memoria y un fallo por un traspié era un imposible porque mi seguridad era total, pero… ni siquiera podía frenar para activar la luz en el rellano, el temor me lo impedía.

Si mi seguridad estaba sellada al pasamano el miedo se engullía en mi interior y mi cuerpo sentía el cosquilleo de la angustia. No me faltaba el aire porque éste nunca huye, como aquellos rincones oscuros que sentía a mi paso, siempre fijos y donde en cualquier momento “alguien” podía salir para cortarme el paso.

Llegar a la zona de luz significaba el alivio. Detrás quedaban mis temores y mis miedos, dentro del cajón oscuro de mi alma. Sólo la inconsciencia de mis años cuando llegaba al final del descenso, hacía que me olvidara de todo y la luz venciera a la pesadilla. Los motivos, ocultos en mi cajón, eran cosa mía y a nadie le importaba.

(“La escalera” es un relato modificado del que ha participado en el 11º Proyecto Anthology. Tema Oscuridad)

Noviembre 2006-11-01