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26 septiembre 2008

NI SIQUIERA CERA

Todas las noches, antes de acostarse, Pedro se recreaba en su aseo personal porque quería descansar su limpieza entre el calor de las sábanas. Con un bastoncillo y sumo cuidado se limpiaba el interior de sus orejas, y con la misma atención y cariño guardaba el cerumen en una cajita de caña de bambú adquirida en una tienda oriental. Pasado un tiempo, una vez llena a rebosar, la aceitaba con su saliva y la cubría con un trozo de tela de lino. Finalmente, la tapaba con una lámina fina de corcho y con unas gotas de lacre la sellaba guardando en su interior lo que era una parte de él.

Pedro se hizo un hombre mayor. En una pequeña hornacina dentro de su baño, vestida de plata, había conseguido reunir en sus estantes de cristal una batería de cajitas, las más antiguas de caña. Le seguían en el tiempo unas aromáticas de madera de sándalo y las más modernas de metal: unos pequeños cofres cerrados, ya no por el corcho, sino por su misma tapa, la que sellaba esta vez con cera virgen adquirida en un mercado de especias cercano a su casa.

Su pasado, dejado a zarpazos en la calle por los jirones de la vida, se mantenía intacto en el interior de su capilla idolatrada, donde, en su ritual, había ido, día a día, guardando la más pura esencia de sí mismo: la única capaz de preservar dentro de su particular sacristía. Se había decepcionado tantas veces en el transcurso de su vida y eran tantas las cosas que se difuminaban a su paso sin dejar el más leve rastro, olvidadas en cualquier rincón ajeno a la luz, que fijar su huella en este mundo no era para él como una obsesión que le hacía esclavo, sino por la veracidad de su existencia cuyo poso deseaba perpetuar.

Pasaron los años y ni siquiera sus achaques de anciano lograron poner fin a su afán de todos los días. Con sus tembleques y su mucha paciencia, todas las noches hurgaba en sus seniles oídos, extraía algo de su ya poco cerumen y lo guardaba untuoso en una pequeña cajita, ahora de cristal. Pedro sabía que su final estaba cerca. Sus fuerzas, cada vez más escasas, era el más certero de los presagios y el dolor se adueñaba de su cuerpo. Aunque nada le impedía seguir guardando lo poco que aún quedaba de él.

Y fue una noche cuando Pedro sintió un fuerte dolor en su pecho. Su alcoba empezó a girar, como un tiovivo en el que cabalgan sombras en esta ocasión tristes. A paso lento llegó a su baño, abrió la hornacina, vio sus cajitas de forma vaga, y pese a la tenue luz existente en sus ojos, aún las reconoció: tres de caña, cinco de sándalo, otras cinco de plata y dos de cristal: una de ellas aún no completa.

Toda una vida dentro de aquel sagrario mundano mostrado ante sus ojos cada vez más cegados. Pedro sentía un fuerte dolor, al tiempo que alguien tiraba de él, como queriendo llevárselo consigo a un lugar ignorado. Y en su último estertor, fijando su mirada en las cajitas, fue cuando se dio cuenta de que estaban saltando todos los precintos mostrándose abiertas como si fueran cascaras de huevos de perdiz, desparramadas por los estantes. Y en el interior de sus cajitas de caña, de sándalo, de plata y de cristal, todas vacías ya, nada quedaba en ellas; sólo el dulzor de una penumbra que languidecía dentro de él.

(“Ni siquiera cera” es un relato que ha participado en el 36º Proyecto Anthology. Tema: La muerte)

24 septiembre 2008

RUEDAS DE MOLINO

Nunca comulgues con el pan ázimo amasado con las ruedas de molino de lo políticamente correcto –oí decir muchas veces- porque ausente el chasquido de la absolución, los caminos hacía el mar del despropósito no tiene vuelta atrás, pese que algunos prefieran un paseo en barca a través de unas aguas pestilentes, cuyo aroma sus pituitarias presumen ignorar.

Son muchos los que genuflexos y ufanos acceden sobre una alfombra aborregada al cojín de los conversos, donde doblegan su cerviz llena de orgullo, perfumada de una humildad efímera cuyos vapores se diluyen por el botafumeiro de la vanidad; mientras alzan el cuello, mientras cierran sus ojos.

Nos dice uno de estos días desde la tele el “creyente” portavoz del PSOE Sr. Alonso, D. José Antonio, que ETA nunca conseguirá sus propósitos. Frase que queda muy bien tantas veces repetida desde su púlpito oficial, perorata en la que muchos creen y en ella confían, como somos muchos los que esperamos sea pronto una realidad. Mas lo cierto es todo lo contrario: la realidad es que ETA cumple su objetivo de matar y lo satisface tantas veces como quiere. O sea, que eso de que nunca conseguirá su propósito tiene un matiz, como poco, algo discutible.

Son tantas las veces que hemos oído la misma canción desde uno y otro bando –los que se alternan en el poder- que más nos suena a un pop estrafalario de música estridente que rechina y daña nuestros oídos, castigados por una batería de coches bomba, cuyo número de víctimas va en aumento.

La humildad en el reconocimiento a un penoso fracaso enfrentada a lo mezquino de lo políticamente correcto es una ecuación llena de incógnitas que quienes nos gobiernan no se atreven a despejar, ya por muchos años: los que van desde el primer día en que hiciera acto de presencia el terrorismo etarra en nuestras calles. Su resultado: el humo que nos envuelve cargado de metralla venteado por quienes utilizan el pasamontañas para ocultar su miseria humana. La que es capaz de anular en ellos todo discernimiento vencida la fecha de caducidad de su más pútrida mente. Los mismos que también son aplaudidos por personas cuyo único gen racial es el de la maldad; alimentados también, directa o indirectamente, por quienes desde un primer momento vieron en sus mentes mezquinas la posibilidad de sacarles renta justificando que eran víctimas de un escenario de bambalinas por ellos mismos montado, contrario a la realidad de pueblo deseoso de vivir en paz. Así pues, la falta de humildad en el convencimiento de un fracaso sólo nos lleva a que el humo siga latente un año tras otro año. Los que ya son demasiados y sin ver claro el final.

A la obligación moral de endurecer las penas hacen oídos sordos quienes seguramente el estruendo de las bombas ha roto sus tímpanos y no escuchan, pese al reto constitucional que les obliga a cumplir con un compromiso al que por lo visto son reacios.

Las penas al criminal impenitente dictadas por los tribunales de justicia no deben pasar por el tamiz desvergonzado que las reduzca a su más mínima expresión conducido por las manos de quienes a ellos también pertenecen.

Permitir mensajes embadurnados de xenofobia vecinal a la juventud vasca es un delito de lesa majestad en la persona de quien si la cara es el espejo del alma, en él, Dios, hizo su obra maestra con sus cejas de avieso diablo.

La cadena perpetua para seres vivos transformados en bestias es una obligación a la que todo buen nacido no puede sustraerse, pese la etiqueta de “hombre de paz” puesta a manos con los imperdibles de la desvergüenza, propio de cualquier sastre convencional dispuesto al vilipendio de las víctimas y al beneficio de los verdugos: los primeros son el pasado, los segundos el futuro, nos dijo un henchido Zapatero.

Los del futuro, los que tantas veces han sido protegidos y que como seres infames que son, se han vuelto contra los que antaño engordaron sus miserias haciendo posible en nuestros días el actual “estado de excepción”, al que se ve sometido todo hombre de paz nacido en tierras de España solidario con el que ciertamente se vive en las tres provincias vascas, del que se ven libres los verdugos.

Los que están dispuestos al coche bomba, que, protegidos por una parte de su sociedad cegada por el odio, tratan de soliviantar cualquier tipo de convivencia en ésta, nuestra tierra.

Pero las ruedas del molino siguen su camino, los minutos de silencio proliferan y el reclinatorio oficial permanece abierto, al que acuden los conversos, ausentes de cualquier tipo de confesión.

17 septiembre 2008

PARA SIEMPRE

El viejo Capitán se abotonó la chaqueta según su costumbre de cuando se disponía a uno de sus habituales actos, los obligados por su mando. Bajó del puente y se paseó por la cubierta aún seca por el sol, unas horas después de haber salido de puerto rumbo a las calientes aguas del Caribe. Se fijó en la popa, en lo alto del palo de mesana, en la presencia de un pájaro extraño que descansaba sobre uno de los cabos tensados, mientras que la cangreja, ya henchida, se enfrentaba a la fuerza del viento tirando del barco que rompía las aguas en una mañana plácida, limpia de nubes y fresca por su brisa bajo la sonrisa atenta y complacida del viejo Capitán.

Jamás había visto un ave parecida, lo que le sorprendió. Había dejado Maracaibo donde hicieron escala para proveerse de ron y algún que otro marino. De ellos estaba necesitado tras haber sufrido un motín a cuyos instigadores penaron sabiendo del fondo del mar al que llegaron con un ancla sujeta al cuello. El Capitán quiso dar un vistazo al navío interesado sobre todo por conocer no sólo la bravura de la nueva leva, sino del perfil de sus miradas, de lo que se escondía en el interior de sus ojos.

Reclutados por su segundo de a bordo, se nutrían de huérfanos de oficio, de jovenzuelos que añoraban gloria, de patanes y de huidos de la justicia. De esta tarea se encargaba su leal marino a quien le debía la vida por dos veces. Sucedió cuando cubriéndole con su cuerpo en los momentos de un abordaje quedó falto de una mano y con la huella de un cruel sablazo en su cara, señales inequívocas del arrojo incondicional que atesoraba el fiel y ya más que amigo hacia su viejo Capitán, agradecido como estaba cuando de niño le salvó de la miseria llevándoselo consigo surcando los mares.

Cuando el Capitán se encaminó hacia la bodega le llamó la atención tras un vacío tonel y rollos de cuerdas amontonados junto al timón, la presencia de un muchacho que al verse observado contrajo sus escasas carnes escondiéndose aún más en el barril, en el que tras arrugar el entrecejo de su cara sucia, desconfiada y plena de temores se ocultó por completo. Igual no alcanzaba la edad de los trece años, pero su desaliño y su famélico aspecto hacían de él la apariencia de ser algo mayor. De ojos vivos fruto del hambre, llegó a verle sentado sobre el culo de un pozal, éste vuelto al revés sobre el suelo húmedo producto del vertido pestilente que lo guardaba. Entre sus pies descalzos hormigueaban restos de unas migajas de pan, las que alertaron al Capitán del apetito atrasado que debía acuciar al estomago de aquel joven escaso de carnes pero abundante de inmundicias.

Escudriñó en él su mirada y para sacarlo de su refugió tiró de una de sus orejas con una acción no exenta de cierto melindre, caminando juntos al camarote. Lo metió en su bañera, le ofreció su mesa, guarnecida con un buen un guiso de pescado, un trozo de carne seca y un vaso de ron para que se repusieran las fuerzas de quien iba a convertirse a partir de aquel instante en su ordenanza más directo.

Pasado el mediodía y a muy pocas millas de Haití cuando una fuerte tempestad hizo temblar las cuadernas de la nave. Los crujidos de las jarcias incapaces de soportar su fuerza salvaje desarbolaron su velamen quedando a merced de las olas, más del peligro oculto de los arrecifes a los que se aproximaban.

Furiosas lenguas de agua fustigaban su quilla que oculta por las olas era un juguete en manos de un mar embravecido. ¡Sálvese quien pueda!, gritó el Capitán cuando tan solo era él quien quedaba en su puesto observando cómo las fauces del mar engullían a toda la tripulación en medio de un remolino que creciente, circundaba en torno a él.

Calmáronse los vientos y sobre una sábana de plata una flecha incandescente pespunteada de estrellitas doradas marcaba el punto lejano por donde se escondía un disco de sangre, ennoblecido de luto: el del silencio, ajeno, sin embargo, en aquel instante a todo lo que significara algo de valor.

Sólo un barril de pólvora navegaba por las ahora tranquilas aguas conducido en su grupa por un fiel marino, de cuya garganta sólo se escuchaba: ¡capitán! ¡Capitán!... y el eco de su fidelidad: los fuertes vestigios de la lealtad, triunfantes siempre sobre el empuje vigoroso de cualquier tipo de tempestad.

11 septiembre 2008

JUGAR CON FUEGO

Es nuestro don más preciado, la vida, el que nos han regalado sin habernos puesto en ninguna lista de espera ni librado instancia alguna de solicitud. Llegó a nosotros sin necesidad de franqueo, ni timbre alguno de petición, cuando solo éramos un proyecto en ciernes en el que no teníamos ni voz ni voto. En cambio, cuando somos dueños de ella, luchamos por los más ambiciosos deseos, pero sin alcanzar el mejor de los puertos: el de lograr que se cumplan en su más sentida plenitud.

Por sus peligros, vale la pena el intento de saber de sus atajos, los que tanto abundarán allá por donde nos movamos. Pero no para perecer por ellos, echando por la borda nuestro más preciado don: el regalo de la vida.

Desaparecida en nuestro horizonte más cercano la mortalidad infantil, y siendo nuestras vidas más largas cuyos umbrales a la tercera edad son cada vez más lejanos, disponernos a hacer más fructíferos nuestros días es el mejor obsequio que podemos ofrecer a quienes nos la dieron.

Agosto, el mes del calor, el mes estival, el mes por excelencia de las fiestas paganas y religiosas, cubre su hoja de almanaque con fiestas patronales por doquier. En sus semanas grandes, son cada vez más variadas las formas de celebrarlas recurriendo a todo tipo de festejos, aunque con mayor o peor fortuna. En sus programas de fiestas, no falta el acto bizarro en el que mostrar la pericia, el valor, la hombría en suma, es el que ocupa incluso el lugar prominente, pese a que suponga lanzar un reto mortal a nuestro don más preciado.

Las más de las veces, cuando en plena juventud, son pocos los años los que hemos transcurrido por unos senderos que hasta ese momento nos han ofrecido lo mejor de sus caras, pero sin haberles exprimido el más sabroso de sus jugos.

Morir en un momento festivo por culpa de un acto bizarro es como en cualquier otro instante que ponemos en peligro nuestras vidas lanzados al falso estímulo de las drogas, fuente de la esclavitud, al éxtasis de la velocidad, falta de raciocinio, o al logro de una hazaña próxima a la gloria, pero rozando los circuitos incandescentes de la muerte.

Poner en peligro nuestro don preciado, consciente o sin pensar ello, es el peaje a que nos lleva la vida actual, en la que el ser humano no es más que una marioneta obligada a transitar por la autopista de la vida, acelerados ora por la vanidad, ora por el falso orgullo, ora por el mezquino premio de la gloria, pero ausentes siempre de la red de la prudencia, el mejor seguro garante de una larga vida en la que aprender a disfrutar de la fantasía de los muchos años que nos quedan por delante. Lo que es una obligación con la que corresponder a quienes nos ofrecieron el mejor de los regalos. Y sin carta alguna en la que lo pidiéramos.


05 septiembre 2008

LA MINISTRA DE IGUALDAD

Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, dice el axioma, que por lo visto no tiene en cuenta el mundo emperifollado en el que nos encontramos donde el afán de distingo por un mejor status, sacia el telón de nuestra vanidad.

Para poner orden a tanto despropósito hasta tenemos un Ministerio de Igualdad, cuyo norte y guía es el de cuidar -con el celo y buen cuidado propio de una mujer que es quien lo rige- que en la casa nuestra seamos cada vez más iguales, sobre todo en nuestros derechos, encaminado a lograr un estado del bienestar próximo a un mundo feliz, y atento siempre a que en los dos lados de la ecuación sus incógnitas sean cada vez más semejas.

Sin embargo, cual panfleto publicitario convertido en el almíbar que trata de endulzarnos la sangre y ajena al peligro que el mismo entraña, desde el Ministerio de Igualdad, su ministra Bibiana Aído, con nombre de actriz de comedia, nos lanza la idea de un nuevo proyecto de “ley del aborto”, auspiciado fundamentalmente, en que no pueden haber diferencias entre unas autonomías y otras. ¡Acabáramos! ¿Tan necesarias alforjas para este viaje?

¿Desde cuándo se ha planteado que todas las autonomías sean iguales en derechos? El engendro en el constitucional de 1978 de unas inexistentes comunidades históricas con más derechos que las otras -invento que hasta ha llegado a convencer de su veracidad a quienes lo parieron, ufanos entonces de que el aborto era un crimen- se ha venido utilizando por unos y por otros como mercancía de cambio y fines de gobierno –por no hablar de lodos de sangre- a cuya desvergüenza, la mayoría silenciosa asiste tan atónita como ya acostumbrada, y con el único remedio de seguir muda en sus silencios.

Dicen los necesitados del engendro, que las autonomías que más producen y que por ello son las que más entregan al erario público, son los que más tienen que recibir, silenciando, que su privilegiada situación es fruto del mejor trato que siempre recibieron de todos los gobiernos de turno, en perjuicio de otras regiones olvidadas y de cuya falta de servicios aún quieren más distanciarse los favorecidos de siempre, los del engendro constitucional.

Igualdad, que junto a la fraternidad y la solidaridad son palabrejas castellanas en las que los traductores de euskera y catalán se atascan, atrofiados por una mezquindad que según Zapatero es inexistente.

Bibiana Aído pues, lo tiene crudo. Y ella, tan guapa, aparece ante las cámaras para decirnos que con la nueva “ley del aborto” seremos todos más iguales, los unos a los otros.

Quizá, la ministra, piense que nuestro bienestar irá en aumento, solucionando un asunto que por lo visto y según sus datos, igual ocupa una de las primeras urgencias del sufrido pueblo español, y que superado, la fiel de la balanza dejará de inclinarse hacía alguno de sus lados. Donde podamos todos bañarnos en un mar tranquilo y apacible.

Algo no encaja. Más parece otra de las formas que nos tiene acostumbrado nuestro Presidente de Gobierno tan aficionado a tensionarnos, mientras en su constante cirugía por los entresijos de la Moncloa procura no se le note la crecida de su nariz, amparada bajo unas cejas de aspecto circunflejo de cuya semejanza satánica Dios coja confesados a sus creyentes, o protegidos de un buen riñón a quienes su condición agnóstica se lo impide.