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27 octubre 2007

LA SEÑORA AUDIENCIA


Reconozco que me pirran las mujeres, pero no la señora Audiencia, esa tan voluminosa de andares candentes y que no se corta un pelo cuando tiene que decir. Abanderada de la moda, está presente en todos los plató de televisión, incluso en las horas antes dedicadas a los niños, la de los dibujos animados, aquellos de las peleas entre el ratón ganador y el gato escaldado, en las que el único triunfador era el espectador.

Y la noto estirada, hasta algo blasfema, con cierto aire acaparador. Centro de todas las miradas, taconea con zafio estilo su esbelta figura. Y como si jamás hubiese roto un plato, se considera víctima, a la par que importante. Se esconde bajo el talco que disimula su arruga acomplejada; o si más joven, ensalza su figura con el vestido ceñido de falda corta propicio al ventanal más íntimo; o si de talla grande, también ceñida, que más parece emblema publicitario de un neumático expuesto en la amplia explanada de un gran superficie, sonriendo siempre con gran encanto.

Y se viste con ropa de diseño, comprada en el todo a cien: en el amplio vestidor de ropa con aromas de naftalina escondido bajo los focos del estudio televisivo, después de pasar por la sesión de maquillaje para el disfraz de su cara, que, con las luces y sombras más vanguardistas para llamar la atención, engañarán al insensato televidente sentado en su mullido sofá hogareño cuando ejecuta sus horas de siesta, o si despierto hace calceta.

La señora es turbadora y está de buen ver, a veces hasta irresistible, en las horas del qué me dices. Y es entonces, cuando llega el momento de pasear su garbo, el del zapeo inevitable, en el que el guiño hace acto de presencia, incluso para los más circunspectos, los acorazados con el coleto de su orgullo malherido, fieles y adictos a un programa de la dos.

O quizá sean las modas que nos dicen lo que hay que ver, a las que caemos rendidos a sus pies, débiles, indefensos y enamoradizos. Los de la señora Audiencia, la reina de la casa, en los que lanza en ristre y con el todo vale, los interesados galanes se pelean por ella, empeñados en lucirla en el salón columnario del Palacio de las Vanidades, en la hora de la gran fiesta de los disfraces.

23 octubre 2007

EL TÁLAMO


Me miró, me sonrió, dio media vueltecita y se fue con el balanceo propio a su esbelta figura, motivo de una turbación desconocida en aquellos años de mis juegos juveniles, como podían ser los de jugar tras un aro junto a la vía del tren, ignorante a su peligro, o como a cualquier otro que pudiera surgir al correr por una pendiente conduciéndolo con mi mano con la intención de que se mantuviera en pie.

Lo que en ocasiones me producían, tras torpes caídas, pequeños regueros de sangre que (como diplomas con nombre) acreditaban lleno de orgullo mi incipiente virilidad, sentimiento que también ignoraba. Así pues, era cuestión de abandonar el aro y de pensar sólo en ella, mi vecinita de barrio, la que desde aquel día iba a convertirse en una nueva obsesión, dueña de mi cuerpo ya sin ningún tipo de control, en un placer que de forma alocada no podría abandonar, dedicándome a su recuerdo con un gran desenfreno.

Y todo aquello era como un concierto en torno a un río del que disfrutaba con sus crecidas, nunca sentidas en aquel mi pequeño mundo, como antes decía. Como cuando llegó el momento del aluvión, que por vez primera lo desbordó y lo anegó, azorando mi espíritu hacia una situación extraña hasta entonces. La corriente, débil en principio, sólo sabía discurrir por su propio lecho con impulsos cada vez más excitantes, a merced de sus torrenteras que, enloquecidas, se perdían por las pendientes, desfogadas, buscando un meandro donde apaciguarse, un lugar donde descansar. Pero jamás encontraron las aguas lugar donde estancarse, tal era su desorden, al borde de una locura insaciable.

Y ya para siempre, en su inocencia salvaje, enfurecida y sin control alguno, aquella vorágine se desnortó, repitiendo en el tiempo el mismo rumbo cuya brisa envolvente me resistía abandonar. Y no para apagar el fuego de la desesperación, sino para acrecentarlo, deseoso, sin embargo, de un pequeño remanso en el que deleitarme, cual tálamo ardiente, útil para satisfacer el ardor más salvaje, encendido por el efecto de una mirada concuspicente.

Con los años dejó de ser río abierto, y sobre el cauce se construyó un parque (como un lugar de descanso para el poblado) defensa de las aguas voluptuosas enterradas bajo su fondo más tenebroso. La cuestión era liberar al poblado de sus peligros, dejándolo tranquilo (pretensión en la que se confiaba por una simple cuestión de edad, caprichos de la naturaleza, tal vez) Pero no el del aluvión, siempre latente, que un buen día, quizá el mejor de todos, hizo estallar la tierra abriéndose como una granada. Y de ella, emergió un deseo reprimido en busca de un lecho al nunca pudo renunciar, envuelto en la locura de sus sábanas húmedas, propio de un apetito insaciable, enfebrecido y turbador.


(“El tálamo” es un relato que ha participado en el 23º Proyecto Anthology. Tema: Locura)

14 octubre 2007

LA RIADA DE VALENCIA


Hoy hace cincuenta años que el río Turia se desbordó en Valencia. Y cuando bajaron sus aguas, todos los "RINCONES DE MI CIUDAD" se convirtieron en una tercera riada que fue la de hermandad.