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28 agosto 2007

CARA INMISERICORDE


Al mirar su cara situada enfrente, a un metro de mis ojos, me vinieron al recuerdo aquellas otras que había visto en el Museo de Cera, frías, inescrutables, sin un atisbo de piedad. A su diferencia, las caras de algunos de aquellos personajes famosos encerraban ciertos rasgos de humanidad, gracias a un escultor genial dedicado a expresar con sus manos, el arte que en él se encerraba. Sin embargo, en quien tenía frente a mí, la caridad brillaba por su ausencia, y si algo se movía en su rostro, sólo era su invisible aliento. Y si algo de genial guardaba en sus manos, se escondía en su instinto con la intención de hundirme, más si cabe, en lo más hondo de mi cieno.

Aficionado al juego de poker desde hacía mucho tiempo, la bola de nieve se convirtió en un tumor miserable cada vez más agarrado a mis carnes, lo que me impedía desprender su poder destructivo. Lo que empezó siendo un rato de distracción, años más tarde, cuando manejé fuertes sumas de dinero, pasó a ser un calvario cuyas espinas me producían, en contadas ocasiones, breves momentos de placer.

Aquella noche llevaba perdida una fortuna, y la posibilidad de recuperarme sólo dependía de una mano genial, convertida en jugada maestra que me permitiera acabar con él. Corresponde a ese instante prodigioso que todo jugador desea a lo largo de una partida de muchas horas, como en todas aquellas que habíamos celebrado hasta altas horas de la madrugada.

Y justo en aquel momento esperado, fue cuando llegó la mano que pacientemente esperaba. Quedamos los dos frente a frente, solos, pues los otros tres jugadores habían abandonado la partida, a sabiendas que la mejor victoria es una retirada a tiempo.

Me sabía vencedor y que le tenía en mis manos, estrujando su cuello. Su única defensa era la de pujar fuerte, para que yo me retirara, pero en la seguridad de mi triunfo estaba mi recuperación económica, pues ya había puesto en juego todo mi patrimonio, derrochado encima de la mesa. Y fue cuando de aquella cara inmisericorde, a la que nada le importaba el vil metal, surgió la puja que nunca esperaba: la de una osada e indecente proposición.

Si en un papel puesto en sus manos – me dijo- le daba el número del móvil de mi esposa, podría recuperar de la mesa todo el dinero, documentos y pagarés que había firmado en aquellas horas, a lo largo de toda la noche, necesitado como estaba de aumentar mi crédito. Todo lo que había apostado, adormecido por la droga del juego, y como pócima execrable de mis desechos a cambio de mi desprecio.

Le di el papel, confiado en mi trío de reyes que junto a un As y otra carta cualquiera, conformaban los cinco naipes cual falso talismán. Su rostro continuó frío, inescrutable y sin piedad. Pero de sus firmes manos sobre el tapete, iluminado por el haz humeante, denso e irrespirable, emanado de una lámpara enganchada por un cable al techo, clausurados en su vicioso chamizo y aislados de un entorno febril, surgió sobre la mesa un trío de Ases que me dejó sumido en el mayor de los quebrantos, al tiempo que esparcido por el cieno de mi más absoluta miseria.

(“Cara inmisericorde” es un relato que ha participado en el 21º Proyecto Anthology. Tema: Trío)

05 agosto 2007

CUESTION DE CONSTANCIA

Estaba muy intranquila en mi nueva casa, sin nada que hacer. Como de costumbre, sentía cómo me picaba todo el cuerpo aunque con el paso de los días he terminado por acostumbrarme. .
Recuerdo que llegué a bordo de un tren, en compañía de otras compañeras emigrantes, cuya procedencia ignoraba por culpa de mi discreción, pues siempre fui muy callada. Lo mismo veníamos del mismo lugar, no lo sé. Fue aquel un viaje de muchas horas, y en cada parada subían nuevas compañías con mayor agobio para todas, pues la falta de una buena climatización hacía cada vez más angustioso el trayecto. Creo que me acostumbré a mi nueva vida desde el primer instante, sin molestar a nadie, y como premio recibí toda clase de atenciones.

Sin embargo, no era consciente ni de mi felicidad ni de mis desdichas, sólo de mi aburrimiento. Y miraba hacia todas partes por si encontraba algo de interés en lo que fijarme, sin que nunca nadie, o algo, consiguiera llamarme la atención.

Por las mañanas, salía a pasear. Me había aficionado a la música tecno, gracias a un enorme y sonoro aparato metálico sin pilas, que llevaba colgado de mi cuello. El aire fresco me hacía sentir muy bien, y pese ello, al poco rato me aburría, pues siempre veía las mismas caras, las mismas gentes. La mía se ponía triste, cabizbaja, como cansada, y sentía deseos de volver a casa.

Para no volverme loca, nació en mí mente una costumbre tenaz debido a las circunstancias que albergaban aquella casa. Me pasaba todo el día haciendo lo mismo, sin cesar un instante, con una ofuscación insoportable, sin nada que lo evitase. Adquirí tal destreza que sin gran esfuerzo conseguía mi objetivo no sólo una vez, sino muchas: no el de calmar mi obsesión que nunca cesaba, sino el de evitar aquellos picores que tanto me atormentaban.

Si alguien pudiera pensar que mi obcecación por matar moscas con mí rabo venía motivada por mi aburrimiento, o porque no tuviera nada que hacer, y sobre todo, para liberarme de ellas, estaría en lo cierto, acertando de lleno.

Menos cuando veía de reojo aquella banqueta en la que se sentaba una moza, que además de hacerme la puñeta tirando de mí una tras otra vez, anclaba el rabo a mi pierna para que no le molestara. Ni a ella, ni a las moscas, que de tal manera salvaban sus vidas, al menos, en aquel breve instante.

(“Cuestión de constancia” es un relato que ha participado en el 20º Proyecto Anthology. Tema: Obsesión)


Mi agradecimiento a JOSEPHB MACGREGOR, cuya colaboración enciclopédica tanto estimo.