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30 junio 2007

¡SIEMPRE LO MISMO!


La tarde era insufrible, densa. El sol caía implacable sobre el parque y aplatanaba hasta las sombras por las que no pasaba ni un zagal. En el centro del estanque un chorro de agua se abría como un paraguas viejo, y en el silencio, los pájaros miraban su chapoteo como un concierto intermitente, cansino y vulgar.

Yo iba por una acera seca y silenciosa de la que salía fuego, pegada junto al largo muro al regreso de la guardería. Mientras mi niño Juan sonreía encunado en mis brazos, mis dos gemelos con una de sus manos tiraban de mi falda mientras que con la suelta se enzarzaban dándose coscorrones uno contra el otro.

- Si es que no puedo más –me decía a todas horas- esto es insoportable, mi marido, que madruga mucho, se va a la fábrica y no vuelve hasta el anochecer dejándome sola con los tres niños que se pasan todo el día con preguntas que me veo y deseo para poder darles respuesta. ¡Me vuelven loca! Mamá esto, mamá aquello, y esto por qué, y…qué es aquello. El pequeño Juan tiene tres años y los gemelos, cuatro. Todo, todo quieren saberlo, y en mi atolondramiento no sé que decirles.


Cuando por las mañanas dejo a mis hijos en la guardería gozo de un gran descanso, a pesar de que en mi trabajo tengo que aguantar al imbécil de mi jefe; pero… sólo hasta la media tarde. Porque llegada esa hora, otra vez, mis tres hijos, con las preguntas de siempre, pero con más intensidad, y… ya estoy harta. Cuando Juan llega a casa por la noche, en el momento que tengo que acostar a los niños porque ya es tarde, quiere la cena puesta y juega con ellos lo justo para darles un beso. Y si algo complicado le preguntan, les remite a su madre. Y yo: como una tonta, ¡a ver qué les digo!

¿Siempre será así? ¿Cuántos años? Dos más, o cinco, o diez. ¡Vaya futuro! Pensaba en ello y me sentía atemorizada. Pero llegará el día del abandono, -me decía algo triste- el que me dejen tranquila, y un remanso de paz será el premio a tanto esfuerzo. ¡Soñaba tanto en ello! Quizá no sabía lo que me decía. ¿O si? Váyase a saber.

Han pasado ya demasiados años de todo aquello. Aquel futuro anhelante es ahora mi presente. Y mi antiguo temor es como una chaqueta al revés, de forro destartalado, pegajoso, lleno de miedos, que sigue siendo la prenda de siempre. Porque aquellas preguntas sin respuesta siguen en sobres lacrados con sellos fuera de uso y sin buzón donde depositarse. La tercera dimensión siempre virtual es cierta, como lo son los tiempos: pasado, presente y futuro que se alimentan de un mismo plato uno tras otro. Es como una semilla que engorda, y una vez convertida en fruto, vuelve a ser la misma simiente condicionada a quien la eligió, la mimó, la plantó y la educó.

Solita me los crié, sin ayuda de nadie –me decía algo triste- mi marido siempre fuera y yo haciéndome mayor, engañando a mis canas, y sonriendo a mis arrugas porque aunque poco, algo he aprendido. Ahora de abuela, con mis rotos años a cuesta y mis achaques, el calvario del colegio sigue siendo el mismo todos los días pero multiplicado por tres, con decimales añadidos convertidos en enteros. Las mismas preguntas de antaño salen de las bocas de los hijos de mis hijos. El calor sigue denso pero más intenso, dicen que es por el cambio climático, pero… ¡qué más da!, si siempre es lo mismo.

El estanque seco ya ni de paraguas sirve. La acera permanece intacta pero ya no es plana, ahora más parecen cuestas. Sólo mis gritos se escuchan a lo largo del camino y nadie me hace caso. ¡Si al menos tiraran de mis faldas!

(“Siempre lo mismo” es un relato que ha participado en el 19º Proyecto Anthology. Tema: El futuro)

16 junio 2007

CASTILLA Y LEON, UN CRUCE EN LA HISTORIA.


El túnel del tiempo es un pasadizo angosto y los recuerdos son como ventanas que pasan rápidas en el trayecto hacía unas tierras, que siendo algo desconocidas, las consideras como parte de ti. Descubrí Burgos ya de mayor acompañando a mi padre a la tierra donde nació, quizá cuando él pensaba que sería su último viaje. Y con la intención de conocerlas mejor he querido pasar unos días por tierras leonesas y castellanas que, primero enfrentadas durante casi tres siglos, y luego unidas, fueron reinos y embrión de lo que siglos después se convirtiera en el imperio español, aquel donde nunca se puso el Sol.

Llegamos a Lerma a la hora de comer, la mejor para arribar a cualquier sitio. Y después de una breve siesta regeneradora nos fuimos a Aranda de Duero, el pueblo tantas veces escuchado de los labios de mi padre, donde residen, casi centenarias, dos de sus hermanas. Compartimos parte de la tarde con tan entrañable compañía que después aproveché para hacer unas fotos por sus calles, aquellas por donde mi padre vivió su infancia y juventud.

Lerma es una ciudad monumental por los deseos del valido de Felipe III, Don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, el Duque de Lerma, que la convirtió en el siglo XVII en su centro de operaciones por su inmejorable situación geográfica, dotándola de bellos edificios para diferentes cometidos comunicados entre si, a través de túneles y pasadizos. En la actualidad, y en fecha reciente su palacio ducal se ha convertido en un confortable Parador de Turismo que está dando una gran vitalidad al pequeño pueblo burgalés, cuya Plaza Mayor se llena de coches en gran parte del año.

En nuestro segundo día nos fuimos a Burgos donde nos esperaba a las doce del mediodía el Papamoscas. Lo saludamos y gozamos de su Catedral donde yacen los restos del Cid, doña Jimena y los Condestables de Castilla. Un buena comida de cuchara, y a Santo Domingo de Silos, a disfrutar de su claustro románico con huellas visigóticas y mudéjares. Después dimos un paseo por sus calles medievales a la espera de la hora de la víspera, la del mejor relajo escuchando los cánticos de las bocas de sus monjes benedictinos.

El miércoles hicimos una visita guiada por Lerma descubriendo la tumba del Cura Merino, el laureado guerrillero contra el francés, de nombre Jerónimo Merino COB, casi nada. ¿Quién sabe? ¿Quizá? Muy cerca queda Palencia, y a conocerla fuimos. Habíamos reservados mesa y mantel, porque así nos lo habían aconsejado. Así que tranquilamente recorrimos su calle Mayor, magnífica, y su Catedral, la “bella desconocida”. El templo está sin restaurar pero tiene el sabor de lo antiguo. De estilo gótico se construyó sobre un templo visigótico cuyos sótanos existentes no pudimos visitar. De la comida sólo resaltar que el lechazo estaba exquisito.

Hasta el momento el viaje nos resultaba muy grato, sobre todo por el plácido descanso en el claustro del Parador, convertido en un amplio salón muy confortable y cumplidor a la perfección para aquello que está acondicionado.

Tal y como preveíamos, el jueves llegamos a León a la hora de comer, y el Parador de San Marcos era el mejor sitio para coger fuerzas y descansar. León gira alrededor de su Catedral, con sus vidrieras en las que los evangelios muestran su auténtica luz, San Isidoro con su panteón regio y San Marcos, más que Parador, Museo. Forman tres centros emblemáticos cuya visita obligada, además de enriquecedora, es de un placer inolvidable; sin dejar aparte la Casa Botines, de Antonio Gaudí y el Palacio de los Guzmanes. Su barrio húmedo –dónde comimos una carne a la piedra de gran sabor-, su río Bernesga con su esplendido paseo ribereño, su Reino escondido en la historia de España, y su empaque, son los mejores retos para una estancia plácida y entrañable a la que dedicamos dos días, porque para el tercero teníamos una KDD, gracias a las casualidades del destino, en Astorga, con comida en Castrillo de los Polvazares, un pequeño pueblo muy cercano a la capital de la comarca de Maragateria.

Internet, la gran revolución intercomunicacional a caballo entre dos siglos, nos facilita unas puertas increíbles como son las de hacer amigos. Gracias al genial invento, un grupo de internautas conocidos en la red, habían fijado como lugar de encuentro una casa rural bautizada con el mejor de los nombres a una afición que les es común: Cumbres Borrascosas. La proximidad y seducción de Castrillo, el bello pueblo de arquitectura popular, antigua calzada romana y cuna del cocido maragato no nos daba lugar a otra opción para una estupenda comida. Nos encontramos en Astorga, ante su Catedral, junto al Palacio Episcopal, obra de Antonio Gaudí y con la fantasía de un cuento de hadas. Después de un pequeño refrigerio, tal y como estaba previsto en el guión del día nos fuimos a comer.

De la comida sobró cantidad porque el cocido maragato es abundante y tiene su liturgia especial; primero las carnes: costillas, tocino, lacón, morcillo, gallina, morro, oreja, panceta y chorizo; a continuación los garbanzos, deliciosos, con su verdura; después la sopa y finalmente las natillas. El lugar es Camino de Santiago y aprovechamos un pequeño paseo por sus calles para bajar el cocido con resultado estéril porque ni siquiera llegando al Obradoiro lo hubiésemos conseguido. La KDD nos resultó muy grata y muy especial, y… ¡hasta la próxima!

El domingo abandonamos León, con dirección a Soria en un recorrido tranquilo y relajante a través de una zona boscosa con parada obligada en Hontaria del Pinar, donde nos habían recomendado una deliciosa carne. A media tarde llegamos al Parador de Soria, enclavado en un alto frente a la ciudad con unas vistas magníficas al río Duero con sus abundantes y deliciosas alamedas. Un buen paseo por la ciudad, cuesta abajo, cuesta arriba, dejó a mi cuerpo preparado para un merecido descanso.

El lunes, ya de regreso y en el punto final del viaje paramos en Teruel, mi ciudad entrañable por tantas cosas. Quería conocer los últimos cambios en la ciudad, en su Glorieta, donde han construido un moderno y eficaz aparcamiento que facilita la visita a su centro histórico. Después de la obligada comida y visita a unos buenos amigos pusimos rumbo a Valencia dando por finalizado un viaje en el que todo salió a la perfección y con la esperanza de que en el próximo nos suceda lo mismo y no sea muy tarde.


11 junio 2007

MI TIO LUISO Y LA LEANDRA


Cuando la mamá de Aniceto Rojitas lo lanzó al mundo tuvo que hacer un gran esfuerzo y, como es natural, se quedó agotada bajo el foco de luz ante los ojos atónitos del papá, quien también era primerizo. La comadrona, ya lustroso el niño y liberado de su amarra, lo mostró a la madre que se iba recuperando de su debilidad, al tiempo que le daba unas ligeras palmaditas al culito de melocotón, cuando Aniceto aún no había dicho ni muy. Fue el momento en que Adelino el padre del niño; Nicomedes la parturienta; junto al doctor y la causante del suave azote, vieron en la cara de Aniceto una suave sonrisita mientras le caía la babita.

La mamá de Aniceto, además de sosa, tenía un ligero tic en los brazos, algo intermitente, aunque a veces se aceleraba. Sobre todo en los momentos de intimidad con su esposo, tan refinado como sibarita, al que tanto le agradaba el extraño movimiento (una especie de alfabeto Morse) que arruinó la carrera de Nicomedes dedicada al punto de media, a la que se creía predestinada. Fue por lo que no tuvo más remedio que meterse de costurera.

Ver a su bebé Rojitas en la cuna, dulce y feliz como una flor de azahar, era un encanto, y cuando los caquitas le alertaban, iba rauda a cambiarle los pañales, atenta siempre a soltar de aquel culito algún que otro imperdible que sin querer le había dejado clavado, y sin que por ello el rollizo niño llorase. Al estar boca arriba, la baba no se le caía, pero estaba juguetón y con su sonrisa de siempre.

Aniceto engordó, creció y fue adquiriendo carácter. En especial, gracias a su madre, algo torpe, que le llenaba el cuerpo de cardenales cada vez que le hacía un trajecito afanándose con la sisa. Cuando murieron sus padres en el corto espacio de un mes, tenía ya cumplidos los trece años. Quedó solo en el mundo y se compró un flagelo; semejante al que había visto de un primo hermano, seminarista, con el único lamento de no haber heredado el tic de su mamá que hubiera evitado la monotonía a sus ejercicios nocturnos.

Lo de ganarás el pan con el sudor de tu frente no le motivaba en demasía, pero cuando se puso a trabajar en un pueblo cercano, en la fragua de su tío Luiso, hombre pío y de gran fe cristiana, las estrellitas candentes chocaban en su pecho y brazos desnudos, lo que le producía un placer oculto y llevadero. Su tío lo miraba con recelo y pedía a los Santos y a Dios que tuvieran piedad con él, al que creía imbuido de un gran espíritu de sacrificio y contrición. Pasados unos años y temeroso de alguna desgracia, su tío lo dejó en el paro y nada más quiso saber de él.

Se casó ya machucho, con treinta y seis años, y lo hizo con una tahonera de brazos robustos, dedos gordos y muñecas de una gran consistencia; y se hizo repartidor de pan. En la luna de miel, Leandra, con deseos de agradar, se le ofreció para un masaje erótico. Al rato, como Aniceto le iba pidiendo una mayor presión, se lo hizo con tanto entusiasmo que todo el cuerpo de Rojitas parecía haber sufrido una insolación de tercer grado.

Cuando Aniceto cumplió cincuenta años, jamás había leído un libro, no tenia conciencia social y no sabía lo que era el sado. Disfrutaba a diario con la tahonera, que en lugar de cremas lo enharinaba para que sus manos navegaran más ligeras. Pero cuando más disfrutaba Aniceto, era con los pellizcos y retorcijones de Leandra que, transformada en su entusiasmo, se creía laborando encima de un obrador. Un día, sin darse cuenta, le pasó por la espalda el rodillo de marcar que llevaba en el delantal, y Aniceto, en aquel mismo instante tuvo una erección. Aquello, alarmado y voluptuoso, representó un giro sustancial en su existencia.

Por cosas extrañas de la vida, pues no era creyente, se creyó en pecado y acudió al confesionario:

- Lo tuyo es sadomasoquismo, hijo. Dile a Leandra que vaya con más cuidado. ¡Y ven más por esta casa, que la tienes muy olvidada!

Aniceto se fue a la Biblioteca, consultó un diccionario y aconsejado por el Conserje, amigo suyo y además de su quinta, salió con la sección de anuncios de un periódico local escondida en su pecho.

Tumbado en el desván dirigió su mirada hacía los eróticos. El que más le llamó la atención fue al ver “El Coyote” con un látigo en la mano, pero sin caballo. Estaba de medio cuerpo con la chaqueta abierta, y a pesar de lucir un largo bigote enseñaba los enormes pechos de una mujer. No lo dudo un instante: cogió el móvil y lo citaron para las cinco de aquella misma tarde. Cuando entró en el salón lleno de artilugios, y vio cadenas, grilletes, mazos, dos yelmos, unas cuantas fustas y una rueda de carro sujeta a la pared, le vino a la mente la fragua de su tío Luiso. Una polea al techo de la que discurría una cadena, le recordó los tiempos en que las estrellitas candentes chocaban contra él. Y en un rincón del salón había un biombo, seguramente chino o japonés.

La mujer Coyote no le dio opción, lo ató de pies y manos y cogido de un arnés, a través de la polea, lo subió hasta el techo. Con voz dominante le bajó los pantalones y fue cuando Aniceto le preguntó que qué le iba a hacer.

El ama le exigió silencio, y lo desnudó del todo mientras le frotaba con alcohol de muchos grados dejándole limpio y aseado para la sesión al tiempo que le dio unas ligeras palmaditas en el culete. Y fue en ese instante cuando la mujer Coyote vio una suave sonrisa en la cara de Aniceto mientras le caía la babita.



(“Mi tío Luiso y la Leandra” es un relato que ha participado en el 18º Proyecto Anthology. Tema: Sadomasoquismo)