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28 abril 2008

CRUCE DE MIRADAS

-¿Qué prefiere el señor, carne o pescado?-

Así, a bote pronto, sin que yo hubiese pensado qué comer aquel mediodía agosteño en el barrio judío de Córdoba, agotado por el calor, una vez sentado en un relajante y fresco patio andaluz convertido en restaurant, donde las buganvillas eran sus mejores cortinas.

-¿Carne o pescado?- Insistió simpático el joven, que no dejaba de mirarme, fijo a mis ojos, y esperando a que yo tomase una decisión.

-Una cervecita, por favor, que vengo seco –le contesté algo angustiado, pero a la vez satisfecho ante el porte y buen aspecto de aquel jovial muchacho a quien respondí con mi mirada envuelta en una sonrisa-, y…mientras tanto me lo pienso.

En aquella ocasión iba solo, sin prisas, pues acababa de llegar a la antigua ciudad del Califato, requerido por un notario para testar a mi favor la herencia de una céntrica casa mora con huerto y jardín andaluces, propiedad de un primo hermano de mi padre –éste también fallecido- sin descendencia alguna, y yo, por lo tanto, a mis treinta y dos años, declarado su heredero universal, de quien, salvo en una ocasión, cuando yo tenía tres años, en la que vino a verme a las orillas del Segre, nada o muy poco sabía.

-Ahí va la cervecita, señor, ¿carne o pescado? -insistió algo nervioso el joven, al mismo tiempo que yo pensaba en aquel camarero al que veía en sus ojos un encanto algo especial.

-¡A ver, cómo te llamas, majete!– le dije sonriente, una vez refrescado por el trago de aquel alivio de frio cielo- ¡Amable!, me llaman Amable, señor –me contestó solícito y con intención de agradarme.

-Entonces, Amable, -a quien le eché unos pocos años menos que los míos- qué crees que yo prefiero, carne o pescado, porque… seguro que adivinas mi gusto, y quizá puedas echarme una mano. Además, por la edad, prefiero que me tutees. Pero, venga, dime, ¿qué crees que me gusta a mi?

-Pues no sé, pero…con esos ojos pillos que tiene Vd. –me contestó atrevido- creo que le gustan las dos cosas, la carne y el pescado. O quizá sólo la carne, no sé, algo me hace dudar.

-Venga, tráeme otra cervecita y a ver si decido qué tomo. Pero, me parece que me decidiré por la carne, que creo que a ti también te va y quizá nuestros gustos sean coincidentes. ¡Luego me lo dices!

-¡Rabo de toro, señor!, le recomiendo un buen rabo de toro, lo mejor de la casa –me ofreció sin pensarlo y con un guiño en sus ojos.

Algo había en aquel joven que me impidió que rechazara su oferta. Así que le hice caso; y ya en la sobremesa, saboreando el café y con la cuenta en sus manos me dijo ocurrente: ¿Le ha gustado el rabo, señor? A lo que le contesté entusiasmado: ¡Con locura, me ha gustado con locura, jamás probé nada mejor!

Sentado en la mesa y terminando el café, me saltó la duda que aún no había sabido resolver: si era carne o pescado lo que más me gustaba, y más, después de la experiencia gozosa en aquel pequeño y coqueto patio andaluz.

Lo bien cierto fue, que tras probar el rabo que me había ofrecido tan amable efebo de ojos alegres y boca provocadora, despejé mis dudas y concluí que lo mejor, a partir de entonces, sería el decidirme por la carne.

Lástima que a las cinco de aquella tarde tenía cita con el notario, y de seguido coger el tren, alejándome de la ciudad cordobesa para siempre. Aunque…quién sabe, quizá algún día, y a lo mejor muy pronto, me decida por volver.
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(“Cruce de miradas” es un relato que ha participado en el 31º Proyecto Anthology. Tema: CARNE O PESCADO)

25 abril 2008

FLECOS ROMÁNTICOS


Cuando la mujer es la principal víctima de la violencia de sexo, agredida primero por la clase política que la ha convertido en “genero”, cuando ella lo que hace es luchar por dejar de ser una “cosa”, la ley de la paridad, cincelada con el fiel de la balanza como la existente en cualquier mostrador, pero hábilmente manipulada por el comerciante de delantal blanco y adulterada por repesos escondidos, convierte tanto al hombre como a la mujer en un simple cociente, cuya única legitimad viene dada por superar con éxito la prueba del nueve.

Hecha correctamente la división, todo lo demás es irrelevante y los méritos contraídos quedan reducidos al campo de las lealtades, baluarte que salvaguarda la línea de flotación de cualquier empresa, cuyo único objetivo es el de permanecer secularmente.

No son estos los tiempos en los que la expresión generosa con la mujer está en sus más altas cotas, donde la galantería brilla no ya al estilo decimonónico, ni tan siquiera como aquel que empleaban nuestros abuelos y bisabuelos, galantes y educados, que con la flor en una mano y el tratamiento de Vd. en la boca trataban a las damas de la forma más dulce y gentil.

La Ley de la paridad, haciendo raya por decreto nos iguala a todos, y garantiza de esta forma la permanencia en el poder a ambos sexos, en perjuicio de ninguno. De tal guisa, trata de evitar que la mujer, el ser más inteligente de la creación en lo bueno y en lo malo, supere al hombre; y por ahí parece que va la cosa.

Sin embargo, el Ayuntamiento de Alicante, galante y generoso, alza su voz y propone que sea primero la dama en caso de empate ante cualquier oposición municipal.

Cuando el mar se tragó al Titanic, su voracidad no pudo con la galantería, pues fueron las mujeres junto a los niños, los primeros en procurar su salvación.

Buena es la ocasión para que las matemáticas sucumban, y no está nada mal que si alguien entiende que las leyes están para infringirlas, al menos, en este caso, se dé preferencia al sexo. Que no al género.

20 abril 2008

EL SR. MERCADILLO Y MORALEJA


El Sr. Mercadillo y Moraleja se vio agobiado al percatarse de que próximo al huerto de su casa, junto al lavadero, en los campos secos junto al encinar, allí donde los amaneceres son más bien tristes, no porque el aburrimiento sea perenne, sino también porque los cantarines trinos nunca se oyen, apareció un buen día una joven inquiriendo por él.

-¿Vive por aquí el Sr. Mercadillo y Moraleja, huido de Salamanca, de oficio guarnicionero y que jamás quiso a una mujer? –dijo la muchacha a unas lavanderas que secaban las ropas en risueña y picara conversación.

Tras la parra, escondido, el Sr. Mercadillo y Moraleja la escuchó vacilante, aunque confiado en su anonimato. El que sus vecinas ignoraran cual era su verdadero nombre, lo hacía todo más fácil.

-¡Nadie responde a ese nombre aquí en la aldea! – Le contestó una de las mujeres, la más vieja de todo el pueblo- ¡quizá se ha equivocado de lugar! Vaya a la otra parte del rio que está más poblada, a la que llegan con frecuencia gentes extrañas.

De esa manera despidió la vieja a la joven, que de tan lista como era, ya se había dado cuenta de a quién correspondía la identidad de quien por él preguntaba.

-¿Qué le ha hecho a esa niña, Sr. Mercadillo y Moraleja, acaso anida en ella la deshonra y en Vd. la culpa? –le instigó la vieja.

-¿Qué te hace pensar en ello, vieja bruja? Por qué, deshonra, ¿no pudiera ser otra causa el motivo que le lleva a mi busca?

-¡Si lo sabía! Convencida estaba que es a Vd. quien esa joven busca. Sólo me falta saber sus motivos, aunque creo, y por lo que voy conociéndole, que ya estoy en ellos.

-¿Motivos? Yo se los digo. Soy su padre, y de ella huyo porque prefirió vivir con su madre a la que abandoné cuando se entregó a otro, sólo por la avaricia del vil metal. Y ahora, cuando se ven abandonadas las dos por aquel rufián, buscan mi dinero que no pienso darles.

-¿Y dónde lo tiene? ¿Escondido en un calcetín?

-A Vd. se lo voy a decir, ¡faltaría más!

El viento chascó la ventana junto a la Universidad, y D. Avaro Cuéntalos se despertó asustado y lleno de una gran preocupación. De su entrepierna bajo la sábana, cogió la llave anudada con la que abrió el cofre escondido dentro de un viejo televisor, lleno hasta los bordes, y asegurándose de que allí todo estaba.

13 abril 2008

EL CAMINO DE LAS CAÑAS


Todo tiende a posarse en nuestras vidas, y cuando cualquier soplo de viento sacude y limpia con sus brazos el cieno que nos inunda, éste se expande con la velocidad del aire caliente que huye hacia sitios más fríos, al igual que las moléculas calientes, que huidizas, buscan el encuentro de un nuevo sitio donde alojarse, reviviendo de nuevo.

La zona del “camino de las Cañas”, otrora fértil huerta pegada a nuestra ciudad, regada por una acequia, en cuyas riberas coincidían pequeñas higueras junto a los espinos de las zarzamoras y los arbustos de los membrillos, a los que la chiquillería –el que suscribe entre ella- acudía sin renunciar al chapuzón veraniego en sus ratos de juegos terminado el curso escolar, se ha convertido en la actualidad en un plantel miserable, ruin mercado de la droga, donde el mejor abono se consigue desde las frustraciones humanas, de cuyas mugrientas y sombrías savias se alimenta.

Sin necesidad de riegos y cuidados, los ahora secos canales son utilizados como arterias retorcidas, que a flor de piel en los campos yermos por los que se esconden los camellos, se afanan como trombos criminales en satisfacer el peaje de su dosis diaria a través de la ruta de la droga en donde se esconden como topos y al amparo de la ley. A la que tantas veces se han sometido sin que sirviera para nada.

En el mundo sombrío de las miserias, la búsqueda de nuevas sensaciones que excitan nuestros sentidos volcados al tobogán de nuestro derrumbe, convertidos en traficantes o consumidores que casi siempre es lo mismo, se diseña el emblema vergonzante de nuestra sociedad en el que mientras son muchos los que miran hacía otra parte, otros acuden sedientos ocultando sus caras como el hecho más humillante del mundo en que vivimos.

Se dice que muerto el perro se acabó la rabia, pero en este caso el aforismo es como una estafa, igual a los beneficios del pinchazo en nuestras venas, o al de la blanca raya, que bella como la nieve, resulta tan sucia como el veneno que en ella se esconde. El perro, latente en nuestra sociedad, saldrá de su guarida por otra boca de metro a la búsqueda de un nuevo lugar donde acomodarse; lugar al que acudirá nuevamente la sed de la rabia incubada en nuestra sociedad, como el de un falso paraíso donde ocultar el fracaso de una vida auspiciada por quienes convencidos de una tierra prometida en la que creyeron, merced a panfletos libertarios producidos con el único fin de apropiarse de nuestra voluntad, el huir del infortunio les resultará harto difícil.

Ahora se anuncia la construcción de nuevas viviendas en ese trozo de huerta, “camino de las Cañas”, como la mejor de las soluciones a su erradicación definitiva. Pero, las “cañas”, como en tantas otras ocasiones, serán nuevas lanzas, cuya diana emergerá nuevamente, y con seguridad en otra parte.

10 abril 2008

LA DESACELERACIÓN

El Águila de Toledo, el famoso ciclista héroe de gestas pirenaicas y triunfador por “Les Champs-Élysées”, nunca nos mintió y cuando a base de su bizarro esfuerzo llegaba al punto más alto del camino, el más próximo a las nubes, él seguía con los pies en sus pedales, nada de volar por los aires, anclado al basto e incomodo sillín de su modestia y dispuesto a lanzarse por los abismos desafiando a la muerte en una tumba abierta llena de peligros imprevistos por las curvas estrechas del Tourmalet. Lo hacía echando el freno de vez en cuando, porque su libre aceleración así lo aconsejaba, y una cosa es desafiar a la muerte y otra rendirse a ella a cambio de nada. Él, el sencillo rey de la montaña, en su bajada, sabía el momento exacto de cuándo acelerar sin despreciar las necesarias ayudas, así como el momento justo de la frenada evitando que el pelotón que le acompañaba no se despeñara por los abruptos aliviaderos, rutas al infierno, en cuyos incómodos recodos los fervientes admiradores enloquecidos por aquella proeza daban sus gritos de aliento.

El Águila de Toledo nunca nos mintió, porque sus cartas estaban tan claras como el agua que humedecía su rostro seco tras la angustia de una escalada, cuando los fieles seguidores trataban de reconfortarle arrojándosela a su cara. El hombre encima de la maquina era y representaba simplemente eso, el esfuerzo acelerado hasta el límite de sus fuerzas y dando lo mejor de sí mismo.

Ahora ya son otros tiempos, y la Formula Uno está al alcance de todos los españoles y los motores rugen quemando combustible como si éste sobrara, acelerando en la recta o frenando en la curva acolchada donde toda protección es poca. Ya no es cuestión solo de bizarría, porque los caballos braman y arrinconan a los pedales y su aceleración o desaceleración ya solo es cuestión de acariciar el pedal en el modo y momento precisos, si bien con inteligencia, también con el mínimo esfuerzo. Pero Fernando Alonso, que no tiene nada de Águila de Toledo y sí de recauchutado panel publicitario, tampoco miente a nadie y nos habla claro y rotundo de cómo ser el número uno superando a otros en la velocidad que imprimen, embriagado por la parafernalia que le aúpa al pódium de su gloria.

Sin embargo, hay otros caminos por donde todos tratamos no de llegar los primeros, sino de penar manteniéndonos, y ello, por las enormes dificultades que salen a nuestro encuentro sin que estén a nuestro alcance ni los pedales bizarros ni el dominio del motor que trata de irrumpir en nuestras vidas, entramado al que nos vemos obligados a sucumbir.

Es el motor de la crisis que ahora nos tratan de ocultar, hablándonos de la desaceleración como si aquella no existiese. Nos recrean pues en esa carrera en la que si el Águila de Toledo aún estuviera presente, como lo haría surcando el cielo -cuestión en la que ya no hay que creer- lo mejor es ignorarlos: al cielo y a la crisis. La cosa está muy clara: ausente la crisis, la presencia de la desaceleración nos llena de esperanza. Como cualquier vulgar cuento de chinos.

08 abril 2008

EL DORADO

Cuando lo mítico se une a la imaginación desbordándose de sus cauces, surge la leyenda de un sueño en el que para uno, ansioso de un dulce despertar, la búsqueda de la realidad placentera se transforma en una meta deseosa de alcanzar, sea ésta cual fuere, y de acuerdo con las ilusiones que en cada uno se anidan tantas veces frustradas, cuando no lo han sido siempre.

El Dorado representó un sueño para los que en su imaginación veían los deseos de riqueza, lo que les llevó incluso hasta la muerte. Pero valía la pena intentarlo y convencidos estaban de ello, porque el pasar de la hambruna más angustiosa al trono del oro triunfal, sólo era cuestión de un firme propósito y de emprender una ruta llena de dificultades hasta llegar a él. Sabedores de su existencia y una vez alcanzado el cuerno de la abundancia, el estar más cerca de la gloria era un sueño inigualable, un privilegio imposible de refutar.

Pero no fue aquella una actitud concreta de una época determinada, porque en nuestros días, la búsqueda del Dorado sigue presente en nosotros, al menos, para unos cuantos. Sea en vuelo regular o en vuelo charter, o en autobús, o disfrazados de la forma más variopinta: como desde el socorrido despacho de la Lotería Nacional al del prodigio del más puro ingenio, la obtención de un buen premio sigue latente en nuestras vidas, y en las de algunos, de forma decidida.

El dorado “encuentro de la amistad” para solteros viene a ser algo así como un seguro eslabón para un futuro familiar, pero con el firme propósito de que ésta, la familia, no crezca. Qué sea sólo cosa de dos: dicen ellas y dicen ellos.

Doscientas mujeres llegaron en autobús a Zucaina (bello nombre más de mujer aunque en esta ocasión sea de un pueblo castellonense) invitadas desde esa localidad en una feliz iniciativa en la que pudieran encontrar, más que el sueño dorado, la posibilidad de un rato feliz. Porque dicen, que la felicidad siempre llega a pequeñas dosis, y que la suma de muchos instantes parecidos, sí que nos pueden acercar al Dorado.

Y allí estaban ellas y ellos, con sus pañuelos rojos al cuello, como si de un San Fermín se tratase, pero no con la intención de correr raudos delante de un toro bravo, aunque sí con el convencimiento de que en su bambolear sensual, la cuestión estriba en esta ocasión, en tumbar al suelo a la ilusionada pareja asistente a la feliz ocurrencia de unos vecinos, de cuya imaginación se desborda (no entre mitos y leyendas) la búsqueda del Dorado, principal objetivo al que nunca debemos renunciar.

06 abril 2008

SITIAL BUCÓLICO

-Su enfermedad es incurable. Unos diez meses…quizá un año. Es muy poco probable que pueda superar ese tiempo. Sólo al final sentirá fuertes dolores, pero con una medicación adecuada no los padecerá. Considero que es mejor que lo comente a su entorno familiar; ahora bien… si prefiere silenciarlo, lo entenderé perfectamente.

-Diez meses… un año. Humm. ¿Comentarlo? ¿A quién? Doctor, estoy solo en este mundo apenas un par de amigos, y de uno de ellos, no estoy muy seguro de su amistad, y a los que, por supuesto, prefiero ocultarles lo que me pasa. ¿Para qué? Creo doctor que sólo tengo que rendir cuentas a mi alma, mi única dueña, y resolver mis dudas. Mientras tenga algo de fuerzas y la necesaria lucidez, a ello dedicaré el tiempo que me quede.

Todos los días quise contemplar la salida del sol en un lugar muy próximo a mi casa. Un pequeño valle, cruzado por un riachuelo, era el lugar elegido, y en medio de él, como una veta blanca, el curso caprichoso de sus aguas cantarinas serpenteaba y partía en dos la alfombra verde salpicada de blancas margaritas dejadas al azar por las manos artesanas del creador de tan idílico paraje. Mientras que un águila real rasgaba la mañana vista por mis ojos con el clarear del día, allí, sobre una piedra enorme que rompía el trenzado de tan bello tapiz, sitial bucólico, acomodaba mi ilusión atento al sol que aparecía por los riscos dándome los buenos días, incluso escondido entre nubes, como lo hacía de vez en cuando. Y no he faltado ni un solo día a su encuentro de estos últimos diez meses que han pasado, próximo ya a cumplirse el año, cuando el dolor, cumplidor con su compromiso, me lanza su primer aviso, como otro amanecer no tan grato al del que acaricia mi rostro haciéndolo con gran mimo.

En todo este tiempo he hablado con mi alma, sin llegar a entendernos. Quizá lenguajes extraños, ajenos a ella y a mí, y ante la ausencia de traductores interesados que pudieran serme útiles, más por desconfianza (motivo suficiente para no ir en su búsqueda), el único remedio que pudiera darme algo de fe era asegurar mi alma, sin perderla para siempre. Y que allí donde yo fuere, ella siga dentro de mí.

Los rayos del Sol bañan y calientan mis ojos, mis párpados saben de su tibieza y los siento por todo mi cuerpo, como protegiéndolo del frio que en pocos días acudirá voraz a mi cuerpo con la intención de adueñárselo, alojado en su refugio eterno quién sabe dónde. Son ellos, rayos embajadores, la única ayuda disponible con que cuento en este instante, todo lo demás es estéril, es perecedero. Alzo mis manos, los noto, los acaricio, estiro de ellos, me deleito y gozo con su calidez, me convierto en dueño y señor, y lentamente, desde mis dedos descalzos incrustados sobre la hierba mojada, como si los rayos fueran alambres dorados, regalos caídos del cielo, envuelvo mi cuerpo con ellos de pies a cabeza, convirtiéndome en una madeja viviente de ya pocos días de vida, sin dejar un solo resquicio por donde pueda escapar mi alma. Allá donde vaya, la quiero conmigo.

(“Sitial bucólico” es un relato que ha participado en el 30º Proyecto Anthology. Tema: ALAMBRE)

04 abril 2008

CARÁCTER VALENCIANO


Acostumbran a decir “el Levante feliz”, pero tras el elogio, a veces con el tinte de la envidia se esconde la aceptación de una verdad en la que merced al optimismo de las gentes que lo integran, supo afrontar cualquier adversidad, incluso superarlas, a base de tesón y de una responsable alegría en ocasiones mal interpretada.

A la luz que nos brindó nuestro paisano Sorolla, tan de actualidad en nuestra ciudad durante los últimos seis meses, criticado por un fundado pesimismo que inundó de brumas a la generación del noventa y ocho, se unió la tragedia de “La barraca” blasquista que, no obstante, supo pervivir en el tiempo junto a “la alegría de la huerta”, cuyos sembrados, por otra parte, ocupan menos espacio en la actualidad debido al crecimiento urbano especialmente, y al “enorme campus de la Politécnica” en el que el producto de la siembra cultural, también fruto necesario y por supuesto nada despreciable, no hace más que restar trabajo al milenario Tribunal de las Aguas.

La Valencia liberal y tolerante, abierta al mediterráneo (cada vez más cercano a una ciudad de que antes vivía alejada de sus aguas), fue lugar de entrada de sucesivas civilizaciones que han ido depositando en nuestro crisol, más que la cultura de la vanidad la del desprendimiento y la de la entrega, y a ella siguen acudiendo gentes y cada vez con mayor intensidad. Acuden a la aldaba barroca de nuestra historia, confianza de la que se aprovechan otros siempre dispuestos (y con sus alforjas prestas al botín) en su pertinaz intento de apoderarse de lo que nunca les perteneció. La Valencia generosa en la que permanece intacta la alegría de la pólvora que la envuelve, la que se embriaga al mismo tiempo con el perfume de un bullicio cada vez más presente, es una ciudad cada vez más internacional.

El prestigioso doctor Rojas Marcos, profesor de psiquiatría en la ciudad de Nueva York, la capital del mundo en la que cohabitan todas las especies humanas, gran conocedor del entramado humano que condiciona al hombre, y de visita en nuestra ciudad, nos define como portadores de sentimientos positivos, a pesar de que no nos ufanemos de ello. Pone el punto sobre las íes y justo en su sitio, y acertando de lleno cuando denuncia la falsa idea de que el optimismo convive con la ingenuidad, por lo que resulta mal visto siendo esto la causa del renuncio.
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Algo así, como lo que muchos definen como “meninfotismo”: restar o quitar importancia a las cosas desatendiéndose de ellas, cuando lo que en el fondo subyace es la buena acogida y tolerancia a quienes nos visitan. Incluso a los que en ellos se anida la más perversa de las intenciones; que haberlos, haylos.