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16 mayo 2007

FRIGILIANA


“Dicen los confiados que Doña Justicia y Doña Verdad caminan juntas con el mismo destino. En el magnetismo de los polos opuestos, por su origen diferente, una se cobija en la otra a pesar de que agentes codiciosos estiran de ellas y las obligan a separarse. La primera no es posible sin la segunda; sin embargo, en demasiadas ocasiones, en nuestro gran teatro del mundo, las visten de mil maneras y aquel magnetismo se rompe”.

El día amaneció lluvioso y sus gotas insistentes iban dándole a la hierba su color más vivo. El cielo, alicatado de plomo, no ofrecía ni un resquicio por donde el Sol pudiera hacer llegar su alegría a aquel lindo pueblo de la sierra malagueña. Definitivamente, en aquel día, el gran astro pasó desapercibido para todo el poblado gozoso por la fina lluvia tan necesitada por sus campos, de los que salía su principal sustento. Y, gracias a su espíritu emprendedor, seguían trabajando las tierras, fieles al compromiso adquirido.

El pueblo, muy blanco, destacaba en la ladera verde cubierta de pinos, de espesos arbustos y de pequeños viñedos que recibían la brisa de un mar cercano, como a media jornada caminando. La necesaria para llegar hasta él, comprar un poco de pescado y volver al atardecer. En el otoño, el clima suave hacía fácil el camino, pero poco tiempo después, ya entrado el invierno, la noche oscura recibía a Justicia con su pequeña cesta llena de pescado.

Era muy joven, catorce años, y vivía en el poblado desde que la abandonaron sus padres camino hacia el exilio de Berbería ordenado por el Rey Felipe II. Decidieron dejarla en beneficio de la propia niña porque también presentían peligros fundados más allá del mar. Una familia sin hijos creyó de justicia acogerla en su cabaña y ello justificó su nombre; aunque se viesen obligados en el bautizo al añadido de María Justicia.

Fue creciendo rodeada de ternura y alegría, la que mostraba hacia el embarcadero en busca de jureles y sardinas dos días de cada siete. Justicia se hizo una mujercita feliz, semejante al bullicio de la aldea en la que todos sumaban sus esfuerzos con el objetivo común de vencer las dificultades que, por cierto, no eran pocas. Todo el poblado había tenido que abandonar su lengua, sus costumbres, sus creencias y creer en otro Dios al que no extrañaban. En estas condiciones pudieron permanecer en sus chozas, seguir trabajando la tierra y, tras pagar los tributos, gozar de cierta tranquilidad. Lo que para los tiempos que transcurrían no era poco y convertían a Frigiliana en un pueblo seguro y apacible.

Justicia, tan joven como bella, mostraba en sus labios carnosos una sonrisa y dulzura sin igual. De tez morena, su cabello reflejaba el brillo del ébano y a pesar de su natural encanto, en ocasiones, una ligera tristeza emergía de sus ojos castaños por el recuerdo de un pasado que, por fortuna, no le había dejado heridas abiertas.

En los bancales de la sierra crecían cañas de azúcar originarias de Arabia, cuya recolección, junto a los racimos de uvas que dejaban en las cepas para que se secaran, daban fama y pan a los habitantes del poblado. Mantenían la vieja tradición de convertir las uvas en pasas y, tras siete días al sol, en el octavo, al pisarlas en el lagar, obtenían un vino dulce de gran fama cuyos beneficios se repartían entre todos. Menos… una parte.

La que le correspondía a Don Pedro de Almijara, noble conde y señor de toda la comarca. Don Pedro, afeminado y lujurioso, mandaba a su esposa Doña Verdad, mujer bravía y con muchos redaños, a las tareas de la recaudación; mientras tanto, él se quedaba para sus placeres carnales en su viejo y noble caserón de Alhama, ciudad situada a medio camino entra Granada y el mar.

No todos los poblados del señorío de Don Pedro eran tan favorecidos por la naturaleza como lo era Frigiliana, lugar del que salían los tributos más cuantiosos. Aquellos moriscos conversos sólo deseaban trabajo y paz. Eran ajenos a las murmuraciones que llegaban de otras partes menos productivas y en cuyos ecos no deseaban participar. Así pues, Doña Verdad, dos y hasta tres veces cada doce meses llegaba hasta ellos, se hospedaba en una vieja mezquita convertida en ermita y recibía a los conversos, dispuestos primero a la oración y después al cumplimiento del pago establecido a cambio de su protección.

Les decía que Doña Verdad era mujer de redaños. Y a fe que los tenía, sobre todo cuando lo exigían sus deberes. Pero sin menoscabo de todas las cualidades heredadas de sus padres: el don de la honradez, el interés por las causas justas y el amor a la verdad fijado por su nombre. A todo ello se le unía una gran sensibilidad y finura en su porte, que enriquecía aún más, si cabe, su condición de elegante y atractiva dama. A sus veinticinco años había alcanzado una gran fortaleza interior, a la que se unía su belleza. Los compromisos paternos le obligaron a unirse en matrimonio con quien no armonizaba en ninguna faceta personal y cualquier tipo de convivencia era una quimera. La vida íntima entre ambos era inexistente y pese a ello, cumplía con la exigencia de su esposo, tarea para la que él, por su debilidad de carácter, no estaba preparado. Y Doña Verdad actuó con empeño y sin ninguna clase de dejación. Incluso con gran firmeza.

Lo que no implicaba en ella crueldad alguna, ni ansias de poder, ni siquiera deseos de tener sometidos a quienes trabajaban sus tierras. Los consideraba hombres libres y como tal podían irse, aunque eso sí, si deseaban quedarse les exigía el cumplimiento de lo pactado. Y siempre actuaba con benevolencia cuando era requerida para aplazar los pagos, si existía algo que lo justificara. Doña Verdad hacía honor a su nombre y lo que no consentía era la mentira. Por otra parte, silenciaba los gustos refinados de su esposo porque nunca se los ocultó y también porque no tenía más remedio.

- Hola, joven niña ¿a dónde vas? – Le preguntó una mañana Doña Verdad a Justicia desde la ventana de su aposento en Frigiliana, a donde había llegado la tarde anterior.

- Al embarcadero. Dos de cada siete días bajo a comprar pescado y regreso al atardecer –le contestó la joven sonriente con su habitual espontaneidad.

- Espera, - se ofreció sin pensarlo la dueña de todas las haciendas – te llevo en mi caballo. Quiero ver el mar de cerca y estaremos de vuelta antes del mediodía.

En aquel corto viaje Doña Verdad supo de la soltura y gracejo de la joven, de su franqueza, cualidades que tanto valoraba. De vuelta al poblado y ante sus padres, acordaron que fuese la niña la que le entregara los tributos todas las veces que se presentara en el poblado. Doña Verdad había quedado fascinada y deseaba conocer más a fondo a Justicia.

Y con todo… fueron pasando los años. Las cosechas se iban sucediendo cada vez más intensas, a la par que Doña Verdad, en sus visitas, aprovechaba para encontrarse con Justicia; llegando a tal empatía entre ambas que su interés por estar juntas era semejante al cumplimiento de su misión. Quizá ya, hasta era superior el deseo de verse. La sensibilidad de la dama junto a la ternura de la joven y el tiempo, autor de todos los posibles, hicieron avivar en ellas algo nuevo, diferente a lo que en un principio sólo parecía afecto mutuo.

También Frigiliana iba cambiando su aspecto y las viejas chozas daban paso a nuevas casas de adobe adornadas con buganvillas, geranios, ficus, pequeñas palmeras y flores que realzaban el limpio encalado de sus paredes. Pero a las dichas y eran muchas, que nunca son eternas, fueron llegando los murmullos cada vez más alarmantes extendidos por toda la comarca y que incitaban a la rebelión contra el Rey, siendo recibidos con mucho temor por la gente de tan laborioso pueblo. La prosperidad de Frigiliana no se había extendido allende la región y cada vez era más difícil para los rebeldes conversos, cristianos, quizá por conveniencia, cumplir los compromisos contraídos. En estos otros señoríos habían dejado de pagar los gravámenes y la amenaza de la expulsión perdiendo todo lo que tenían, que era bien poco, iba tomando cada vez más fuerza. Hasta que llegó… la hora de su ejecución.

Frigiliana unía a todos sus encantos naturales su situación sobre un escarpado que la convertía en un peñón de fácil defensa. Conforme iban aumentando las hostilidades, nuevas familias llegaban a su abrigo en busca de mejor protección, pues deseaban hacerse fuertes y, en su inconsciencia, repeler la amenaza. Esto quebraba su tranquilidad y los presagios de malos y muy cercanos tiempos fueron para su desgracia cumplidos con una crueldad desconocida.

Hasta aquellas tierras llegaron los ejércitos del Rey compuesto por seis mil hombres al mando de Don Luís de Requesens. El prestigioso militar lanzó sobre los moriscos su amenaza: o deponían su actitud, abandonando la fortaleza hacia su lugar de origen o daría la orden de cargar contra todos sin ninguna clase de miramiento.

Corría el mes de junio de 1569, el Sol brillaba sobre la sierra y el calor aún era soportable. Pero lo que no iban a impedir era el ataque despiadado que se cernía contra una población refugiada en Frigiliana, cuyo número había aumentado de forma considerable. La confianza en aquel alto era la única esperanza y para derrotar al invasor acumularon piedras en lo alto del peñón, pertrechándose con toda clase de utensilios válidos para su defensa.

Doña Verdad, que cumplía en aquellos días con su cometido, vio con estupor el asalto al peñón por las tropas cristianas que, bien dotadas, consiguieron llegar a un poblado prácticamente indefenso. El clamor corrió por sus calles y en sus paredes aparecieron arañazos de sangre. La única cruz era la de las espadas y éstas lanzaban mandobles sin ninguna clase de compasión sobre los moriscos que huían despavoridos.

Lo que observaron los ojos de Doña Verdad la llenó de desesperación y su única fijación era el encuentro de Justicia. Montó su caballo y se hizo paso por las calles para salvarla de tanta ferocidad. Consiguió llegar a su casa y junto a la puerta vio a sus padres yacentes en un revoltijo de sangre. Sus ojos angustiosos volvían hacían todas partes buscando a la joven. Fue cuando la vio trepar por unas rocas buscando una fuga imposible hacia lo más alto del peñón. Doña Verdad se dio cuenta de que unos soldados seguían con los ojos aquella ascensión para atraparla una vez ganara el pequeño mirador al que se llegaba por otro camino menos abrupto. Por él y con su caballo se dirigió en auxilio de Justicia llegando hasta el punto a donde se dirigía la joven morisca. Allí la esperó, animándola con gritos que asegurasen su escalada que terminó con un fuerte abrazo de pasión.

- ¡Herejía, herejía ¡ gritaron los cristianos acabados de llegar, nada más contemplar a las dos mujeres embelesadas en su gozo.

Doña Verdad vio odio y fanatismo en aquellas miradas y la única salida era la de no entregarse a la ceguera encolerizada de aquellos salvajes. Verdad y Justicia, concebidas pese a toda clase de imponderables para ir unidas hasta la muerte no lo pensaron más y se lanzaron al vacío. El Rey sometió aquella sublevación y el infiel fue expulsado de aquellos agrestes parajes.

“Han pasado siglos desde aquel baño de sangre y Frigiliana sigue con sus casas blancas, su fresca brisa, sus calles escalonadas y con su historia incomprendida. El “Peñón de Frigiliana”, intacto en el tiempo, esconde en su fondo de arbustos entrecruzados e intransitables dos rocas fuertemente abrazadas: una blanca con vetas rojizas y otra azabache con el brillo del ébano”

10 mayo 2007

LAS TORRES DE QUART


(Composición de Agustín Serrano Serrano, con mi agradecimiento)
Conoce uno más de los rincones de mi ciudad. Creo que vale la pena.

01 mayo 2007

LOS ESPEJOS

El paraje es conocido como “El Salón de los Encuentros” cuando en realidad es el de las mil y una caras. A simple vista es infinito, bajo una bóveda de azulados frescos barrocos, multiformes, que dan a la estancia una gran majestuosidad. Su planta es diáfana, con pilastras invisibles que sustentan la cúpula abierta por amplias vidrieras, por cuyas rendijas llegan los vientos, las lluvias, y también la luz, diferente en cada estación del año.

Se llega al “Salón de los Encuentros”, como única puerta de entrada, a través de un pasadizo íntimo y estrecho, nacido en un claustro ajeno al recinto una vez liberado de una liana embarazosa. En el suelo, está la de salida, por donde uno se aleja contra su voluntad cuando le llega la hora final de su visita. Todas sus paredes están decoradas por espejos sin marco. Ninguno de ellos es igual a los restantes. De formas cóncavas, convexas, más largos o más cortos, ondulados, distorsionan no sólo nuestras caras sino también nuestros cuerpos, y sirven para reírse o esconderse tanto de uno mismo como de los demás. Porque cuando llegas al salón de las mil caras nunca estás solo, siempre hay gente que no se reconoce, donde todos se desfiguran y sólo queda el deseo oculto de la mofa. Ni siquiera uno mismo sabe el porqué de su presencia, y lo que ve a derredor es lo más horrible y esperpéntico del ser humano, deforme, lleno de defectos, inservible y ruin; porque si algo de noble tiene, resulta inescrutable.

Ante tanta deformidad me encontré ante él cara a cara. Lo reconocí al instante, pues me resultó familiar, como aquel de todas las mañanas. Noté que tenía la necesidad de hablar conmigo, como de confesarse para justificar parte de sus culpas y que le hiciera sentirse algo mejor, o de decirme algo que yo no supiera, o de seguir engañándose así mismo, o tratando de hacerlo conmigo.

- ¡Hola amigo! –me dijo mientras daba brincos con pinta de simpático y algo generoso.


- Hola, hace tiempo que no nos vemos –le contesté sonriendo porque así lo hacía él.


- ¡Y tanto, siempre te escondes, no sé por donde andas; te encuentro muy cambiado –me replicó con cierto desdén.


- ¡Ya empezamos! Tú eres quien ha cambiado, siempre vas de teatro, escondido entre bambalinas, interpretando lo que no eres. ¡Mira que te conozco!


- ¡Anda ya! ¿Vas de noble? No soy rencoroso, así que no te tengo en cuenta. No soy como tú: mezquino, falso y que por mentir te engañas a ti mismo. Así que, déjame en paz. Mejor sería que pensaras en los demás y olvidaras tu ombligo.

No le contesté y le perdí de vista. Había tanta imperfección en aquel salón que lo mejor era huir de tanta escoria. Traté de hacerlo, pero me resultó imposible porque no había llegado mi hora. Así pues, la única opción que me quedaba era la de hacer tiempo. De forma fugaz escudriñé el espacio que alcanzaba mi mirada y todo aquello me resultó familiar, nada extraño, escondido al intenso resplandor de la denuncia, pero fortalecidos por sus propias sombras que se movían cual mallas de protección.

De repente, un reflejo inesperado iluminó un prado de berros y lavanda ante un bosque receptor de una lluvia fina y limpia que avivaba el paso de unos trotones animalillos. Una bandada de pájaros pincelaba el cielo plomizo, y cuando cesó el haz de luz y desapareció el encanto tuve la sensación de que la única verdad existente había huido para siempre, o al menos, por el momento.

No recuerdo cuanto tiempo permanecí entre aquellas redes dueñas de mí; porque ante tanta falsedad los almanaques podían estar manipulados, además, llevar la cuenta ante tantas dudas, me producía cierto quebranto. Pero el peor momento llegó cuando otro ser deforme me llamó la atención ante la duda de si era otra vez él. Tuve la impresión de que algo extraño quería decirme. Pero en esta ocasión estaba mudo, escondido en un semblante nada habitual: era el de una figura alta y delgada, barbada, que cubría su cabeza con un sombrero de ala ancha y portaba como estandarte una especie de guadaña dirigida hacía una puerta en el suelo. Lo descubrí en el mismo instante que una voz me anunció que la hora final de la visita al “Salón de los Encuentros”, más conocido como el de las mil y una caras, estaba próxima.

A partir de aquella llamada llegué al firme convencimiento de que lo único que tenía sentido ante aquel caos era resistir para retrasar en lo posible la certeza de aquel presagio.


(“Los espejos” es un relato que ha participado en el 17º Proyecto Anthology. Tema: Doppelganger)