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20 enero 2007

EL CAMBIO CLIMÁTICO


El cambio climático de aspecto gélido que igual nos deja fríos e indefensos ante las turbulencias de sus intenciones jamás premeditadas, cuando se presenta tórrido, nos convierte en seres pringosos y agotados por el plomizo látigo de su inconsciente perversidad que no sabe de fechas ni tiene vestimenta fija. No es como un Papa Noel que nos visita cuando lo esperamos portando a cuestas un saco repleto de bondad, hayamos o no dejado los calcetines sobre la cornisa de la chimenea a la espera de verlos repletos de los regalos merecidos, o bien, a través de ella, hayamos ido depositado los hollines que nos hacen mezquinos y huraños de la mejor acción. Incluso en este caso, también nos visita aunque sea para no dejarnos nada, señal que en nuestro silencio sabemos descifrar.

No, el cambio climático no sabe de necesidades, ni tiene obligación alguna, ni siquiera sabe si va a repartir felicidad o desolación a la imaginación desbordante de quienes confían en encontrarse con un nuevo año mejor, o sufren desfallecidos con el recurso de la emigración hacia nuevos destinos donde también el cambio climático estará presente sin que sea garantía de un mejor acomodo.

Sabemos de su existencia milenaria y de su perversidad, pero ignoramos quien nos lo envía y cual es la razón. Intuimos en él la realidad de unas leyes naturales que en muchas ocasiones no hemos respetado y aunque nos sintamos obligados a ellas, siempre zanjamos que la responsabilidad es de los demás.

Quisiera que el cambio climático tuviera su día festivo y fuera una vez al año. Qué fuera de intenciones claras y que acudiera vestido de forma inconfundible para que nos alertara a todos. Si el Sol sale todos los días y la Luna elige siempre el mismo camino, al mismo tiempo que los planetas cumplen con las normas de tráfico sin necesidad de controles de alcoholemia, uno no llega a comprenderlo del todo. Quizá es que algo falla en un escenario de millones de años donde el cambio climático siempre estuvo presente animando una representación teatral de la que sólo conocemos al apuntador: de quien muy cerca está el que marca la batuta en un mundo que quizá no tenga muy claro hacia donde va.

05 enero 2007

LA HINCHAZÓN


Sentirlo es una auténtica delicia: el baño de vapor abre la esponja de mi cuerpo, alivia mi laberinto interno, regula el ritmo de mi corazón y hace que me sienta mucho mejor, más ligero, más relajado. Camino por cualquier sendero y una sensación de bienestar se apodera de mi cuerpo y lo adormece. Pero en aquella ocasión de hace años lo que incidía en mí no era consecuencia del vapor. Mientras mi alma recibía extraños temores sintiéndome culpable de algo que ignoraba, mi cuerpo, al unísono, se movía por frecuencias más sencillas, recién descubiertas. Cualquier estallido en mi interior tenía causas normales, propias del ser humano como encontradas a pie de calle revueltas entre la gente, o como el hongo que nace a pie de un árbol o mezclado entre las hierbas silvestres en el instante de su eclosión.

El calorcillo de su mano, la liviandad de su mirada, la proximidad de sus protuberancias junto a los inciensos de su cuerpo, me producían el prodigio de aquella hinchazón. Eran los tiempos de mi juventud, los de mis primeros escarceos amorosos. Mucho antes, en los infantiles años y ante mi perplejidad, algo parecido sucedía en mis instantes de soledad. Iba descubriendo segundo a segundo sensaciones estimulantes que me hacían sentir más mayor. Las guardaba para mí pues una razón extraña, como pudiera ser el rubor, me atenazaba y me impedía manifestar lo que sentía por mi cuerpo. Salvo a los amigos de juegos que les mostraba la nueva con vanidosa emoción porque el orgullo va con uno y éste también crece. Como aquella hinchazón.

En cambio, las fragancias pasaron a ser turbadoras cuando cometí el error de manifestar a quien nada le importaba mis actos más íntimos. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿De qué forma? ¡Peligro! ¡Pecado! Estas eran sus preguntas y amenazas que él me inquiría una vez tras otra como un vulgar inquisidor.

Llegué al convencimiento de que la naturaleza es bondadosa y nos da lo mejor. También que es invencible y que nadie podrá con ella. Podrán intentar destruirla, pero no lo conseguirán. Ella tiene sus defensas en sus exigencias y pese a todas las amenazas que sufre, nadie podrá impedir el estallido de aquella hinchazón. El señor tiempo, el único amo que manda en nosotros incluidos los credos, será el que con los años vaya poniendo las cosas en su forma original, en función, nunca mejor dicho, de nuestro atributo y según la fortaleza de cada cual.

Reflexioné acerca de todo esto y averigüé que la vida, en sus meandros, tiene un lado bueno que siempre es cierto junto a otro oscuro, manipulado, que no lo es tanto. La voz seca y profunda que salía de aquel mueble sombrío pertenecía al lado de las tinieblas, que interrogaban, en falsedad, a una parte de mi cuerpo. Comprendí de forma decidida e inequívoca, que el lado bueno de mi vida, al que me debía, estaba junto a la hinchazón.

¿Cómo? ¡Qué le importa!
¿Cuándo? Cuando me da la gana.
¿Por qué? ¡Yo qué sé!
¿De qué forma? Arriba y abajo
¿Peligro? ¡Adiós!
¿Pecado? Tú me mientes.


(“La hinchazón” es un relato que ha participado en el 13º Proyecto Anthology. Tema: El pecado)

04 enero 2007

BASTA Y DE ESPARTO


Lo confieso, nunca me gustaron las corbatas. Su nudo corredizo hacía arriba buscando el centro de mi nuez dejando a los lados las aletas blancas de mi camisa nunca fueron de mi devoción.

Ahora están de moda las de colores chillones de fosforito, anchas y largas que sirven para llamar la atención como esos adornos de colorines pegados a los paquetes de regalo en el mostrador de un centro comercial en cualquier día de Navidad y que una vez usado van al contenedor.

Recuerdo aquella corbata de nudo fijo que se acoplaba al cuello anudado por detrás. La ocasión de la farsa también sabía de modas. Incluso hubo una especie de mutación que aún perdura en la mujer joven y divertida que la adoptó a su vestuario buscando un toque de elegancia y distinción.

A mí nunca me gustaron las corbatas. Veo el hecho como una farsa en la que los actores son los figurantes de un acto de sumisión a unas normas impuestas que tienes que aceptar sin ninguna clase de reparo. El único el de su reposición, acción obligada porque en su ausencia te conviertes en un ser desnudo y si llevas siempre la misma corbata, raída y deshilachada, te conviertes en un pobre hidalgo que no quiere abandonar su noble condición. La cuestión de clases nunca bajó de su pedestal.

El Año Nuevo ha empezado con una corbata de nuevo diseño, basta, de esparto con su nudo de cochinillo retorcido, tantas veces como múltiples eran las perversas intenciones que anidaban la mente de quien va a merecer más que nunca su eficaz lucimiento.

No, no me gustan las corbatas aunque tengo que reconocer que algunas ajustan al cuello más que otras.