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26 agosto 2008

ABEJORROS

Todas las prescripciones meteorológicas apuntaban a que este mes de agosto no iba a ser muy caluroso, pero está claro que uno ya no puedo fiarse ni de lo que está escrito pese a lo mucho que algunos confían en ello.

La presión de las cuatro paredes refugiado en mi casa durante todo el día, cuyo único resquicio era el del aire acondicionado, más agradable que el bochorno del exterior, hizo sin embargo que necesitara salir a la calle; decisión a la que me lancé de manera inconsciente. Me enfrenté a un calor denso y pegajoso, pese a la proximidad del mar. Las calles por las que transitaba, largas y estrechas, eran como una barrera frente a la brisa marina evitando su alivio. Pese a ello, caminé decidido por un ambiente tórrido, dispuesto él a terminar con todo bicho viviente que se atreviera a deambular por sus fauces aniquiladoras. Mi valor, sólo constaba en una libreta verde, vacía de contenido, pero con un epílogo claro y conciso: “se le supone”.

Nunca hay que infravalorar al enemigo y a las pocas calles en mí caminar por el barrio marítimo, ya estaba agotado. Afortunadamente, una plaza abierta con una cruz roja en el centro sobre un pedestal lóbrego y bajo un árbol frondoso, se me ofreció como refugio y descanso. Un banco lleno de grafitis gamberros y cagadas de pájaros, con vómitos secos fruto de la droga y el alcohol, tuvieron la gentileza de dejarme un hueco limpio a un lado donde sentarme y descansar un rato.

Con una ligera brisa me entró la modorra, tan a gusto como estaba, cuando un golpe seco a mi lado anunció de la presencia de una gaviota que tumbada sobre la mugre estiraba sus patas de forma intermitente, lo que más parecía su última voluntad escrita en esta ocasión en lo que más parecía el ritmo de un mensaje morse. Un ojo triste de la gaviota se dirigió a mi rostro y mi fe cristiana me llevó a cerrárselo, al igual que lo hicieron los míos.

Marino de remplazo, un extraño SOS tableteaba insistente, y la tira de papel perforado se retorcía levemente creciendo en su volumen. Una bolsa de gruyere que se iba esponjando en el suelo se enredó entre mis piernas, mientras pasaba a un folio tras otro un mensaje de agobio henchido de aflicción. Llegaba a mis manos la angustia expresada por alguien ante la amenaza de unos abejorros revoleteando sin cesar dentro de un circuito fijo y constante, alertando al mismo tiempo de horribles bramidos hasta ese momento desconocidos que turbaban su tranquilidad agosteña, la que gozaba desde hacía muchos años en la dársena del puerto. Sólo durante la noche podía descansar –abundaba en su mensaje- y al despuntar el día, nuevos sonidos de espanto destrozaban sus tímpanos largas horas hasta el atardecer. Habían sido tres días de martirio interminable mientras una masa vociferante clamaba alocada sin conseguir amortiguar unos chirridos que destrozaban su corazón, temiendo por su muerte.

La cabezada hacía atrás en el atardecer, justo en el momento en el que una cagada de un pájaro cayera sobre mi rostro, me hizo despertar. Un sentimiento de pena estrujó mi alma, acercándome a un sueño tan real como aquella gaviota tumbada a mi lado, de cuyas patitas seguían saliendo mensajes de auxilio que con gran tristeza pude descifrar.

22 agosto 2008

EL COMIENZO DE UN NUEVO LIBRO

Tic, tac. Un segundo. El tiempo utilizado para abrir un libro de historias increíbles dispuestas al lector de sueños ansioso de vivirlos. Un viaje a un final desconocido desde una puerta que se nos ofrece en la fracción de un segundo, el tiempo necesario para cerrarlo ante cualquier descanso, o en el que se da el punto y final a una historia a la que sin embargo no deseamos abandonar.

Extraños a valorar la fracción de un segundo, nos fijamos más en las horas de asueto atentos a la gaviota bajo la calina que nos agobia, confortados por la brisa que nos besa suave, aliviándonos las horas viendo cómo transcurre el tiempo desde un amanecer incierto hasta las horas más tardías que luego saben a nada. Nos sentamos pues sobre la roca mojada observando cómo tranquila y confiada recrea su vuelo esperando el momento de lograr su presa.

Cercano, el andarín por la playa, unido a su sombra, fuerza el ritmo batiendo su corazón, veloz sobre la húmeda arena de la playa dejando sus pies marcados sobre el manto del agua que insaciable luego los borra de su camino. Como el libro de los sueños, que se abre y se cierra. Mientras tanto, ambos, escenifican la mañana atentos al tic, tac, el que escucha el andarín en los latidos de su corazón y el que la gaviota presta al agua blanca donde zambullir su pico robando al mar uno de sus hijos.

Un segundo y muchos de ellos seguidos completan la mañana en la que nunca sucede nada, en un marco pespunteado de brumas donde la paz copula con la arena caliente, reseca por los puntillazos del Sol.

Todo es así de sencillo, vivimos confiados en la rutina mientras hierven unidas la ambición, las ilusiones y la planificación de nuestro futuro, una argamasa de sueños y proyectos que en el almirez de los deseos vamos almacenando para un mañana, convencidos en que llegará el momento de saciar nuestros anhelos sin saber cuándo será el momento de su despertar.

Pero si algo hay realmente vital en nuestras vidas, es la realidad de que en un segundo un giro imprevisible tiene consecuencias irreparables sin estar en nuestras manos virar el timón hacia el muelle salvador. Algunos dicen que el destino ya está escrito desde el día en que nacimos, el que guía nuestros pasos, aunque algunos, por sus escasos años, ni siquiera han llegado a saber de su existencia.

Vidas desgarradas y familias que dejan de serlo son libros que se cierran en la fracción de un tic, tac. Ese segundo, esta vez horrible, que todo lo muda, al igual que el mar embravecido del que desaparecen la gaviota y el andarín queridos. Y junto a ellos, el sosiego en nuestros ojos.

Sólo la esperanza en un nuevo libro, servirá a quienes rotos por los jirones del dolor, encuentren en la fracción de un segundo una nueva historia en donde encajar a sus seres queridos, los ciento cincuenta y tres protagonistas de una nueva forma de vida a los que sus familiares nunca podrán renunciar.

19 agosto 2008

EL INGENIO DEL PÍCARO


Cuando se es idiota de nacimiento pero la idiocia no es profunda con el tiempo se puede corregir, tal es entonces su condición próxima a la de un pusilánime envestido con la toga de un candor más bien plomizo, e ignorante de su pasado de lo que sin embargo presume. Todo es cuestión en aprender de aquellas gentes no desnortadas, de inquietud controlada y con el corazón abierto al conocimiento de nuestro pasado sin ningún tipo de complejo e invistiéndose con la mejor información. Eso sí, siempre dispuestos a saber de nuestras raíces, las alimentadas con buena savia, evitando las que sufren de injertos adulterados con la intención de envenenar la sangre, tarea la que se dedican los iluminados mequetrefes que tan machaconamente nos invaden.

En cambio, ser idiota de vocación, ni es bueno ni es malo, simplemente se es, porque haberlos haylos. En su simpleza se encuentran la mar de a gusto, sin nada que objetar a su decisión de la que son dueños inapelables. Confiados en su acción vocacional, el único peligro estriba en si les hace callo su incipiente afición, ésta pertenezca a la familia de las de lapa negra y mugrienta que atenazará inasequible al cándido bonachón.

Sin embargo, la idiotez del converso, la del soplagaitas de turno, la del esclavizado por soflamas de engaños melifluos con aditamentos de falso glamur intelectual, tiene la misma identidad que la cola de un pavo real a la que su papada hace de contrapeso, almacenando en su estomago la memez que le sustenta a base de féculas de escasa nutrición, subvencionadas, eso sí, por el maná de lo políticamente correcto. Podría tratarse en este caso también de la idiotez del listillo -que por ahí va la cosa- lo que no invalida, pese al mérito que ello encierra, su consideración de ser idiota, sin que sea que lo parezca.

Un parte del mundo del teatro y cine, la más sectaria, la que desde sus negras tramoyas se ha adueñado del amplio mundo de los cómicos apartando de su vera a los que sólo a base de esfuerzo cumplen con su tarea alejados de la tutela del poder, es la que reniega de la historia de España empecinados tanto en su afán de falsearla como dispuestos a dejarla en el mayor de los ridículos. Son los burlescos de sus gestas, tal y como hemos visto en una película reciente: “Elizabeth, la Edad de Oro”, que por ser de producción inglesa nada nos extraña, pero con la lamentable aportación de quien se presenta en ella como un actor español, un tal Jordi Mollá: bufón del esperpento.

No es cuestión aquí de resaltar las muchas huellas imborrables, tal ADN, de nuestro pasado histórico fundido en el crisol de nuestra existencia, lleno de paginas memorables, legendarias y también ruinosas –que de todo ha habido y que a contárnoslas debiera dedicarse el mundo del cine, tal y como sucede en otras latitudes del amplio mundo que nos rodea, si se dedicara a su cometido cultural y no a otras cosas cuyas vergüenzas silencian o al menos enmascaran - sino de dar fe de la existencia en nuestro diccionario de la Real Academia de la Lengua Española de la palabra “idiota”. La de tan claro como diáfano significado y cuyo plural les viene al pelo al emperejilado tropel que domina los hediondos y oscuros entramados del cine, allí donde se tejen campañas al servicio del poder, que es el que les paga a tan empedernidos lameculos.

Así pues, no se trata en este caso de hacer hincapié en la idiotez de nacimiento, ni en la vocacional, ambas de probable cura; sino en la más execrable y penosa a la que tendenciosamente se dedican los progres del cine: la idiotez del pícaro escondido en sus silencios, pero saliendo a la palestra voz en grito cada cuatro años pidiendo el voto para los que les aseguran la subvención; incluyendo la de los 400 euros que ellos han cobrado; esos mismos 400 euros que se han quedado esperando los más necesitados y que se ven obligados al esfuerzo del milagro para llegar a final de mes pese a la laicidad oficial en la que estamos inmersos y cuyo engaño los de la farándula silencian.

Jose Manuel de Prada ha puesto el dedo en la llaga y los define con enternecedor cariño como “una capillita de intelectuales que abominan o se avergüenzan de la historia de España”. Sabe muy bien lo que dice en su sutileza el genial escritor vizcaíno, criado próximo a las Tierras del Pan y del Vino, las que le condicionan a llamar al pan, pan, y al vino, vino.

Lo que está claro es que a la girola de la Moncloa, a donde acuden los meapilas de la “cla”, no llegan con su parte de nacimiento que los identifica, ni arguyen en su bodeguilla su afán vocacional, sino que acuden bajo el palio protector del afín devoto desde el palco cardenalicio que con tanta pompa usurpan; sin olvidarse del glamur, al que no desprecian.

Son los que están más dedicados a la publicidad del estraperlo de adulterados medicamentos servidos desde comités de urgencia en sus lapsus vacacionales, cual vacuna redentora, en los que cada vez son menos los que de ellos confían.

15 agosto 2008

FELIPE CARLOS, EL REY DE LA PAZ


Anochecía. El frio se hacía cada vez más intenso en los jardines junto al palacio. Fue en ese instante cuando notó los primeros dolores en su vientre y que al ser más seguidos, la llevaron hasta su alcoba alertando a su fiel ama que junto a ella se paseaba. Intuía la reina que se le adelantaba el parto, el esperado para un mes más tarde, una vez acomodados en su confortable residencia de Oatlands.

Hampton Court, el palacio cercano a Londres donde se encontraba en esos momentos María, la Reina de Inglaterra, estaba en fase de remozamiento de sus instalaciones, por lo que no estaba bien acondicionado para tan inesperada ocasión. Avisado el rey Felipe, se dieron las órdenes precisas para trasladar unas estufas tanto al salón contiguo como al de sus aposentos, preparar las ollas con agua bien caliente y las de procurar sábanas blancas y ropas de algodón para el regio nacimiento que estaba pronto a llegar. Llegaba la primavera, pero el viento entraba por las rendijas del palacio, cuyos agudos soplidos más parecían aullidos de lobos en una gélida noche de invierno, propia de una estación que el tiempo se resistía abandonar.

Pese a que aún faltaban unas pocas semanas para el parto, la presencia del médico de la corte y la de una comadrona habían tranquilizado al Rey, quien dirigiéndose a su despacho mostró su alegría a la espera de que naciera un varón. Varón en quien un día descansaría la corona de todas las tierras conocidas hasta entonces, y que ya parecían ser todas.

-¡Alteza! ¡Un varón! Un sano y hermoso niño, fuerte, como lo demuestran sus lloros y sus manitas rollizas que se cogen con fuerza a las mías. Rubio y de mentón prominente, como su abuelo, a quien debe vuestra Alteza mandar presto un mensajero que le haga llegar la feliz nueva- le dijo llena de alegría la fiel ama de María Tudor.

Dueño de su prudencia, el monarca pasó primero a la alcoba, y tras ver a su esposa junto al hijo en sus brazos dio las gracias a Dios. Acercando sus labios los besó varias veces, repitiendo en cada caricia su gratitud al Altísimo. Visto con sus propios ojos lo que tanto anhelaba y que sabía lo mucho que iba a satisfacer a su padre, regresó a su despacho para mandar un escrito al Emperador, quien se encontraba en Flandes purgando sus penas, fruto de unas luchas que no sabía cómo superar.

Pasados unos meses, restituida la confianza papal y restaurada y fortalecida la fe católica en Inglaterra ante la presencia de un heredero, hijo de un padre bien adoctrinado, todas las frustraciones que se habían adueñado del Emperador abandonaron sus pensamientos y un horizonte de esplendor que parecía haberse oscurecido, surgió radiante como respuesta a unos deseos que ya venían de antiguo.

La política matrimonial de los católicos reyes, secundada por su nieto Carlos, dueño de medio mundo, iba a tener continuidad en el joven Felipe, ya Rey de Inglaterra, de Nápoles y de Sicilia; y que pronto lo sería de España y de Portugal y de todos los territorios de ultramar. El recién nacido era pues, el mejor garante para el futuro y todo hacía presagiar lo fuera de paz. La mayor esperanza radicaba en que María Tudor, viendo un horizonte sin peligros, renaciera en ella los sabios consejos de su madre Catalina, nacidos en ésta de un humanismo fruto de su amistad con Luis Vives, y que iban a facilitar la hermandad en Cristo en todos los creyentes. Lo que sin duda también, influiría en el carácter de su esposo Felipe el Prudente, obligado a cerrar las heridas que habían llenado de sangre las tierras de Europa.

Los Habsburgo e Inglaterra unidos en el Imperio Español, debilitada en su soledad Francia y el Santo Padre obligado en aceptar su dedicación al gobierno de su Iglesia y excluido del poder terrenal, iban a dar siglos de gloria a la Cristiandad. Ausentes las guerras de religión y los corsarios por los mares, el giro que tomó la historia fortaleció a todo el continente, en el que a partir de ese momento se iban a escribir páginas de paz.

Así fue lo que ocurrió gracias a un niño nacido en Hampton Court, bautizado en la fe católica y que años más tarde coronado con el nombre de Felipe Carlos, pasó a la Historia como el Rey de la Paz, al poner un punto a final a tanto desenfreno.

Y así sucedió. Y no como la historia que ahora nos cuentan, fruto de la ambición y cuyas únicas secuencias representan episodios de cismas e intrigas, de guerras crueles, de baños de sangre, pero que por fortuna sólo residen en nuestra imaginación, como un sueño inexistente. Adulterada por los de siempre, y que aunque lo parezcan en nuestro convencimiento, no ha sido más que un pesadilla de terror.

La noria, que gira y gira sin cesar, de repente y de manera inesperada, cambia su norte y toma las aguas desviándolas hacía otra parte, que más humilde y yerma de ambición agradece de su presencia creando valles floridos en los que reina la paz.

¿Hubiese valido la pena el nacimiento del regio varón? No todas las preguntas tienen contestación, pero quizá en el riesgo encontrásemos la mejor de las respuestas.

(“Felipe Carlos, el rey de la paz” es un relato que ha participado en el 35º Proyecto Anthology. Tema: ¿Qué habría pasado si...?)

07 agosto 2008

EPÍSTOLA AL AMIGO


Tu recuerdo me viene entre las neblinas de aquel día en el que tomando caminos diferentes nos abríamos a un mundo nuevo que deseábamos conocer, tal y como tantas veces habíamos planeado. Recuerdo tu cara aniñada, peinado a raya y protegiendo tus cabellos con fijador. Usabas gafas, las de gruesa concha, cuadradas, tras las que se escondían tus ojos no por ello cerrados, y que por tu revoltoso carácter tanto temías que se rompieran durante las horas del recreo. Aquel del que tanto gozábamos en el patio enclaustrado de nuestro antiguo colegio. El momento de la despedida vino después, cuando abandonamos sus paredes y en el interior de sus aulas quedaron sellados nuestros mejores deseos; allí, entre sus pizarras de piedra negra y aromas de tiza blanca, estrangulados sus ecos. Simplemente por esto, por tu recuerdo, me he decidido a escribir esta carta, que de seguro verán tus ojos.

Tomé mi sendero y te perdí de vista; aunque nunca me olvidé de ti y mi deseo era el de verte con frecuencia. Mucho más, sabiendo cómo eras y por las muchas coincidencias de las que habíamos disfrutado durante tanto tiempo.

Luego, ya sabes, todo ese conjuro de factores que van influyendo en tu vida y te hacen ser otro, aunque luches por ser tú mismo apoyado por la fuerza de tu voluntad, en ocasiones blanda y fofa condicionado por tantas cosas. Nada de lo que habíamos pensando para cuando fuéramos mayores, fue tomando cuerpo en el mío, tal y como nos había sucedido en los años con carta a los Reyes de Oriente, en las que de tanto pedir cosas, tan grandes eran en su tamaño, que sobre las gibas de sus camellos bien poco era lo que podían soportar, cayendo por el camino. Y fue así como todos los deseos se iban frustrando, año tras año. Proyectos y más proyectos escritos en hojas de otoño con seca tinta de grafías ininteligibles.

Ahora, cuando ya ha pasado un largo tiempo -tan solo nos queda un apacible rincón de espera, antesala a un mundo que nos gustaría dibujar con el pincel de nuestras manos pero sin modelo al que copiar- vuelvo a pensar en ti y me pregunto qué habrá sido de tu vida, aquella que tan a gusto habíamos tramado.

Quiero suponer que conseguiste ver todo lo que deseabas, correr por las cimas de los montes como un tornillo sin fin, bañarte a los pies de una cascada que desde lo alto rompe el suelo y crea un remanso fresco protegido del sol gracias a las sombras de los peñascos que lo rodean, de los arbustos que de ellos nacen y de la inmensa arboleda que circunda a ese jacuzzi natural. Para muestras, un botón, y con éste me basta. Y quiero imaginar, de forma interesada, que lo lograste.

Poco puedo decir de mí que no sepas tras leer estas líneas que te mando, pues convencido de lo bien que me conoces, y de que aún pervive en ti mi recuerdo, te habrás dado cuenta de todo lo que ha quedado en el camino lastrado por el tiempo.

Sin embargo, estoy contento de lo conseguido por lo mucho de bueno y fructífero que ello tiene. Y aún más, porque no está en nuestras manos escribir el destino, sino aceptarlo tal y como viene con la mejor de las caras y con el mayor de los provechos, intenciones estas a las que me he dedicado a base de errores y también de aciertos, que de todo ha habido en la viña de la vida.

Pero entonces, en aquellos años, nada sabíamos, convencidos de que nuestro sino nacía de un crisol, alimentado con el calor de los deseos.

Finalmente, te deseo una larga vida plena de salud, que de lograrlo, seguro que yo también podré seguir gozando de ella.

04 agosto 2008

ALMACÉN DE OBJETOS PERDIDOS


Céntrica y ronda urbana, ancha y de especial atractivo, es la calle que circunda y abraza a su centro histórico como antaño lo hicieran las murallas que lo protegían a lo largo de su recorrido. Más de un siglo hace de su derribo, puertas abiertas hacía un ensanche que Valencia tanto necesitaba. Y aquí sigue ella, la más antigua ronda de la ciudad, que sufriendo por la automoción, goza de su emblemático entorno testimonio de viejas construcciones que nos hablan de su pasado. Pero no todas persisten, muchas desaparecieron y sólo nos queda su recuerdo.

Porque al paso de las desamortizaciones y de sus piquetas después, como al del tiempo que todo lo envejece y a la ambición urbanística que tanto nos corrompe, cada circunstancia en su momento, han ido destruyendo sus antiguos conventos, sus solariegas casas, sus recintos públicos, su viejo Hospital Provincial, obligado éste a su traslado a una zona más abierta, y del que quedan en pie los restos de algunas de sus puertas, su crucero eclesial hoy moderna biblioteca, la vieja ermita “Capilla del Capitulet” y una sucesión de piedras y columnas que adornan a un jardín donde los olivos abanican los días con sus ramas de paz.

Pero por una causa especial, sí recuerdo en los restos del viejo Hospital una no muy grande estancia reconvertida en almacén y utilizada hasta hace unos cuarenta años como “local municipal de objetos perdidos”: allí se apretaban sus largas estanterías de pasillos estrechos, cuyos anaqueles uno encima del otro llegaban hasta el techo, llenos a reventar de toda clase de extravíos a la espera de su dueño.

Sobre todo, había bolsos y carteras de todas las hechuras, tantos como peces en el mar y que viejos y sin el colorido de estos era lo que más abundaba. Y con seguridad también a la par que con los paraguas, por ser éste el objeto más perdido desde el momento de su invención. También se guardaban un gran surtido de maletas y maletines, de sombrereros, de correas y de ropas, y hasta alguna que otra desvencijada bicicleta; albergado todo en aquel rancio almacén, donde un par de empleados recibían con sus manos abiertas los objetos perdidos disponiéndolos de tal modo, por si alguien allí los buscaba. Al abigarrado enjambre de objetos extraviados, acudía la gente con la esperanza de dar con lo suyo, la pertenencia añorada que consideraban perdida.

Es un recuerdo el que ha pasado por mi mente, fugaz, de sombras equivocas y de flases irrelevantes, pero que han ocupado por segundos un hueco en mi memoria. Su evocación pertenece a un pasado, que por increíble, me produce sonrisas llenas de nostalgia de una forma de vivir en la que la buena fe vecinal y su desprendimiento, era el mejor de los legados. Era el de la ciudad de puertas abiertas, pero de cinturones apretados, en la que, sin embargo, ni se hablaba de hipotecas ni del desaprensivo euribor, ese de cara tan rancia como inescrutable.

¿Y por qué me viene al recuerdo aquel lugar tan entrañable, convertido hoy en jardín de viejas columnas, restos de un antiguo hospital?

Y es que la sonrisa me ha llevado a rememorar telones tan oscuros como olvidados por la pregunta de mi nieta, cuya sorprendente ocurrencia da fe a la esperanza: la que nunca debemos perder.

“Iaio, he perdido un muñeco de trapo en el autobús. ¿Por qué no vas a objetos perdidos y miras si allí está?

01 agosto 2008

2º ANIVERSARIO



Sucedía en la Baja Edad Media, en los años en que los monarcas hispanos andaban a trompazo limpio cosa frecuente entre los reinos cristianos de entonces, ambiciosos como eran por ampliar sus dominios. No obstante, lo que más les unía era su afán de combatir al invasor moro, tal y como sucedió en Navas de Tolosa, allá por el año doce doce. Cuando no era el uno, lo era el otro, y siempre andaban a la greña utilizando todo tipo de estrategias sin despreciar la de los enlaces matrimoniales, a la que tantas veces recurrieron utilizando a sus hijos, aquellos de los cristianos reyes.

Pedro el Ceremonioso, el rey segundo de Valencia y cuarto de Aragón, amuralló la ciudad de Valencia para defenderse de Pedro de Castilla, al que unos llamaban el cruel y otros el justiciero. Y se lió la “guerra de los dos Pedros”, y que a su término, el monarca aragonés considerara a Valencia como dos veces leal. Ello, no fue óbice para que el Ceremonioso ayudara a Enrique, “el de las mercedes” -el bastardo que luchó contra su propio hermano el Rey deseoso por robarle la corona- en el destronamiento de su hermanastro, lo que posibilitó la entrada de los Trastámara en Castilla y años después también en Aragón, según se acordó en Caspe en ocasión de inteligente lance, y que pasó a la historia como el famoso Compromiso que lleva su nombre. Un Trastámara magnánimo, Alfonso, dio los mejores logros a la Corona de Aragón, gracias a la fuerza económica de Valencia y su Siglo de Oro, por lo que quedó enormemente agradecido a nuestra ciudad, cuyos presentes están patentes en el interior de nuestra Catedral.

De la Valencia amurallada y por una de sus puertas –no sabemos por cuál de ellas- el humanista Luis Vives huyó a Brujas, cuando pintaban bastos y las cosas no las tenía muy claras. También los moriscos tomaron las de Villadiego en contra de su voluntad, pero en este caso, sin la necesidad de franquear las murallas porque su lugar de trabajo estaba en la huerta, allende de ellas. Era el tiempo en que el italiano Antonio Manceli dibujó para la posteridad el plano de Valencia, como antes lo hiciera el flamenco Anton van der Wyngaerde, dibujo éste hecho por encargo de Felipe II, a quien llamaban el prudente.

Y que un siglo después también lo hiciera el “capellá de les ralletes”, Vicente Tosca, quien recorriendo todas las retículas de la ciudad desde la calle de Serranos donde sus ojos vieron la luz por vez primera, plasmó su plano enrocado en las murallas, las que sin duda le daban facilidad para su pertinaz tarea. Gracias a su trabajo, se rescataron a la posteridad sus calles estrechas, sus viejos conventos e iglesias, muchos de ellos desaparecidos. Plano que tanto nos iba a ayudar hoy en día para conocer mejor nuestra ciudad, la de aquellos años de entonces.

La murallas resistieron al francés invasor en su primera intentona, pero cuando años más tarde la industria de la seda entró en crisis, ahora diríamos desaceleración, a falta de subsidios de paro y prestaciones por desempleo, Cirilo Amorós, el munícipe, se decidió a pedir permiso a su reina Isabel II para derribar las murallas, las que ya asfixiaban a la ciudad. Y con ello, procurar los necesarios jornales para la mucha gente en paro que angustiada existía.

Valencia abierta entonces, necesitó de más puentes, pues sólo existían hasta entonces los que daban frente a sus puertas; y con ellos y a ellos gracias, fue creciendo la ciudad. El ferrocarril, el Ensanche, las nuevas grandes vías, su paseo Valencia al Mar: al que ser quiere llegar aunque sea a paso lento, la América Caps y la Formula Uno. Todo un siglo y medio en el que el encanto del blanco y negro es vencido por la magia del color, la que con la máquina digital crea sus mejores encuadres.

Pero todo esto no tiene ningún valor si en nuestra prepotencia olvidamos lo que fuimos, tiempos del que sólo el blanco y negro da su mejor testimonio: el mayor de nuestros legados y del que debemos disfrutar.

Valencia en blanco y negro es una muralla abierta circunscrita en este Blog. Pero que se ofrece desprendida a quienes gusten de ello, al igual, que también abierta a cualquier colaboración, por lo que les quedara siempre agradecida. Nace cuando se cumplen dos años desde que empezara su andadura “el bloc de jotacob”, celebrado ahora como cualquier festejo de un cumpleaños feliz y con la ilusión de que sean muchos en los que pueda seguir creciendo.