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27 marzo 2007

EL TITANIC, UNA HISTORIA FASCINANTE


Hace muchos miles de años, un copo de nievo cayó en el Océano Glacial Ártico ajeno a su relevancia en el futuro, cuyo protagonismo quedaría impreso en las páginas más fascinantes de la historia. Segundos después se convirtió en hielo. Las frías aguas lo envolvieron, y empezó de forma lenta y constante a crecer su volumen. Miles después, el invierno de 1809 no fue muy frío y una ola de calor permitió que aquel copo, ya convertido en un inmenso iceberg, se desgajara de la placa polar e iniciara un viaje hacía el Océano Atlántico. Justo en ese momento, en el astillero de Harland and Wolf, en Belfast, se iniciaba la construcción del que iba a ser el barco de pasajeros más lujoso de la época, el Titanic.

La idea de su construcción se fraguó en la casa londinense de Lord Perrie, dónde se habían reunido dos importante navieros dispuestos a crear el más lujoso hotel flotante que durante muchos años, y con seguridad siglos, se iba a convertir en una de las historias más atrayentes producidas por el comportamiento humano, donde el pundonor, la dignidad, el orgullo, el honor, el poder, el miedo, el horror, la muerte y la supervivencia hicieron su acto de presencia.

Tres años después, aquel copo de nieve a la deriva, coincidió en un punto del Atlántico con el barco que cuatro días antes, el 10 de abril de 1912, había zarpado del puerto de Southampton para iniciar su primer trayecto con destino a Nueva York. En sus zonas de lujo, primera y segunda clase, más de dos mil doscientas personas viajaban ilusionadas e ignorantes del motivo por que el que pasarían a formar parte de un acontecimiento singular.

La noche del catorce de abril de aquel año fue muy oscura, y la amenaza de los icebergs, a pesar de estar latente en la mente del capitán Smith, no podía presagiar nada de lo que iba a suceder en unas pocas horas, máxime, debido a la fortaleza de su acero y al poderío que impregnaba la majestuosidad del Titanic. Los destellos del propio barco se reflejaron en el iceberg, cuando sólo les separaban cuatrocientos metros que fueron insuficientes para evitar la colisión: el inicio de una de las más espeluznantes historias de la mar que se perpetuará sin caer en el olvido.

La pericia del Capitán, en el que era su último viaje ante su inminente jubilación profesional, no pudo evitar que el iceberg rasgara uno de sus costados y abriera los remaches de las placas de acero, por cuyas aberturas las aguas entraron insaciables buscando la desolación, tanto de los tripulantes como de los pasajeros que sufrieron casi tres horas de horror. Las compuertas herméticas dividieron al barco en compartimentos estancos, lo que retraso su hundimiento y posibilitó la salvación de setecientos cinco supervivientes, en su mayoría mujeres y niños.

El peso del agua en las tripas del barco hundió la proa, mientras la popa se elevaba envuelta en gritos de desesperanza hasta que se partió en dos. En pocos minutos desapareció bajo las tranquilas y frías aguas hacia el fondo del que nunca más, se presume, volverá a salir.

Más de mil quinientos seres humanos con sus chalecos salvavidas quedaron sobre las aguas, mientras sentían en sus piernas unos cuchillos que las rasgaban. Fueron instantes de pánico envueltos en gritos de dolor cuyos horribles ecos cesaron en quince segundos, con unos cuerpos congelados que formaron el más sepulcral silencio ante los ojos atónitos de los supervivientes a bordo de las barcas de emergencia. En ellas se mantenían despavoridas las caras de las mujeres, niños y hombres que presenciaron en primer plano la tragedia.

Tanto los músicos en la superficie del Titanic como los fogoneros en las entrañas del barco eligieron de forma voluntaria la muerte; se sacrificaron por los demás para escenificar el pundonor y la dignidad como unas de las muchas escenas que se representaron en las tres horas que duró la tragedia.

Han pasado desde entonces noventa y cinco años, y en el fondo permanece la proa del Titanic, inhiesta en lo que es su mejor pedestal; sin embargo, su espíritu, sigue navegando no sólo por las aguas de los océanos, sino también en nuestras mentes como unos de los episodios más fascinantes mezclado con momentos de horror junto a los de esperanza.

17 marzo 2007

LAS FALLAS VALENCIANAS


Cómo no hablar de las fiestas falleras cuando Valencia hierve ante una multitud que nos visita desde los puntos más lejanos, incluso desde allá donde termina o empieza el mundo.

Puede parecer que de las fallas valencianas esté ya dicho todo, pero no es verdad, porque la imaginación no tiene limites. El color que alegra sus días puede que tenga los mismo tonos, pero siempre embriagan. Sus matices enganchan, más si cabe, al ver cómo nosotros mismos nos quedamos fascinados como si descubriéramos lo nunca visto. La alegría de las falleras y de sus bandas musicales viste las calles, y nos descubre rostros de una mujer valenciana orgullosa de su presencia por la ciudad, a la que engalana.

Las “mascletas” del mediodía son el preámbulo al colorido de las noches, cuando los fogonazos de pólvora forman palmerales bajo el cielo estrellado que por breves momentos transforman la noche en día.

La “Crema” que despide la fiesta puede que siempre sea la misma, pero de sus formas fantasmagóricas nacen las nuevas ideas. Las que el artista plasmará en su imaginación que, como preludio del año próximo, se inicia justo en ese instante.

El espíritu fallero, siempre emprendedor, firme al reto de cada ejercicio, no sabe de flaquezas y hará los imposibles para que la fiesta siga su camino adaptándose a los nuevos tiempos. El fallero, siempre joven, tienen cada vez mayores bríos y la fiesta estará siempre viva, cada vez con mayor fuerza.

Como en cualquier reducto del ser humano, en la fallas, el hueco por lo tradicional está presente, lo que no implica ningún paso atrás o freno a la fiesta. Más bien todo lo contrario: es la experiencia que nos brinda un caminar más seguro.

Al ingenio y gracia tradicional que la envuelve, no solo se le suma el arte, sino también la solidaridad entre las comisiones como se demostró el pasado año ante la adversidad de unos gamberros que hicieron arder una falla en su montaje, y en tiempo record, gracias a la ayuda de todos, emergió con mayor brillo de sus cenizas. Y tantas, tantas como cuantas veces suceda algún fatal percance, el espíritu fallero de hermandad saldrá en auxilio de quien lo necesite.

A la pólvora, que los valencianos la llevamos en la sangre, personaje principal de la fiesta como lo son las mismas fallas, se le une de manera inevitable el estrépito. Crece pues la fiesta, y no lo hace sola: también crece cada vez con más fuerza, junto a todos sus atributos, el ruido, que es inevitable.

Y si la fiesta tiene sus detractores, porque no les gusta la multitud ni les satisface su estruendo, ello no puede suponer un punto de inflexión en las fallas. Como semana grande de una fiesta universal prevalecerá el espíritu fallero en una ciudad que no se entiende sin ella. Porque Valencia es tolerante y es artista, es libre y es musical, es dócil y es colorista y todo, todo el mundo que nos visita lo sabe, e inunda nuestras calles con la promesa de volver.

La evolución del mundo fallero, por su grandeza y por ser “Fiesta Universal”, nos obliga a cuidar de ella al igual que de un niño pequeño que, a sabiendas de los peligros que le acechan, velamos por él y con un gran cariño le procuramos lo mejor.

08 marzo 2007

EL HUÉSPED


No era mala hora aquella del aperitivo para conocerse mejor, cambiar opiniones sobre la actualidad y algún que otro comentario, si no malévolo si con picara intención, sobre las rarezas de la vecindad.

- Hoy parece que el tiempo quiere cambiar y el frío se aleja, que buena falta nos hace. ¿Le hace unas almendritas con una manzanilla de Sanlucar? –le ofreció Don Fulgencio a la distinguida dama cuyo presencia resultaba nueva para él.

Era setentón y desde que enviudó, gracias a tener sus riñones muy bien cubiertos, se alojó en la Residencia la Pinada. Llevaba allí unos cuantos meses e iba sumando nuevas amistadas que le inyectaban más ganas de vivir. También para Doña Teresa Aguafuerte todo aquello representaba el inicio de una vida más alegre. Viuda desde hacía seis años y sin hijos, optó por alojarse en el que después de algunas averiguaciones era el mejor establecimiento de la ciudad, como si de un hotel de cinco estrellas se tratara. Con ello hizo caso al consejo que siempre le había dado su esposo, militar de alta graduación, para cuando se quedase sola en este mundo. Era su primer día en la residencia y aceptó de muy buen grado aquella invitación.

- Mire Vd., para mí la hora del aperitivo así como el café de media tarde es una sana costumbre de muchos años que me inculcó mi esposo. Será un placer compartirlas con Vd., nunca me equivoco y le veo educado. Algo me dice que es Vd. un hombre culto. ¡Espero que me informe de cómo va la bolsa y sobre todo las Duro Felguera, las preferidas de Ambrosio durante toda su vida. ¡Oiga Vd. Don Fulgencio -quien ya se había presentado por su nombre –la manzanilla deliciosa y las almendras en su punto!

Así fue aquel primer encuentro al que siguieron otros muchos, siempre en las horas del aperitivo y en las del café de media tarde, a las que Don Fulgencio acudía con unas pastas riquísimas de Astorga. Mientras tanto, dejaba de lado a los demás residentes dedicando su atención a Doña Teresa cuya edad había averiguado: tenía tres años más que él, setenta y seis.

Pasaron unos meses y entre ambos se fraguó una buena amistad animada con mutuos agasajos. Algo nuevo nacía entre ellos y sus cruces de miradas eran cada vez más enternecedores.

Disfrutaban de un pequeño jardín entre pinos y cuando las tardes empezaron a ser cortas, un pequeño banco, algo escondido, se convertía en el lugar preferido hasta la hora de la cena. Las Duro Felguera habían dejado de interesar a Doña Teresa y la manzanilla o el Paco Rabanne de Don Fulgencio, junto las mantecadas de Astorga, proporcionaban a la feliz pareja los mejores momentos de cada día.

Una de aquellas noches fue cuando Don Fulgencio se dio cuenta, ya en su habitación y con su batín puesto, de que en un bolsillo de su chaqueta “alguien”, le había dejado la llave de una habitación. Era ya la una de la madrugada y no había logrado conciliar el sueño: su almohada estaba hecha un ocho, al igual que el interior de su cabeza que era todo un revoltijo. No lo pensó más y abandonó el umbral de su puerta para entrar en la intimidad de la que era causante de su desazón.

Doña Teresa “dormía” de lado y junto a ella, abordando la mullida cama, Don Fulgencio activó una lujuria renacida que él no había motivado. Doña Teresa ni se movió. Cuanto más se apretaban aquellos cuerpos asustados y temblorosos más se escuchaba en la estancia los jadeos que ambos trataron de amortiguar.

Doña Teresa no se volvió hacia él. Ambos compartieron durante un buen rato placenteros resuellos escondidos en el silencio. Calmado Don Fulgencio, se puso su batín y abandonó la alcoba.

Aquel mediodía, en la hora del aperitivo, Doña Teresa le recibió tan radiante como todos los días, con la más absoluta normalidad, como si nada hubiese sucedido:

- ¿Hace una manzanilla, Don Fulgencio? ¿Cómo abrió hoy la Bolsa? ¿Parece cansado? ¿ha dormido mal?

Doña Teresa no mencionó el encuentro nocturno; abundó, eso sí, con una ligera sonrisa en que las noches eran para descansar. Él también se hizo el distraído tal y como ella marcaba el paso, lo que complació a la dama que se sentía más jovial y feliz que nunca.

Don Fulgencio todos los días sobre la medianoche hacía uso de la llave cuya devolución nunca le exigió Doña Teresa. Se arrullaba junto a ella sin mediar una sola palabra y durante un largo instante ambos gozaban de un calor que preferían silenciar.
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(“El huésped” es un relato que ha participado en el 15º Proyecto Anthology. Tema: Huésped)