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29 agosto 2006

CASUALIDADES

Accioné el monomando: agua caliente y graduación de 35º. Unos minutos de vapor abrían mis poros y la sacudida del agua fría me producía la sensación de quedarme anclado por extrañas fuerzas contrapuestas. Medio minuto más y otra vez los 35º daban a mi cuerpo el placer del relajo. Otro aluvión de agua fría me hacía despegar con la fuerza de un formula uno cuando arranca de la parrilla.

Todos me llaman Poveda. Aquella mañana al abrir la ventana coincidió ante mis ojos el veloz vuelo de un pajarraco negro. Jamás por mi barrio había contemplado ave semejante. Me quedé extrañado y el bufido de la cafetera me dirigió hacia la tostadora. Un poco de aceite y sal, junto un café amargo, suponía mi primer refuerzo de todos los días.

Siempre procuraba que mi primer paso al salir del portal fuese con el pie izquierdo. Frente a mi casa, un tabernucho viejo pero limpio era la primera visita de todos los días. Salinas me informaba de las noticias del barrio y en aquella ocasión me comentó que los yankis no tenían preparada ninguna invasión:-¡pero tenemos que estar alerta!- decía con entusiasmo. Salinas no era un hombre como el Marlboro, de sabor genuino americano, pero siempre tenía en mente a Marylin.

Ya informado de todo lo importante y trascendental abandoné el local. Mi intención, además de visitar al notario más tarde, era caminar hacia el centro comercial situado a doscientos metros a la derecha de mi casa. Y así lo hice, cuando vi venir, quizá del mismo lugar, una torda de veinte y pocos años, igual menos de veinte. Iba de ceñido traje chaqueta color vino, falda por la rodilla, redondeces las tan justas como excitantes, pelo largo y negro caído por la espalda y una cara que para sí la hubiese querido la diosa Afrodita.

¡A estribor tus naves! me dije. Dejándola pasar, adiviné que ella se sabía observada y con andares rítmicos, insinuados por unos tacones de punta fina, apenas a cinco pasos de ella, seguí su marcha y por mi interior la sangre circulaba con la misma presión que el bólido en su salida. Mis ojos amenazaban salirse de sus órbitas ante aquel manjar mañanero. Jamás estuve más despierto. Ni en el cambio de guardia de la Reina Madre, los altivos soldados marcaban sus pasos con la misma exactitud que la elegante jamelga balanceaba suavemente su lascivo mapamundi.

¡Sujeta y aguanta!, me decía. Al final de la calle estaba el gran bulevar y la coincidencia del coche de Galarza, mi noble amigo, quien frenó en seco. Ignoro si por mí o por haber vislumbrado a tan fastuosa hembra. Jamás lo supe. El caso es que me invitó a subir a su coche y me fui con él sin pensar a donde. Había perdido mi norte y justificadas razones existían para ello. Todavía a través del retrovisor la vi perderse entre los árboles. Decidí olvidarla, convencido de que el abandono de aquel recuerdo me sería mas grato que la obsesión por su asedio.

- Amigo Poveda, vamos al embarcadero del Cabo Pacos. -me dijo Galarza. -Allí nos subiremos en una barca y un buen amigo me va a capturar una langosta prometida desde hace tiempo. De ti depende su preparación para la comida de hoy.

Ni al centro comercial ni al notario, quién quedaría esperándome. Todo cambió aquella mañana y hacia “Los Maresmes” nos dirigimos. Después de media hora de conversa el salitre del mar entraba por nuestras narices.

Era una barca pequeña. Cuatro remos, un bidón de agua, redes y cuerdas. A poco bogar, ya saliendo por la bocana y a escasas brazadas de las rocas, al poco doblar el malecón, una moto náutica de esas conducidas por un loco de esos, vino hacia nosotros y sin posibilidad de reacción se estrelló contra nosotros. Visto lo visto pude lanzarme al mar y llegar a las rocas. Ronco de gritos vi hundirse la barca. Galarza con la cabeza ensangrentada descansaba sobre unos maderos y herido de muerte y sin fuerzas, sentía perder su vida.

Ambulancias, policías y curiosos. Galarza, emigrante chileno y buen amigo de hacía treinta años, decidió vivir su vida en solitario; ningún familiar iba a llorar su muerte. Era buena gente y sólo a sus amigos, uno de ellos yo, iba a amargar aquel fatal desenlace.

Me trajeron a casa y al llegar al barrio, las calles cortadas anunciaban algún suceso. Envuelto en una manta visité a mi informador Salinas para que me pusiera al corriente de todo lo sucedido. Al verme cómo entraba en su taberna quiso saber qué me había ocurrido y ya puesto al detalle de mi aventura, me dijo:

- Peor ha sido por aquí. Nada mas irte esta mañana, veinte minutos después, una bomba ha estallado en el Centro Comercial: veintidós muertos y sesenta heridos. Todo el techo abajo. Un desastre.

Como si los 35º grados del monomando y el aluvión de agua fría hubiesen bloqueado mi cuerpo me quede paralizado. Afrodita me salvó la vida alejándome del centro comercial y quizás Neptuno, haciendo causa común con la diosa, evitó mi muerte en el mar.

Subí a mi casa y puse el contestador. ¡Contacte urgentemente con la notaría! Era el único mensaje que tenía el aparatito. Marqué el número y pregunté por el notario. Se puso:

- Sr. Poveda, estaba citado Vd. a las doce de hoy. Lamento decirle y Vd. lo sabía perfectamente, que a esa hora, tal y como estaba ordenado, era el momento de abrir el testamento del indiano D. Federico Poveda y Ruescas, primo hermano de su padre. Debo informarle que le dejaba a Vd. toda su millonaria fortuna a cambio de que estuviese Vd. presente en la hora de la lectura de su testamento. En caso contrario, como así ha sido, todo el legado pasa de forma automática a la propiedad de la Iglesia de la Dulce Espera.

Así resultan las amargas casualidades de la vida. Las que ignoramos cuando poco significan, pero que a veces, como en este día, se convierten en un antes y un después convencidos de que hemos vuelto a nacer. El coincidente cuervo, la casual torda, la fatal moto náutica y la langosta que no pudimos comer.

Febrero 2005


21 agosto 2006

UN PASEITO POR LA HISTORIA

El Instituto Nacional de Meteorología había anunciado fuertes tormentas en la Meseta Central en los próximos días y con la presencia de gran aparato eléctrico. A Protección Civil se avisó de las grandes probabilidades de sufrir destrozos en las instalaciones empresariales y de servicios en los alrededores de San Lorenzo del Escorial. También alertaron, por la acción de los rayos, del peligro de incendios en la sierra. Terminaba el parte de aviso redundando en que la intensidad de la tormenta podía superar a todas la conocidas por el Instituto, como así lo presagiaban todos los datos que llegaban al Centro de Recogida de Datos desde los satélites espaciales.

Fueron cuatro días sin día, es decir, sólo noches. El Sol se desbandó. Los cumulonimbos se hicieron dueños de los cielos y las panzas de aquellos escupían el mal. Cuelgamuros era Roma ardiendo y en la raya que separa el bosque de la intemperie se dibujaban los destellos del pánico.

La gran Cruz de la Basílica del Valle de los Caídos se quedó atónita al presenciar cómo de la cripta sagrada, un caballo blanco con la cruz de Santiago en su montura y guiado por un jinete escondido en su capa magna, volaba hacía la furia de los cielos.

El jinete consiguió alcanzar gran velocidad y por su destreza pudo cruzar el núcleo de aquella furia y llegar a un lugar de la bóveda celeste donde sólo existía paz. Espoleo su montura y en sentido inverso al de la rotación celeste, imprimió tal velocidad, que venció al tiempo; cuando aquella tormenta había desaparecido, cambió su rumbo. Se dirigió hacía la Tierra, llegó a su España y buscó cobijo en el lugar mas cercano, en Caspe.

Llegó al Parador Nacional y cuando preguntó si era día festivo o fiesta de guardar, le contestaron que era laborable y que estaban al completo. Fue entonces cuando se enteró que corría el año de nuestro señor de 1412 y que allí se encontraban hospedados nueve ilustres personajes. Su curiosidad le hizo averiguar la razón de aquella reunión y una vez puesto al día, citó a los nueve en el Salón de la Bodeguilla.

- Sé de vuestro compromiso, y del alcance de vuestra importante decisión. Por ellos os pido a todos, como buenos españoles que sois, que os pongáis de acuerdo con antelación, y que dos tercios de vuestros votos sean para el de Trastamara. También deseo que de cada una de las partes, Aragón, Cataluña y Valencia, salga por lo menos un voto para él. Si no lo hacéis que Dios os lo demande pero sepáis que yo estaré alerta. Nada mas tengo que deciros y que Dios os guarde.

De esta forma Caspe decidió la suerte de la Corona. Lógicamente, obligados a ello, los compromisarios optaron por una solución antidemocrática y por supuesto facistoide. Esta “decreto ley” hizo que Castilla doblegase a Cataluña impidiéndole su continuidad de ya quinientos años.

Cuando el jinete pidió la cuenta y entregó su VISA, ésta no fue admitida por su desconocimiento. Lo que le obligó a la huida. Y saliendo raudo con su caballo allí aparcado, tomó otra vez la dirección de los cielos, que por su área de influencia, era de peaje.

Presagió algo extraño en el caballo, lo que le hizo dirigirse de nuevo a su España. De esta forma llegó a Valladolid en el mismo instante que se anunciaba la entrada del nuevo año de 1478. Después de tomar las uvas en la plaza Mayor, se hospedó en el Mesón Troya de la Villa donde se enteró del peligro que acechaba a España por la aparición de los marranos, así llamados los falsos judíos conversos. Y por ello citó a los Reyes Católicos a su inmediata presencia.

- Sé del problema que os asola pero yo os digo que tengo la solución. Tengo conocimiento de lo que se hizo en otros estados europeos para males semejantes. Sé de las medidas contra los albigenses, los valdenses y otros grupos heterodoxos. Contra ellos se creó la Inquisición. Debéis hacer lo mismo e instaurarla en vuestros estados. Os lo pido por favor, y también como una orden. Me lo debéis por la apropiación indebida que habéis hecho de toda mi simbología, aunque en el fondo os lo agradezco. También os perdono que hasta el momento no se os haya ocurrido la idea de España. Pero yo os digo, que si no me hacéis caso, tendréis que dar cuenta a la Providencia.

Cuando el jinete se dio cuenta que los monarcas empezaban a enojarse por el apremio que recibían, se despidió de ellos. No sin antes rogarles que pagaran su cuenta en el hotel y tomó rumbo a los cielos deseando volver pronto a Cuelgamuros.

Notó al caballo cansado y sabiendo de la existencia en su querida España de las postas, procuró el relevo de su montura. El agotado corcel cayó muy cerca del mar, en tierras de Denia. Fue en el mismo instante que las tropas de la Gran Alianza (el Sacro Imperio, Inglaterra, los Países Bajos, Portugal, Prusia y Dinamarca) desembarcaban en el pequeño puerto declarando la guerra a los Borbones. Sucedía esto en el año 1702 de la misma era, es decir de la de Nuestro Señor.

Aquello preocupó al jinete y como en otras ocasiones buscó información. Se enteró de que la mayor parte de los estados europeos veían con males ojos las buenas relaciones de Francia con España, auspiciada porque un Austria eligió como heredero a un Borbón, familiar suyo. Pero todo aquello debía ser irrelevante, pues a nadie preocupaba. La verdadera razón de la contienda, pues quien le informó era hombre muy culto, era debida a que los de Vallecas querían apoderarse de los de Mataró. Y tanto ardor pusieron en la pelea, que tanto los soldados de remplazo como los de leva, de uno y otro bando, entraron en una guerra que duró doce años.

Cuando el jinete se percató de tan vergonzosa intromisión, decidió huir de aquella tierra valenciana, no fuera que años más tarde, la historia, le responsabilizara de aquella defenestración.

Sobre caballo nuevo, joven y brioso, logró velocidad de vértigo, lo que le provocó algún mareo. Y por ello bajo otra vez a su España, llegando a una pequeña aldea de los Monegros, a sabiendas, que el Moncayo le aliviaría de su letargo. Recuperándose estaba, cuando vio galopar en dirección sur y con gran furia sin que nadie lo impidiera, a un grupo inmenso de jinetes armados hasta los dientes. En una granja cercana alimentó al caballo y fue el aparcero quien le puso al día, informándole de que se había puesto fin al Trienio Liberal por la acción de los Cien Mil Hijos de San Luís, a cuyo trote acababan de pasar ante sus ojos; al frente de ellos, el Duque de Angulema.

Otra vez el jinete huyó hacia los cielos. Sabedor de la posibilidad que aquella acción fuese tachada de fascista, prefería que nadie le imputara responsabilidad alguna.

Cuando se vio otra vez girando veloz y ya próximo a su meta, se sintió reconfortado. Llegó a su Valle y se dirigió a su sitio encomendado. Antes quiso comprar la prensa para averiguar en que día se encontraba y ponerse un poco al tanto de las cosas que pasaban.

Al tener en sus manos un periódico del grupo Prisa, adivinó vestigios de sus antiguos dueños de la prensa del Movimiento. Se fechaba con el dieciocho de julio y en portada se recordaba como tal día de hacía casi setenta años, el del inicio de una guerra civil, motivada en el fondo por el enfrentamiento de los súbditos de Vallecas contra los ciudadanos de Mataró. Empecinados como estaban los primeros y como siempre, por la conquista de las tierras catalanas.

Enero 2006

11 agosto 2006

LA CALLE DE BUEN RETIRO

“al churro media manga mangotero”…

Era muy importante para un aspirante a banquero tener un buen patrimonio y más en aquellos tiempos de penuria cuando los créditos estaban mal vistos o simplemente no existían. Sabíamos la hora en que paraba el tren en la estación y allí acudíamos a la caza de viajeros para pedirles el billete usado. Era un billete de cartón duro y perforado como señal de haber sido utilizado en su viaje de cercanías. Eran de varios tamaños y los había hasta de colores siendo la mayoría grises. Eran los “caicos”, y si llegabas a completar hasta los bordes una caja de zapatos, ya te podías considerar banquero y ser el dueño del juego.

Los finales de los años cuarenta juntos los inicios de los cincuenta fueron para mí los de los juegos en la calle. “La calle” se convertía en el lugar más apasionante en aquellos años infantiles a la que acudíamos con multitud de propuestas. Eran fruto de tradiciones que venían de nuestros padres y también de nuestros abuelos. Costumbres que ocupaban nuestras horas de juegos en las que no había tiempo para el aburrimiento. Sensación ésta desconocida para todos, pues la más usual era la del agotamiento junto con el dolor producido por algún chichón, producto de alguna pedrada, convertido en meritoria herida y blasón de guerras imaginarias. La calle se prolongaba hasta el anochecer en los meses veraniegos, cuando se buscaba la “fresca” exenta de temores a peligro alguno. En la calles no habían coches en aquellos días de mi infancia. Eran como grandes estadios abiertos para el disfrute de unos juegos en los que todos participábamos. Era el lugar de encuentros en donde todos conocíamos a todos y que ante cualquier desmán o necesidad de la chavalería era corregido o atendido raudo por cualquiera de la vecindad. El sonido de una sirena que anunciaba el fin de la jornada laboral, nos indicaba la hora de la merienda: la más habitual, la de bocadillo de pan y chocolate. Tras ella, la vuelta a los juegos era el tiempo de las revanchas o del cambio de la distracción. 

Los juegos de temporada ocupaban todo el año: los había de tardes cortas, las del invierno, y mucho más largas, en las del verano. Y eran en éstas, ya libres de la escuela, cuando con mayor profusión gozábamos con aquellos pasatiempos.

Como con los juegos de birlas; o los de canicas o al gua y con los bolsillos llenos de bolas de piedra o de barro o de cristal. Como cuando íbamos a saltar acequias en busca de chapuzones; los juegos de botones (con mi Zamora de gabardina); o jugar a escondites o capitules; a la una la mula; al churro media manga mangotero; a correr el aro; a robar tomates; a las chapas; a las guerras con canutos o cerbatanas y los arcos tensados; a las de tiradores hechos con pequeños troncos o recios alambres y las espadas de madera. Y a hincar la lima; a subir los árboles, sobre todo los frutales; las meriendas de higos y moras cuando era la temporada. Y los juegos de cucañas: romper pucheros, carrera de sacos; la velocidad de los patines de roces; la pericia en empinar cachirulos pascueros; los cromos, con sus juegos y cambios; las carreras y “samboris”; las batallas de arcas (¿de arcas o de harcas?). Y siempre el fútbol, convertido en el juego rey; y la caza de pajarillos y lagartijas; y a romper trompas (la mía de carrasca y clavo de piano); el fútbol de arbellones; los estribos de tranvías, y… muchos más juegos. Y en todos ellos, variantes a raudales.

Un tiovivo popular desordenado e ilimitado a la imaginación, formaba todo aquel conjunto de juegos en los que la amigable confrontación, el deseo de triunfo o la aceptación de la derrota, así como el liderazgo o el papel segundón, iban formando nuestra personalidad. Y las tardes de los domingos que las ocupábamos en la plaza de la Iglesia para recaudar unas perras, chicas y gordas, de los “padrinos roñosos” en ocasión del bautizo de un nuevo vecino. No eran aquellos, tiempos de bicicletas, pero si de paseos en carro, aupados sobre los sacos y demás aperos de labranza, aprovechando las idas o llegadas del labrador hacia los cercanos campos de la huerta.

Todos aquellos juegos fueron ocasión de grandes disfrutes en nuestras vidas. ¿Lo más importante?, la innecesaria aportación económica, pues cada uno participaba con los útiles que tenia y sólo de ellos, dependía el juego. Resultaban juegos baratos pues únicamente la imaginación era el necesario coste para la distracción.

Los días abrileños de Pascua eran los más esperados. Los de las meriendas en “la alegría de la huerta”: las del saquito con la “mona” y los huevos duros coloreados, y que junto con la lechuga, con la longaniza pascuera y la “llimoná” completaban el sencillo festín. Tardes de fiesta que terminaban con los saltos de cuerda y los juegos de prendas. Eran días en los que niños y niñas cogidos de la mano participábamos en juegos infantiles vestidos de juveniles ensueños. Aquellos días significaron para todos, hechos ya unos mozalbetes, el inicio de guiños o los principios de sensaciones extrañas: eran más bien la ocasión de pellizcos y de algún beso furtivo, ganado al vuelo, pues era el precio a pagar en las prendas tras el juego de la gallina ciega y la correa, o el san vicen con sus “chinches y caparres” .

Las tardes cortas de invierno, en las que el anochecer llegaba rápido, eran las mejores para las horas de trampas al peatón, en las que asustarles con cualquier broma que terminaba embadurnando sus ropas, eran motivos de risas y algún que otro enfado.

Todo aquello era un conjunto de divertimentos en los que la distracción estaba asegurada para todos. Lamentablemente han desaparecido de nuestras calles sin haberlos sustituido por algo semejante. El nuevo hábitat urbano, la motorización, la inseguridad y la multitud de peligros, hacen que la calle deje de ser aquel pabellón abierto a la imaginación. Ejercicios aquellos que se convertían en el primer impulso de nuestras vidas, convertido en un resorte que incidía en el mejor desarrollo de nuestra personalidad, gracias a las habilidades individuales de cada uno y a los deseos de sobresalir en aquellos juegos callejeros.

Mayo 2005

01 agosto 2006

CASA DE LOS PAYES

Había transcurrido ya el primer lustro de mi vida y me encontraba muy avanzado en el segundo. Disfrutaba del verano con mis abuelos en un pequeño corral, mi recuerdo más entrañable, situado a la trasera de una casa de planta baja en cuyo comedor existía un lar de cerámica roja. A sus lados, dos armarios con puertas de cristal que encerraban vajillas, vasos y demás enseres. En el centro, una mesa y unas cuantas sillas conformaban aquel templo en el que mi abuela escuchaba de mis infantiles labios, la Biblia. Aquella Biblia protestante de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, toda vez que en los tiempos pasados no le habían enseñado a leer, pero no por ello la ignoraba. La conocía a la perfección y la practicaba, quizá, con mayor dedicación y más entusiasmo que nadie.

Un viejo reloj con adornos amarillentos decoraba la pared central que separaba la cocina de la gran puerta de salida al corral. Reloj de cuco, péndulo dorado con piñas de hierro, que en su momento contaban las horas y las medias.

A la derecha del lar había una despensa en cuya parte superior existía una puerta que conducía a una “cambra”, donde yo sólo, y por razón de peso, podía visitar. A través de sus paredes de cañas y barro se podían escuchar extraños ruidos que venían de los recovecos de aquella entrañable casa.

El acceso desde la carretera era amplio y quizá preparado para la entrada de un carro que nunca existió. Tras la puerta, cortina de respeto y un amplio pasillo que, con percheros en su pared izquierda, moría en el mencionado comedor. Una puerta grande y de dos hojas daba paso al corral.

En él había una higuera, un pozo y un refugio. También una parra que cubría la entrada a un cobertizo, en cuyo interior y en ambos lados, tras unas paredes de alambre de trenzado hexagonal y puertas con sencillas bisagras, las gallináceas a la derecha, orgullosas y altivas, esperaban la lluvia de la comida que desde el hondo de su delantal, mi abuela les lanzaba. A la izquierda, unos impacientes conejillos de ojos abiertos esperaban las hojas de la herbácea lechuga. Entre aquel revoltijo de animalillos domésticos y dentro de unas rústicas jaulas creadas por las manos de mi abuelo, jilgueros, tordos, tórtolas y alguna que otra perdiz, alegraban con sus gorjeos el corral.

En la parte superior de aquellos espaciosos habitáculos de animalillos y subiendo por una escalera central de maderas encastadas, tan seguras como vaivenosas, se llegaba a la “cambra”. Siempre llena de bártulos, pieles secas de conejos, trastos y para mí, tesoros, que me resultaban un nido de sorpresas.

En la trasera derecha del corral, antes de la entrada al cobertizo, una barandilla circular anunciaba el pozo de agua. Adosados a la pared, unos botijos y cántaros resultaban decorativos; además de útiles para posteriores usanzas. De la polea bajaba un pozal de hierro galvanizado repleto de uvas, zarza y “llimoná”. En sus aguas profundas buscaban su refresco quitándonos a todos el calor del verano. De aquella profundidad, el eco respondía fielmente a los inocentes mensajes que salían de mi garganta.

Y junto al pozo, una puerta en el suelo. Ella me conducía a un refugio de paredes de ladrillo, estribos laterales para descender y suelo de tierra prensada. Limpio, húmedo, seguro. Decía mi abuelo que lo construyeron en tiempos de guerra, pero que también servía para guardar bien conservados los frutos del campo. Era aquel un lugar de juegos, un sitio de sorpresas.

En el corral de paredes encaladas, en uno de sus rincones, entrando y a la izquierda, sobre un pozo ciego, un pequeño habitáculo al que acudíamos cuando era necesario y que durante el día daba refugio a las bacinillas que se usaban para los alivios nocturnos. Una caseta para un perro cazador y un pequeño paellero completaban la vida de aquel corral.

La casa tenia tres espaciosas habitaciones que nacían en el amplio pasillo de entrada. Y una cocina a la que se accedía desde el comedor con un lavadero alimentado por el pozo. Disponía de un ventanal abierto al corral del que recibía la luz del Sol. Allí estaban, siempre dispuestos, el hornillo de petróleo y un fogón de leña. Una de las habitaciones era la de mis abuelos: con alta camas provista de mosquitera. Otra habitación con una cama también defendida de los mosquitos, procuraba mis sueños infantiles llenos de emociones callejeras. Las cajas de tebeos allí guardadas me trasladaban a mundos de piratas y de bélicas hazañas. En otra habitación, con ventana a la calle de la que luego hablaré, mi abuelo tenía su escopeta y su máquina de hacer cartuchos. Recuerdo sus medidores de pólvora y perdigones. Sus juntas de cartón. Primero la pólvora, forzada al fondo del cartucho junto al pistón detonante; taco de negro corcho; ración de perdigones; cartoncillo redondo, y la maquina embutidora actuando sobre todo el conjunto. Entonces prensaba y cantoneando su boca, la cerraba, completando así el proceso. De todas aquellas medidas, mi abuelo, requiriendo solo la mitad de todos sus componentes, elaboraba para mi, pequeños cartuchos que me hacían un pequeño hombrecillo.

Decía que desde la ventana veía la calle. Pero cuando salía a ella, para mí y todos los amiguillos, se convertía en algo diferente. Se transformaba en “la calle”. Los actuales de mi generación saben muy bien a que me refiero. La “calle” era entonces cosa distinta a lo que representa en la actualidad. Los amigos, los juegos, la huerta, los maizales, las tomateras, acequias, árboles, pajarillos, sirenas, patinetes, cachirulos, los bautizos domingueros, los sacos, partidos de fútbol, harcas, caicos, monas y meriendas, sandias robadas, escondites, ranas, lagartijas, chapas, trompas, cuevas, alquerías. Incontables cosas representaban “la calle”.

Carretera Paterna, 24. Puerta de doble hoja, de color gris verdoso con llorones rezumantes de resina. Escalón de piedra, decían de granito. Día de caluroso verano.

Mi abuela sale al portal, secándose las manos con el delantal y un hombre mayor descansa sentado. Mi abuela le saluda y como lo ve agotado se muestra dispuesta a ayudarle.

- ¿Qué necesita?

- Un vaso de agua y qué me permita descansar y gozar un rato de este agradable sol- le contesta el visitante.

Mi abuela, solícita, atiende su ruego y le dice ofreciéndole:

- Para que se entretenga un rato, ahí le dejo mi Biblia y léala.

- ¡La Biblia ¡ ¡Que cosa mas vieja me saca Vd¡

Mi abuela, que como ya dije antes no sabia leer, le contesta:

- ¿Acaso no es más viejo el sol y sin embargo lo está tomando.

Los tiempos ya no vuelven pero los recuerdos permanecen. Tanto es lo que queda de aquello, que existir, existe.

Diciembre 2004