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23 marzo 2008

MAÑANA DE DOMINGO


Para aquella mañana lluviosa y desangelada la mejor opción era ir al encuentro de semblanzas conocidas, cuyo recuerdo podrían serme útiles no solo para cubrir unas pocas horas, sino para rememorar páginas viles o gloriosas de un pasado más o menos interesante. Allí estaba un tal Lord Smith, al que trataba de identificarle, dieciochesco, traje rojo ceñido, gola de tul y encaje, puñetas blancas y barrocas, pura fantasía; mirada fría nada penetrante. Todo un primor.

Poco o nada sabía de él y menos de su infancia, y en mi intento de imaginármela, deduje que bien pudiera haber sido como la de cualquier jovenzuelo de los de ahora locuaz y bullanguero, hasta algo gamberro, que como cualquier otro mortal tiene rasgos de los que siendo inconsciente son indicativos de su personalidad.

Pero a él, al Lord Smith, vacío e impasible, no le sucede como a Juanito con quien lo comparo, nuestro vulgar zagal de barrio que disfruta vivaracho, y que cuando recibe un premio, cualquiera que éste sea, ensancha las mejillas, arquea la boca y una ligera babita brota y se pierde por sus labios.

Juanito, que nunca creyó en el infortunio, cuando va por la acera y se le cruza un gato negro, se queda quieto, mira hacia otra parte y cuando el animal se confía le da un puntapié y lo encesta en un contenedor. Él no es convencional. No, Juanito no es de esos tontos del haba que cuando ven una rubia joven de carnes prietas, aguerridas y con minifalda justo allí donde separa lo bello de lo perverso, se pone chulito untado de colonia cara, eleva sus tacones y le dice a la ninfa bonita que él es aficionado a los cruceros o que juega al golf todos los días del año. Él es algo más normal. Sin embargo, saca entonces el cleenex, se lo pasa por sus labios y queda contento, complacido con su guiño habitual y la miel en su boca.

Juanito tiene mucha personalidad, todo el barrio lo sabe y cuando alguien le grita, a nadie escucha. Juanito, sordo de nacimiento, aprendió a hablar con un libro de autoayuda, y con él, gesticulando, supo cómo educar sus cuerdas vocales, cómo colocar los labios y cómo poner música a lo que le dictaba su corazón. Fue entonces cuando se dio cuenta de que acababa de hacerse a sí mismo. Sacó otra vez el cleenex, se lo pasó por los labios, y orgulloso de su proeza se rascó su barriga en otra de sus flaquezas.

Juanito que siempre soñó con ser libre, otro día, uno de esos tan cruciales en su vida, se compró una moto. Se fue confiado a una autopista en que no habría fronteras donde detenerse, pero sin darse cuenta que una vez vaciado el depósito volvería a la esclavitud necesitado como estaba de los demás. En esta ocasión, serio y taciturno, no echó en falta al socorrido pañito, mosqueado como estaba por un infortunio en el que sí creyó, al menos desde entonces.

Fue cuando preso de un descontento inesperado entendió la importancia de erradicar de su cuerpo cualquier gesto anunciador de una frustración innecesaria.

A partir de ese momento no solo renunció al cleenex, sino que evitó cerrar los ojos ante cualquier espasmo nervioso o algo que le intimidara. Impidió que su dedo índice fuera directo a su tímpano cuando estaba inmerso en un libro en sus momentos de leer renunciado a un placer levemente perceptible. Apalancó su hombro propenso al impulso nervioso dispuesto a convertirlo en un escuálido guiñol en cualquier instante de su vida sin saber el porqué; y, entre otros de sus hábitos, detuvo su dedo meñique ávido de alcanzar la gruta de su órgano olfativo en sus ratos de aburrimiento, placer de dioses pero ajeno al mejor de los decoros.

Y fue entonces cuando Juanito, muñeco almidonado, dejó de interesarme, al haber renunciado a esas sencillas cosas que nos dan pequeños instantes de felicidad.

Como Lord Smith, ausente de guiños, quien con su rostro frio pero brillante, de mirada viva pero perenne y ojos como de cristal, con sus manos tan abiertas como quietas y de uñas limpias, perfumado con la miel de romero, más parecía un libro abierto de hojas blancas y palabras inexistentes, prototipo urbano de un muñeco insulso, aburrido, moldeado merced a las manos de un artista genial y sólo a merced de los destellos de los focos hacía él dirigidos en un día cualquiera, inclusive los de domingo.

(“Mañana de domingo” es un relato que ha participado en el 29º Proyecto Anthology. Tema: TICS)

13 marzo 2008

VALENCIA EN FALLAS

Todo su orgullo fallero lo tenía dentro de su corazón, y con su mano firme protegía a la de la Fallera Mayor infantil quien un instante antes había prendido la pólvora, paso a la cremá de la pequeña falla que pondría fin a la fiesta, justo cuando unas tristes lagrimas bañaron el rostro de la niña.

A él, al Presidente de la Falla infantil, también le acudieron deseos de derramar unas lágrimas, pero se contuvo, y su impronta institucional se amalgamó por la nube fumífera que le envolvía, mientras su mente de adentraba en un pasado escuchado tantas veces en el arraigo fallero de su padre y también de su abuelo.

Su origen costumbrista, el de la fiesta, cuando una vez al año los carpinteros sacaban a la calle los restos de tablas inservibles y muebles rotos que apilándolos les prendían fuego para desprenderse de ellos, celebrando de forma festiva el día de su patrón, San José el carpintero. Y con el tiempo, aquellos trastos viejos dieron paso a figuras satíricas creando grupos de crítica social, y con ellos, el nacimiento de una fiesta declarada de Interés Turístico Internacional en el pasado siglo XX.

Pensaba en todo ello el Presidente, mientras veía cómo se extinguían dentro de un círculo rojo sus últimas brasas, residuos de un año de ilusiones y fuente incandescente de otro que comenzaba en ese mismo instante, mientras le daba su pañuelo blanco a la fallerita que junto a él lloraba el final de su reinado.

Sabía por su abuelo de una cita de a finales del siglo XVI que hacía alusión a las fiestas falleras, y que mencionaba un sueldo pagado a un artesano por la realización de una falla, cuyo recuerdo le llegaba de forma vaga. Sin embargo, de lo que no tenía ninguna duda, es que a mediados del XVIII, la fiesta ya había alcanzando una gran raigambre popular, y llegados los días señalados se sacaban los ninots junto a las casas a la espera de la noche de San José, cuando eran entregados al fuego en un ambiente festivo y vecinal.

Nuestro Presidente infantil sabe de los problemas de todo tipo que sufren los falleros todos los años, como también de un oficio de 1784, existente en el Archivo Municipal de Valencia, que ponía las primeras trabas para colocar las fallas en determinadas calles estrechas, o junto a casas que pudieran encerrar cierto peligro en el momento de la cremá. Sin embargo, ésta determinación, supuso un cambio importante que hizo dar un vuelco y un fuerte impulso a una fiesta que a partir de ese año iba a ir creciendo de forma imparable. Las fallas empezaron a colocarse en las plazas y calles más anchas, pasando a ser grupos satíricos con la posibilidad de ser vistos dando la vuelta a la falla - costumbre que se implantó como consecuencia de aquella orden municipal-, y leyendo las críticas dirigidas contra la burguesía y el clero especialmente. Lo que llevó a la prohibición de la fiesta en 1895, aunque pese a ello y desafiando al poder municipal, las fallas fueron plantadas aquel año. Fue éste el que Lo Rat Penat creó un galardón para premiar la mejor falla, hasta que ya en el nuevo siglo, el Ayuntamiento aceptó la responsabilidad de establecerlos.

Entrado el siglo XX fueron muchos los falleros que impregnados de una fiesta que les ardía en la sangre, como en la de nuestro Presidente infantil fruto de tantas generaciones, dieron un gran impulso a una fiesta, en la que las fallas, el monumento y el arte formaron un solo cuerpo de corazón imperecedero transformándose en una fiesta donde el ingenio y la gracia, mundialmente reconocidos, son inseparables ante la mirada atónita de quienes nos visitan por primera vez. Méritos logrados no solo por el espíritu abierto, mediterráneo y fallero de quienes las hacen posible, sino por el cariño y sentimiento representados en una fallerita que llora el final de su reinado, junto a un Presidente infantil lleno de orgullo y valencianía que con el índice de su mano se aparta una lagrima que surge de su mirada fija en las pavesas que vuelan hacia el cielo.