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21 febrero 2025

EL RELATO

 


En el mundo de los relatos los hay variopintos, pero dos de ellos me fascinan. Y mucho. En su creación, de la leyenda al mito, su recorrido es tan amplio como largo y si tomamos como fórmula la fábula su horizonte es infinito. En cuanto al relato corto más bien resulta ser como el pan del día, que sí bien podría sernos útil para alimentarnos en lo básico, no nos sirve para una nutrición plena.

El relato que en verdad nos llena es el que nos conduce hacia la nobleza, hacia el “camino de la perfección”, tal y como un día Santa Teresa de Avila dejó en los manuscritos de su época. Y de esto es de lo que se trata en el acontecer de nuestros días que vela por nosotros, el de la perfección, lo que nos asegurará la dicha eterna para un mundo mejor, gestado ante un futuro al que tememos por la dudas que el presente nos plantea.

Pese a las dudas, ellas no son óbice para que creamos a pies juntillas al relato que por los medios se nos ofrece, siempre y cuando esté bien construido, independientemente de la falsedad de los datos en los que se sustenta, nacidos por la imaginación del autor, tan necesitado de su recurso.

Les decía que hay dos relatos que me fascinan por el poder conseguido en sus largos años de vida. Por supuesto, ambos con soflamas de “gran poder”. Uno de los dos nos viene de siglos, desde aquel año cero del comienzo de nuestra era, consolidado en el tiempo. También imitado por otras creencias, algunas incluso más antiguas, surgidas de lugares remotos alejados de nuestra civilización occidental. El otro relato es más moderno y se ha ido consolidando a la vez que el absolutismo decimonónico se veía agotado, pero deseoso de su recambio para seguir instalado en el poder.

Ambos relatos se diferencian en lo peculiar de su esencia: el uno nos brinda el pase a la vida eterna, el otro, en cambio, nos promete la dicha terrenal. Sin embargo nacen unidos por la creatividad en la que se sustentan: la imaginación. La imaginación en su presentación teatral, en su núcleo y en su desenlace.

El primero, por razón de edad, es el relato de la Santa Iglesia Católica, con su proverbial eco excatedra, papal nos dicen, que nos obliga a creer ante la bondad del Creador y nos promete nuestra salvación. Un relato serio, bien construido, adornado en su ceremonial, con protocolos de buen gusto, refinados, cuidadoso en sus detalles. En los más mínimos. Nos asegura el cielo y nos salva de los infiernos.

El segundo es el relato del Izquierdismo Progresista, quizá el de Santo debiera tener como nombre propio, aunque no lo presentan con esta nominación. No se atreven. Pero sí con su proverbial correveidile de lo “políticamente correcto”, tan promulgado por los medios afines, que nos prometen un mundo mejor. Un relato serio, bien construido, adornado en sus detalles, constante con sus promesas, ceremonioso las más de las veces, respetuoso con el débil. O casi. Nos garantiza el progreso y nos salva de los infiernos. ¡El terrenal!

Y les confirmo: me fascina la imaginación como hilo conductor de cualquier relato. Fundamentalmente de los dos que les hablo.

27 enero 2025

SOMOS LO QUE FUIMOS

 

 Fusilamiento de Torrijos, el defensor de la libertad.

Las hojas del almanaque anunciaban el comienzo de un nuevo siglo, el que tras su paso ha tomado su apellido: el de Convulso. Tres enemigos iban a iniciar un ataque desenfrenado contra los intereses de una nación, en cuya centuria anterior, la de las luces, y pese a su carácter ilustrado, no se supo estar a la altura un imperio forjado con anterioridad, que, oscureciendo sus días, a partir de finales del XVII, llevaron a su desaparición.


Un rey infame, Napoleón y el púlpito, fueron las tres causas que desde la primera década del XIX iban a faenar al alimón, aunque cada una a lo suyo, creando una tormenta perfecta contra los intereses patrios.


Fernando VII fue un rey infame y desleal, sin embargo, aclamado y “deseado” por el pueblo. Napoléon cada vez más alejado de la revolución francesa, únicamente pensaba en ampliar sus dominios; su intromisión en la vida española significaba un insulto para el pueblo que en modo alguno permitía el ser invadido por una fuerza foránea. El clero, temeroso de los aires liberadores que llegaban de los pirineos, puso a trabajar sus púlpitos exhortando desde ellos a un pueblo que ya en pleno enfrentamiento bélico se equivocó de bando, y los llamados “afrancesados” fueron arrinconados.


Pero aquella guerra conocida como de la Independencia no fue la única y en ultramar las provincias españolas deseaban las suyas. Su logro, junto a las guerras carlistas en suelo patrio, significaron la bancarrota del erario español. Sus políticos, en aquellos años, vieron en las desamortizaciones la única forma de recaudo para unas arcas públicas tendentes a su extenuación.


Y aquello no funcionó. Las expropiaciones sólo sirvieron para que la casta dominante se hiciera dueña de unos latifundios en los que la mano de obra fuera cada vez menor, por su conversión en tierras de manos muertas, agravada la situación toda vez que el erario público no vio conseguido el fin propuesto. España se empobreció aún más si cabía.


Las guerras carlistas se repitieron por tres veces; se activaron las guerras cantonales, la solución propuesta por Prim tuvo sus horas contadas y Amadeo I, un rey de ideario progresista, abandonó España a sabiendas y denunciando que su enemigo estaba dentro. La I República fue un desastre y con la “restauración borbónica” llegaron unos años de bonanza donde Canovas y Sagasta supieron capear el temporal. O casi.


Pero el mal seguía estando dentro. Y el pueblo español, una vez tras otra, por causas dispares, se equivocó de bando. Hasta nuestros días.