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13 febrero 2009

BALTASAR GARZÓN Y LA CACERÍA EN JAÉN

De haber tenido un largo bigote seguro que se hubiese relamido en su gozo jugueteando con sus erizados pelos mientras compartía mesa con grata compañía, como era la del entrañable Bermejo, al que le recordaba su mano guitarrera de otros tiempos, aquellos de pantalón campana, patillas serranas y bizarro gesto. Garzón, el brazo implacable de la Ley, que no gasta bigotes largos, de esos abiertos a los lados tan asequibles para el grato relajo, pensaba no obstante en ellos. Algo le rondaba en su mente.

Tal acto reflejo, no podía ser, por causa obvia, semejante al de la parturienta ansiosa que llegado al transcendental momento se le ocurre el más insospechado anhelo; pero sí: algo le rondaba por su cabeza acercándole al éxtasis.

Quizá la razón fuese por un pretendido cambio de look, o tal vez, lo más probable, por algún extraño complejo en el que esconderse, pues todo es posible cuando se es juez estrella. Aquellos bigotes los tenía fijos en su mente durante los últimos días, lo que le llevó al firme convencimiento de que bajo su atractiva y respingona nariz, igual podría lucir tan largo mostacho, de cuya utilidad podría servirse como vigía del mayor decoro en el mundo empresarial; máxime, cuando de quien le venía la idea era del hidalgo bigote usado por un amigo de quienes, inasequible al desaliento, el guaperas de Baltasar mantiene fijada su atención en los últimos años. Con tales antenas, su éxito en la redada estaba asegurado. Aquellos bigotes enturbiaron su mente. En ello pensaba Baltasar.

Y cerca de ellos y a la espera de órdenes, Juanito González, un policía judicial, jefecillo él, aficionado a las monterías que tanto le encantaban. Sobre todo las de las buenas piezas que en esta ocasión le habían anunciado iban a cazar. Juanito había llegado a la mesa con su cartera llena de papeles, la propia de un mandado dispuesto al curro.

Bermejo sonreía. Baltasar se inflaba de gozo, y Juanito, con cara de circunspecto, sólo pensaba en la foto postrera con su pierna sobre la cabeza de un ciervo asegurando el equilibrio y con su mano siniestra anclada a la cornamenta de cuya pose soñaba presumir.

-¡Nada menos que de cacería, Baltasar! ¡Qué bien lo vamos a pasar! – le comentó entusiasmado el Ministro pensando en las piezas acorraladas, al tiempo que acariciaba su barba rala gozando del placer del trabajo bien hecho: cuyo fruto presumía cercano.

-Si es que no paras- le repitió de nuevo Bermejo entusiasmado por la jornada de caza que les esperaba en aquellos parajes. Los de Jaén, los de los ricos olivares, a pie de abruptas sierras de caza, ricas de ciervos, de corzos y de venados corriendo por los riscos en torno del Parador de El Adelantado, antaño famoso lugar por las también celebres cacerías que allí se montaban y cuyo mejor trofeo era entonces el de las prebendas. Nada que ver con las actuales, que por la sana afición a la caza han llegado hasta nuestros días con el único fin de cobrar buenas piezas y presumir, en su caso, de eficaz puntería.

-¡Coño Juanito- le dijo Baltasar que aún lucía su mejor peinado moldeado con mimo, en el que se reflejaba el haz de una lámpara pincelando un halo majestuoso propio de un Grande de España, y al que sólo le faltaba un erecto mostacho cuyos efluvios ocultos flotaban en el ambiente.

-¡Coño Juanito! A santo de qué tantos papeles en esa cartera. Es que no te enteras. Aquí estamos de cacería; nada de papeles.

Bermejo, veterano de mil batallas, se había traído su guitarra rockera para animar la jornada, para la que tenía preparado su mejor repertorio que pensaba ofrecer a los presentes. Allí estaba también la Fiscal de la Audiencia Nacional dispuesta al dueto, que en plácida velada compartieron todos juntos, ávidos de caza y dispuestos al mejor de los trofeos.

-¡Qué guapa estás Dolores! ¿No te habrás traído también papeles como ha hecho Juanito- le manifestó el juez estrella más atento al foco que alumbraba la provisional tarima, puesta al efecto para que el Bermejo y la Dolores entonaran un rock.

Dolores frunció el ceño y se fue a un rincón, cariacontecida, porque en su celo profesional no entendía nada. No tenía nada claro cuál era su función allí, salvo la de hacer la pelota al jefe que eso sí lo tenía claro. Su única duda estaba en la “división de poderes”, al menos últimamente; y dándole vueltas a la ruleta, que si Bermejo, que si Baltasar, optó por hacérsela a los dos. Después de entonar un dúo subió a su habitación, tras lograr unos ligeros aplausos motivados por decoro.

¡Qué gran jornada de caza la de aquel día después! ¡Cuánto disfrute! ¡Qué gozo! ¡Qué bien se lo pasaron todos, especialmente ambos!

Los monteros, los jornaleros y la servidumbre en paro hasta entonces y sufriendo la crisis ya no pensaban en ella, al menos en esos días atareados en la cacería a la que asistían complacidos.

La foto última, la de una rica alfombra de animales muertos con hilillos de sangre en sus bocas, con el aguerrido porte de Baltasar, rifle en mano, el Bermejo rodeado de un bosque de cornamentas destinadas a lucir las más lujosas panoplias, y el Juanito y la Dolores buscando plano, justificaba a todos la asistencia a tan grata jornada alejados del trabajo diario olvidado por la cacería.

Al menos eso le dijo Baltasar a Juanito ante la perpleja Dolores, que en su disimulo, asistía encantada a la finca andaluza en la que tras fraternal abrazo "el rockero" y "el estrella" se hicieron un guiño; eso sí: circunflejo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te dejo un comentario en el árticulo anterior. 16-02-09
Iván